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Nº 61 LA ACEITUNA
– Un vino para la señora…, y una cañita para el señor. Y como siempre, unas aceitunillas de la
casa. Buen provecho.
Hoy es uno de esos días en los que no se puede andar por la calle, porque hace un calor que
se te derriten las suelas de los zapatos. Así que decidí ir a tomar algo al bar de mi amigo
Manolo.
Como siempre, bueno, como todos los días, me sirvió una cañita bien fría.
Apoyado en la barra del bar daba cuenta de ella, aunque mi cuerpo ya estaba pidiendo a mi
amigo Manolo la segunda del día.
El bar se encontraba bastante lleno, y una pareja se había apoyado a mi lado en la barra. Ella
pidió una copa de vino blanco de la casa, y él una cañita. Mi amigo Manolo les había llevado
las consumiciones, y unas aceitunas de aperitivo. ¡Y vaya aceitunas!. Yo creo que si mi amigo
Manolo no me pusiera siempre unas cuantas de esas aceitunas, estaría tomándome la cañita
en el bar de enfrente de casa. Vale que es mi amigo, y que voy al bar porque está él, pero es
que esas aceitunas verdes, grandes, brillantes… y con ese toque de picante, son un vicio del
que ya no me puedo escapar ningún día.
Lo que más me jode, es el hueso. – A ver si algún día las pones sin hueso, le digo siempre a
Manolo. Porque aunque tiene cierta gracia andar aprovechando el hueso para no dejarle ni un
pellizquito de aceituna, en el fondo me jode. Lo ideal sería meterla en la boca, masticar,
saborear…, y… ¡pa dentro!. Y seguir saboreando…, sobre todo ese picante que dejan las
aceitunas de mi amigo Manolo.
… Y de repente escucho:
– Cariño, ni se te ocurra comer ninguna aceituna, que ya sabes que no van incluidas con
la consumición.
– Pero, si deben estar buenísimas… ¡y seguro que no son tan caras!.
– Hay que ahorrar cariño, estamos en crisis.
– ¡Pues me cago en la crisis!. Yo con mi cañita quiero unas aceitunas. Mira que pinta
tienen.
– Cariño, no te lo repito más. Vale que hace calor y que quieras una caña fresquita, pero
nada más!.
– ¡Me cago en todo!.
¡Joder con la sargento de hierro!. A mi si me habla así mi Juani… me divorcio.
¿Y quién le dijo a la sargento que las aceitunas no estaban incluidas?…
Bueno, cada palo que aguante su vela.
– Manolo, apúntame la cañita que voy con prisa… Mañana nos vemos.
Al marcharme me entraron ganas de decirle al acompañante de la sargento: ¡Cómelas! Coño…,
que invito yo…
Y me fui con una sonrisa en la cara imaginándome el final de la batalla…
– Cariño, bebe rápido, que nos espera mi madre para comer y vamos a llegar tarde. Voy
al baño, y cuando vuelva nos vamos. ¡Ahh!. Y ni se te ocurra tocar las aceitunas….
– Si, si… tranquila, cariño.
– … Joder… están buenísimas. Uhmmm… como pican….
– ¡Camarero!. Otras aceitunas, por favor.
– … Y otras aceitunillas de la casa. Buen provecho.
– Gracias. Y me cobra cuando pueda.
– Cariño, ¿aún no te bebiste la cañita?. Te dije que vamos a llegar tarde. ¡Camarero!…
nos cobra, por favor.
– Ya va… una cañita, … y una copita de vino de la casa… Tres cincuenta, por favor.
– Ahí le queda. Deje así. Gracias.
– Que tal las aceitunas, señores?.
– ¡Menos cachondeo!. Vamos cariño, que mi madre nos mata si llegamos tarde.
Nº 62 RETIRO
Me convenció la Virgi para ir al bar (con una pequeña pista de baile) El Pichón, adonde acudían campesinos solterones y viudos (ya de una edad indecisa) desde las aldeas de la provincia en busca de un arrimo que quisiera compartir su desolada cama y las vacías estancias de sus casas.
-¿No te parece que aún estamos a tiempo de retirarnos antes de que la lozanía que les queda a nuestros cuerpos se vaya a otros más jóvenes y agradecidos? -me había dicho la Virgi en el bar El Consuelo, cuya barra servía de trampolín para el ejercicio de nuestra profesión-. Además con tanta joven competencia de ébano venida de fuera, nuestro futuro va a estar acatarrado, incluso con riesgos de pulmonía, querida Puri. La Virgi era así, una intelectual. Se leía el periódico del bar todas las mediodías antes de empezar a recibir con una sonrisa a los clientes. Creo que se me ha pegado algo de sus decires. -El momento será, pero encerrarnos en un pueblo, caserío o granja a oler el perfume de las cuadras… ¿Qué dices? Nosotras veríamos el ganado de lejos, a través de la cámara fotográfica, como quien va de safari. Saldríamos al campo a inhalar el aroma de las flores y el heno y, de vez en cuando, cogeríamos el coche para venir a la capital a hacer compras, al cine… Eso sí, nos tenemos que enamorar de dos pichones del mismo pueblo para facilitar los vuelos y aliviar la estancia.
Como teníamos la suerte de trabajar por libre, un sábado nos vestimos con decencia y nos dejamos caer por el susodicho El Pichón. Estaba lleno de talludos palomos, de plumaje curtido por el viento y el sol; por algunos parecía que la juventud hubiera pasado de largo. Se veían algunas crestas mondas y bastantes buches fecundos. No olía ni a cuadra ni a gallinero ni a tractor, sino a colonia y loción. Estaban recién afeitados y exhibían caras cazadoras de cuero. Tras pedir dos modestas cervezas y echar una ojeada a la bandada, la Virgi me dio con el codo en el michelín derecho y señaló con la cabeza a dos sanotes y presumidos palomos con los penachos engominados, algo enlucidos, pero recios aún. -Me quedo con el del bigote si no te parece mal. Tú, vete enamorándote del otro pimpollo. -Virgi a veces es así de democrática y liberal, pero sigue siendo mi amiga del asa. No parecía que el fiel de la balanza basculara, así que no puse reparo-. Vamos a arrimarnos como quien no quiere la cosa. Aparentemos timidez y virginidad, que estos de los pueblos son muy suyos y desconfiados. Irradiando inocencia nos acercamos tan modositas como dos vírgenes. Bueno, Virginidad así se consideraba. Decía que ella seguía siendo virgen, no sólo de nombre, sino principalmente porque no tenía pensamientos ni deseos impuros. Trabajaba en aquella transacción para ganarse el pan con el sudor de su rajita de canela como otras en una tahona con el sudor de su frente.
No eran unos piquitos de oro, pero, como hablábamos el mismo idioma, nos entendíamos perfectamente. Tras la presentación (les parecieron dos nombres muy decentes y de confianza Virginia y Purificación) y una parla a cuatro bocas, salimos a bailar con nuestros respectivos para ejercitarla a dos, más fructífera para el conocimiento bilateral y, llegado el caso, avenencia. -Vivís en un pueblo, ¿no? –le dije a mi pichón por romper el silencio oral.
-¿Se nota?
-Sí, por el color tan sano que lucís.
-Y vosotras de la capital de toda la vida, ¿no?
-¿También se nota?
-Sí, por la falta de color.
Nos reímos y todo. El boca a boca funcionaba. Y tenía una risa primitiva y natural que me llegaba. -¿En qué trabajas? –le pregunté por preguntar, pues se veía que manos de pianista no llevaba. -En el campo. Soy dueño de una explotación ganadera de 40 cabezas de ganado vacuno. Y ¿tú? ¡Explotación ganadera! Sonaba mucho mejor que cuadra. ¡Cómo lustra el lenguaje por doquier! -Soy costurera, arreglo ropa. -Podía haber dicho que trabajaba en la industria textil, pero la Virgi había escogido para las dos esa honrosa y recatada profesión por ser cercana y hogareña. -¿Y eso da para vivir? -Sí, sí. Con la crisis hemos bajado un poco los precios, pero tenemos muchos más encargos, y como somos dos buenas profesionales, nuestros clientes quedan muy satisfechos, y como trabajamos mi amiga y yo de autónomas sumergidas, nos ahorramos los impuestos, el IVA y el molesto papeleo. Ante esta última sincera e íntima confesión me miró con mucho interés. Arrimé más mi cuerpo al suyo y dejé que el calor de mis pechos y vientre lo calaran. Enseguida se encendió. Me pareció un mensaje, no por no ser oral, menos claro, comunicativo, prometedor y alegre. Nos estábamos enamorando a marchas forzadas. Miré a Virginia, que también se había pegado al cuerpo del bigote. Enfrascada en íntima conversación tenía ya una sonrisa de enamorada que se la pisaba. Parecía que no le iba a importar perder por fin su virginidad más íntima con aquel pichón.
Nº 63 Migas Arrieras
Nacido en el corazón de la Axarquía había llegado a conquistar los paladares más exigentes de la Costa, aunque ahora el viejo Ceballos se sentía cada vez más inútil y desalentado. “Un trasto en desuso del que no quieren ni acordarse”. Apenas salía de casa, bajaba los domingos para comprar el periódico y se pasaba la mayor parte del tiempo escuchando la radio o mirando el ordenador apagado que le había regalado su nuera, “para que pudiera chatear con sus nietos”. Por eso aquella vez cuando Gerardo, el muchacho del bar de comida rápida, le trajo la tartera como todos los mediodías, el viejo Ceballos se animó a preguntarle “¿Gerardo que es lo que te gustaría ser en la vida?”, el muchacho le contestó “ Yo, señor, a mi me gustaría ser cocinero de un gran restaurante, como dicen que fue Ud.” Al viejo se le iluminó la cara y le dijo:”Vale, si tu me enseñas a manejar el ordenador, yo te voy dando recetas y te cuento algunos secretos que yo sé”. Al joven le pareció bien la propuesta y aquello fue el comienzo de una gran amistad. Todos los días venía Gerardo con la tartera y se quedaba un buen rato explicando al viejo Ceballos los pasos para navegar con Google o escribir un documento de Word. La cosa no era fácil. A esa edad los huesos duelen y la memoria comienza a escasear. Así que muchas veces Gerardo tenía que repetir lo que le había enseñado el día anterior. Pero poco a poco el viejo fue saliendo del paso y aprendió a enviar e-mails y a meterse en el Chat. Gerardo, mientras tanto, día tras día, escribía (en un cuaderno de tapas azules) las recetas de cocina que Ceballos minuciosamente le refería. Se hicieron grandes amigos. Al viejo le gustaba el muchacho y Gerardo reverenciaba los conocimientos de Ceballos. Escuchaba con devoción de iniciado no sólo el origen de las recetas, sino .las anécdotas que el viejo le relataba sobre los grandes hoteles de la Costa y los personajes que había conocido y para quienes había cocinado: Orson Wells, Hemingway, Ava Gardner o el torero Luis Miguel Dominguín. Un día Gerardo le dijo que quería presentarse a un concurso de cocina que organizaba la escuela de La Cónsula. Él iría por libre y de ello dependía gran parte de su futuro como chef. El viejo le prometió la mejor receta que podía ofrecerle.” Vas a presentar unas migas, plato típico de nuestra tierra, sencillo pero con un ligero toque de originalidad. Al fin y al cabo todo está inventado ya. Nada de artilugios foráneos, los chinos y los franceses inventaron la salsa para cubrir las deficiencias de la materia prima”. Al día siguiente Gerardo le dio las gracias al viejo cuando le dijo: “Hazlo con tranquilidad, sin apresurarte. Preparar una buena comida, como todo en la vida, necesita su tiempo”. El muchacho salió loco de contento con la receta en la mano y esa fue la última vez que vio a Gerardo. Ceballos intentó varias veces comunicarse con él pero fue inútil. Finalmente le envió un e-mail con detalles de la receta que le parecían fundamentales y que días atrás no había podido recordar. Dientes de ajo rojo machacado sin pelar, trocitos de naranja dulce y sobretodo aceite de oliva virgen, fragante y espeso, de aceituna verdial de la Axarquía. Terminaba diciendo: “Como comprenderás, Gerardito, nosotros los viejos perdemos la memoria y a veces se nos va la olla, nunca mejor dicho”. Por toda respuesta recibió, al cabo de un tiempo, otro e-mail de Gerardo: “A buenas horas mangas verdes. Ud. me ha puesto en ridículo. Ni siquiera me permitieron participar en el concurso. La receta que me dio fue plagiada íntegramente de Internet. Ud. ha traicionado mi confianza, y pensar que llegué a quererlo como a un padre. No se moleste en escribirme. No quiero saber nada de Ud”. Gerardo no volvió nunca más con la tartera y Ceballos tuvo que bajar a comer por su propio pie. Lo hacía a desgano porque no tenía apetito y muchos días ni siquiera probaba bocado. Quizás fuera por el frío, la mala alimentación o la pena de haber perdido la amistad del muchacho ( a quien él también quería como a un hijo), el caso es que fue internado por depresión profunda y poco después murió de pulmonía en el hospital regional. Una tarde, en el bar de comida rápida, el padre de Gerardo le dijo: “¿Qué pasó con Ceballos? Hace tiempo que no hablas de él”, “Nada, no pasó nada”, contestó Gerardo con hosquedad. Entonces el padre señaló : “Murió ayer. Lo dijeron en el informativo local. Juan José Ceballos, uno de los mejores chefs de la Costa del Sol, murió a la edad de 80 años”. También dijeron que fue el gran renovador de la cocina malagueña y que había logrado mejorar hasta la perfección algunos de nuestros platos más tradicionales, entre ellos, sus famosas Migas Arrieras.
Nº 64 EL TELÉFONO ROTO
El agua salpica en la carretera y alcanza a entrar en la terraza. Sin embargo, la lluvia ha menguado. Alrededor de la mesa, en el sentido inverso de las agujas del reloj, estamos: Laura, Erik, yo, y la muchacha que acaba de sentarse. Se ha retirado la caperuza que venía resguardándola de la lluvia. En su interior se ha volcado un gran cántaro de tristeza: Apenas puede disimular que ha estado llorando, le susurro a Erik. Me mira con sus ojos miopes, y en su cara se dibuja una sonrisa lenta que se parece más al tedio que a la alegría.
-¿Cómo vas nena?-la saluda Laura parcamente.
-Mal, nena: el huevón de mi novio me dejó.
El humo que expulso se disuelve en la atmósfera húmeda. Erik se lleva el cigarrillo a la boca. Por fuerza uno aprende a estar solo consigo mismo: Pero no te preocupes, deja que pasen las cosas y le encontrarás la parte buena a la soledad, comenta Erik. La muchacha muestra una falsa sonrisa y bebe de la cerveza que acaban de traerle. Al poner la botella sobre la mesa, el desamparo la cubre como un aura opresora. Su corazón está en vilo:
-¿Y cuánto tiempo llevabas con él? Debió ser mucho-le pregunto.
-Sí…-(Ese dolor es como una punzada lacerante en el pecho, recuerdo)-El problema es cuánto lo quiero.
Laura acaba de prender un cigarrillo. No le diré lo bien que se ve con cada bocanada. Se levanta porque acaba de timbrarle el celular.
-La niña tiene que reportarse-ironiza Erik.
-A lo mejor. Pero no te desanimes que ahora está contigo-le digo.
Esta vez, la muchacha sonríe con más sinceridad. Con su mirada interroga a Erik sobre sus pretensiones hacia Laura. Él la elude chupando largamente el cigarrillo, y concentrando su mirada en las gotas que dibuja la luz de una farola cercana. Allá, recostada sobre el pretil, Laura también fuma mientras la voz del otro lado vibra con alguna angustia. A mi lado, la muchacha rebulle las cosas dentro de su bolso y saca un celular. Oprime algunas teclas. Al momento cuelga.
-Está ocupado-nos explica.
-¿Te tomas otra cerveza, Erik?
-Claro…SEÑORITA DOS CERVEZAS-grita.
Erik es un desahuciado. Laura ya regresa a la mesa. Sus senos son lo que más me gusta. Entre ella y yo hay una comprensión de miradas. Erik lo sabe pero no le da importancia. De hecho, él es mejor tipo que yo. Ella sospecha de mis irremediables sentimientos románticos. Ya lo sé. La muchacha marca de nuevo. Esta vez sí encuentra otra voz del otro lado. Alcanzo a escuchar: Otra vez usted. El desprecio es la forma más dolorosa de la crueldad. Ella pregunta, hecha añicos:
-¿Estabas hablando con Laura, cierto?
-Eso no le importa…
La silla de metal se corre con estrépito. Se levanta. El celular atraviesa el aire seco de la terraza y entra en el que hiere la lluvia. Al chocar contra la carretera, se revienta en pedazos que rebotan hacia todos lados. Un trozo de pantalla brilla sobre el pavimento. Frente a mí, Laura está de pie. Nos dice rabiosa:
-Vámonos de aquí: Esta vieja va a armar un show.
Erik es el primero en seguirla. Pongo unos billetes sobre la mesa y lo sigo. El tlac-tlac de los pasos se multiplica y se aligera. A través de los hilos de agua, veo a la muchacha, atrapada en un recodo siniestro del amor. Ella, la pobre, ha sido devorada por los lobos que siempre acechan por ahí.
Nº 65 » El final del principio»
La primera vez que la ví, no me cayó excesivamente bien. Tenía esa seguridad que te dá el pertenecer a una familia entroncada con una de las multinacionales más famosas, y un apellido que desde el siglo pasado, sostiene uno de los mayores y más conocidos imperios económicos. Presumia de ir siempre a la última, y de que los más afamados diseñadores la utilizaran para plasmar sus creaciones. Aparentemente su abuela fue una de las “musas” de Andy Warhol, y algunas de sus antepasadas más cercanas, habian posado para David Hockney. Casi no teniamos trato. Me “cargaba” un poco notar cómo, cada vez que alguien nuevo venía, comenzara a darse pábulo. Aunque debo reconocer que me hacia cierta “gracia”, esa obsesión que tenia por marcar distancias, entre los que consideraba inferiores a ella. Sus orígenes y su naturaleza ( demasiado rígida para mi gusto) le hacian creer que habia nacido para tener un final diferente al resto de sus compañeros. Un día de finales de mes, en los que yá íbamos quedando menos, recuerdo que nos pusieron muy cerca.; casi podia rozar su duro y esbelto cuerpo, estaba fría , muy fria. De repente alguien abrió la puerta, y los tres que quedábamos nos miramos aterrorizados; pensando que había llegado nuestra hora. Falsa alarma; quién abrió, cambió de idea conminándonos nuevamente a la esperanza que te dá en nuestro caso la soledad. Sabia que teniamos los días contados, quizás las horas, e intenté un acercamiento a ella. Su mirada entre la sorpresa y el desprecio no me amedrentó y me arriesgué:
– vamos quedando menos, pero parece que somos afortunados. Vinimos de los primeros y aquí estamos todavía……
Nada, ni una palabra. Supongo que pensaba, que yó en efecto, había tenido mucha suerte de no acabar en la calle, en las manos temblorosas de algun indigente. Parece ser que es la leyenda de mi baja estirpe. Ella sin embargo, estaba convencida de que una vez hubiera servido para su “función”, acabaría adornando el salón de algún metro-sexual; o quizá, decorando el último pub de moda.
Me quedé en silencio. La puerta cedió y tuve un mal presentimiento. Una mano la cogió del cuello y la sacó bruscamente. No pude despedirme de ella. Su final había llegado; sus sueños de inmortalidad, terminarian en el mismo momento en que no quedara ni una gota de ella. Yó, siempre supe cuál iba a ser mi final, pero ella ignoraba el suyo.
Me había acostumbrado a su presencia…….sólo espero que mi contenedor azul, esté cerca de su verde iglú, y si alguna vez volvemos a encontrarnos, no sólo su físico esté reciclado…..
Nº 66 «Tranquila Lucía»
La seguía amando. Aún recuerdo como nos conocimos entre los fogones del Hotel «Victoria» en Ávila.
Hoy, estoy absorto, sin ganas de vivir pues me falta la vida. Carezco de lo que más quiero: el amor.
Es ahora cuando mis ojos regalan lágrimas de amor anhelando su presencia. Nunca hasta ahora había sentido nada parecido. A pesar de todo el tiempo que ha pasado no la puedo olvidar.Es por ello por lo que miro hacia la ventana y creo verla sonriendo.
Intento recordar su silueta dotada de perfección becqueriana, ese cuerpo comparable a una sinfonía de Shubert o Mozart, esos labios carnosos con sabor a cerezas caramelizadas o ese olor a jazmín que desprendía allá por donde pasaba.
Deseo volver a encontrarnos, coincidir en la cocina de nuestro lugar de trabajo y ser su pinche,el ayudante de una mujer de bandera, de alguien capaz de hacer auténticas obras de arte con las manos.
Con tu adiós,mi corazón quedó hecho trizas , si bien no perderé la esperanza de despertar un día y tenerte entre mis brazos. No quiero llorar recordando como el cáncer me robó lo que más quería, viendo tu deterioro día tras día sin poder poner freno.
Más no me detendré con imágenes funestas, con jaramagos adornando una losa o caminos polvorientos que conducen al lugar que te cobija:tu tumba.
Sólo contaré los días hasta vernos en la otra vida, sentir el calor de tu cuerpo, los besos robados o admirar tu incontestable belleza.
Tranquila Lucía pues pronto nos volveremos a ver.
Nº 67 La ensalada
Tomates secos, aguacates, salmón, piñones, menta fresca y tapenade; media ración de pollo halemore y frutas de temporada para terminar. Esperaba en La Brasserie del puerto, leyendo con descuido la sección de anuncios por palabras de La República, confiando, sin éxito, en encontrar algún mensaje secreto o, quizá, una clave que lo desvelara. Me giré inocentemente y, entonces, pude verlo, como un fogonazo. Una camarera menuda, incompleta, lo había escrito en la pizarra de la brasserie; la ensalada que acababan de servirme tenía su nombre: ensalada Lilly.
En ese mismo instante lo supe, debía alejarme de allí, irme de la ciudad, huir, huir para siempre; todavía estaba a tiempo y nadie me descubriría. Ensalada Lilly, Lilly…, ensalada Lilly.
Años después sabría que aquello lo acarrearía conmigo para siempre.
Nº 68 MALAS NOTICIAS
Llegaron a la cafetería. Se sentaron. Pidieron. Les sirvieron.
Ella habló.
Él escuchó distraídamente.
Ella dejó de hablar.
Él siguió sin hablar.
Ella preguntó.
Él no contestó.
Ella lo miró fijamente.
Él se levantó sin mirarla.
Ella le imploró.
Él se fue.
Ella se llevó las manos a la cara y lloró.
Nunca más se volvieron a ver.
Nº 69 CHICA DE MODA (Daniela)
Después de algunos años, muchos, en el exterior, volví a Bilbao.
Caminar por sus calles me transmitió nuevamente esas sensaciones únicas de saberme en tierra propia.
Por ese entonces, cuando mi regreso, buscaba un departamento para instalarme, mientras tanto me hospedaba en un hotel muy pintoresco y típico de la ciudad.
En París y Nueva York hice una carrera, construí un nombre y un prestigio. Cuando fue que decidí tomar el destino en mis manos, me convertí en un fotógrafo exclusivo. Empecé de abajo, trabajando para las corporaciones y emporios de la moda y la alta costura internacional, a través de la recomendación que me diera un mentor que tuve.
Y en eso andaba, y cuando ya creía que nada que no proyectara previamente podría suceder, mientras tomaba una copa, ella apareció… Y yo, que tuve mil mujeres, quedé prendido de una fatalmente.
Eligió una mesa de afuera, de las de madera oscura, de las que me gustan. Se sentó con tanta delicadeza y distinción que llamó mi atención de inmediato. Sin que ella lo notara, creía, la miraba por encima de los lentes de sol.
De su finísima cartera sacó un celular, era de los buenos, de los caros y tan completos. Es posible que la conversación que mantuviese haya sido el final de una historia. No era importante para mí, lo que resultó significativo fue que de súbito advertí que era el momento o bien de pagar e irme, o de cambiar el curso de dos destinos.
Pedí la cuenta a la camarera, me iba… Y un chistido, sí, un chistido, me paró.
– ¡Hey, tú! ¿Me estuviste mirando desde que llegué y te vas a ir sin decirme nada? –dijo ella, al tiempo que se llevaba un cigarrillo a la boca y me inducía a que le facilitara fuego.
Me sentí un poco descolocado, me estaba yendo, no iba a cambiar el curso anónimo de la historia, y de pronto una mujer singular, con formas elegantes pero proceder masculino, me tiraba sus redes. Saqué el encendedor y prendí más que su cigarrillo.
– Bonita cartera –le dije–, tan atractiva como la dueña, adivino que no es de aquí. Yo mismo la he fotografiado en una campaña primavera-verano de hace un par de años.
– Eres fotógrafo, qué bien… –replicó.
– Ya no, me considero un artista de la fotografía en todo caso –la interrumpí.
– Me llamo Daniela, y fui modelo, pero también ya no. Mi cartera… Es linda, ¿no? La traje de París por cierto. Un gusto, puedes sentarte si quieres y tomar un café…
– Será un placer, aunque si lo deseas podríamos tomarlo en mi hotel, estoy allá enfrente –insinué.
Fuimos a mi habitación y allí me enamoré de ella y sigo aún así. Es una empresa imposible no adorarla, no intentar retenerla en frenesí.
El tiempo ha pasado, como siempre, una fotografía mía es Primer Premio del Real Salón de Artes Visuales. La obra consiste en una mujer con el rostro oculto por finísimos cabellos dorados y completamente desnuda –sólo cubierta por una cartera– mientras está echada sobre las blancas sábanas de aquel hotel.
A la fotografía la llamé Chica de Moda y a ella, simplemente Daniela… qué más.
Nº 70 Nuestro rincón.
Apuré el paso pues llegaba tarde a la cita como era normal en mí. Tendría que aguantar una vez más los reproches de mi pareja por el retraso aunque lo cierto es que no era culpa mía. El tiempo se me escapaba siempre de las manos sin que pudiese hacer nada para evitarlo por mucho que me esforzase. Al fin llegué al bar y entré. Como de costumbre estaba abarrotado de gente. Avancé como pude esquivando a la multitud con cuidado de que no derramasen sobre mí sus cervezas ni me quemasen con los cigarrillos. Allí estaba esperando pacientemente por mí en nuestra mesa del rincón. Nos dimos un beso y llamamos al camarero para pedir unas cervezas. Luego llegaron las tapas. Tortilla, croquetas, calmares de la ría, chorizo al vino… Eran la envidia de los restaurantes de alrededor. Aquel negocio familiar que llevaba tres generaciones funcionando subsistía en esta época de crisis por su buen hacer y trato afable. Aun recuerdo cuando tras la denuncia del restaurante de enfrente acudió el inspector de sanidad. Después de un exhaustivo examen del local y ante la insistencia del dueño decidió probar la comida. Desde entonces cada fin de semana conduce cien kilómetros para comer aquí los domingos con su familia. Durante la sobremesa entre cafés y licores las tertulias se hacen interminables. El tiempo parece perder su valor y las preocupaciones cotidianas se diluyen con el calor de los amigos. Después de un par de horas nos levantamos y fuimos a pagar a la barra. El dueño, con su sonrisa habitual, quitó el lápiz de su oreja y sobre el mostrador de mármol blanco hizo la suma de nuestras consumiciones. Sabía que mañana volveríamos.
Nº 71 CASI PERFECTO
Le estaba esperándolo, otra vez. Lo hacia en la misma mesa, cada fin de semana, en el mismo bar, en la misma esquina de New York.
Ella sabia que no volvería a ser feliz si no le veía una vez más, si no se perdía en sus ojos ónix, si no acariciaba su piel nívea o se dejaba hipnotizar por su media sonrisa.
Aquella noche de invierno había entrado a ese bar buscando un lugar donde descansar y pensar tranquilamente. Estaba triste, confundida y otra depresión amenazaba con entrar en su vida. Estaba perdiendo su toque personal al actuar y las críticas no paraban de llegar. Se encontraba en un periodo muy oscuro.
Pero Tyler fue una luz en medio de la nada, le devolvió la inspiración y sembró en su pecho muchas esperanzas, mas la dosis de vitalidad se estaba apagando en esos dos años. Todo había quedado olvidado cuando aspiro su aroma y se dejo llevar por él mientras bailaban, ya que ella le había confesando que no sabía hacerlo, cuando luego de conversar un poco, él la invito a bailar. En ese momento había olvidado todo, lo único que le importaba era continuar en sus brazos y sentir que estaba en el paraíso, que podría capturar a todas esas mariposa en su estómago si Tyler permanecía con ella.
Estaba nerviosa, mucho más que cuando hizo un casting para su primer protagónico, a los 10 años. Tal vez diría que esa sensación era casi placentera. No había cansancio, dolor o miedo. Estaba totalmente segura de que si Tyler le pedía huir juntos, ella lo haría sin titubear, sin temor a que todo terminara en el fracaso.
Tantas relaciones rotas. Tenía una patética vida romántica a sus 19 años. De nada le valía la vida de glamour y fama que llevaba, sin una razón mayor por la cual despertar cada mañana y empezar el día. Y Tyler amenazaba con convertirse en ese motivo, con tan solo horas de conocerle, unas palabras, un trago y un baile que se hacia eterno y exquisito.
Él había acariciado tímidamente su mejilla y Cassandra tuvo ganas de llorar. Se deleito de su aliento rozando su cuello y del cosquilleo que le producía la cercanía entre ambos. No le importo tener el collar que Jean, su novio, le regalo meses atrás. Tyler, sin querer, le ayudo a no sentir pena por su falso perfecto romance. No sintió el miedo abrasador que tuvo unos días atrás, cuando Jean menciono “no se realmente que tenemos”. Y ella, en ese lugar y momento supo lo que tenían: una relación que amenazaba con derrumbarse por falta de tiempo mutuo. Se dio cuenta que, simplemente, eran dos jóvenes jugando a quererse, dos chicos sin una promesa eterna, solo con un amor de plástico. Dos jóvenes estrellas común mundo totalmente alejado uno del otro.
Abrazó el cuello de Tyler mientras continuaban bailando. Deposito una mano entre la cabellera un poco larga de su efímero amante y enredo sus dedos en ellos. Le miro a los ojos y noto un hermoso brillo en ellos. Le quería, sin saber mucho de él. Sin duda había un Dios, allá arriba, que la amaba, por regalarle ese pedacito de cielo. Tyler le sonrió tiernamente y Cassandra le devolvió el gesto. “Volveré” le había mentido en un susurro, con su hermosa voz de soprano, “Y tendremos una verdadera cita”. “Promételo” pidió ella. “Te lo juro” respondió, para luego hundir su rostro en cuello de Cassandra, entre sus risos oscuros.
Ahora se encontraba bebiendo un Martini, llorando por su ausencia y pidiendo su regreso, porque no había vuelto a saber nada de Tyler hasta ese momento. Ni siquiera una nota con alguien de su equipo, aunque ella nunca le dijo que era actriz.
Continuaría esperándole, en ese bar con un nombre fácil de olvidar, pero con su historia en el. Porque estaba dispuesta a hacerle la promesa que no se atrevió a jurarle a Jean. Esperaba poderle decir algún día: “Eres perfecto para mi”.
Nº 72 Emo no morirá en el bosque “Aokigahara”.
Emo atraviesa el puente bajo las inmensas Torres Isozaki. Para en Larruz, camino del Asia Chic.
El agua gris, plomo inexpresivo, desciende lenta hacia el mar. Emo escucha Tokio Hotel.
Algas, sushi, y wok, en Asia Chic. El responsable, sonrisa permanente, le felicita el Año del buey. Buena suerte.
En su cabeza, conecta cada uno de los lugares, como en una línea de metro sobre un mapa que sólo Emo ve. Emo recuerda: van andando, no se cogen de la mano, ni se miran. No hablan. La extraña gente que les mira al pasar, mientras caminan con su aspecto triste y desafiante.
Emo quiere ser invisible. Las personas alrededor son figurantes en un escenario vacío.
Emo recuerda sus palabras, que pasean por su cabeza como un gusano raro: “no nos veremos más…”.
Emo atraviesa el hotel, atajo perfecto. A un lado el Beltz and Black. Atraviesa la cascada, enorme lavaplatos. Emo sabe que el agua no escapa, que vuelve a subir y a bajar, atrapada y cansada. Sueña que abraza el gigantesco árbol petrificado.
Sale a la calle y ve tras el enorme perro cubierto de flores: © Murakami y Cai Guo Quian. Dentro del museo, frío gigante en movimiento perpetuo, ve cómo el fuego y la pólvora hieren el lienzo y hacen surgir una obra hermosa y triste, inoportuna.
Al salir “Mamá”, largos brazos, que protegen, y aprisionan, a sus crías, duerme su reflejo en la ría.
“No nos veremos más…”.
Emo sabe que no morirá en el bosque “Aokigahara”. Emo vive en Bilbao.
Nº 73 El arcángel cáido
A pesar de haber resistido enconadamente, la deliciosa tarde primaveral había sido desalojada por la luna llena, escoltada en esta ocasión por una legión de minúsculas estrellas. Gabriel venía deprisa, recorriendo con la mirada las fachadas. Cuando encontró el rótulo de la cafetería que estaba buscando consultó de inmediato su reloj. Cinco minutos para las ocho. Con puntualidad, como debe ser. Accedió experimentando esa mezcla de temor y curiosidad que genera un lugar desconocido. Se situó en un rinconcito de la barra, con la suficiente perspectiva para otear todo el entorno. Era cuestión de no meter la pata. El local estaba concurrido y antes de acercarse a nadie debía estar seguro. Pidió una cerveza para templar los nervios y justificar su presencia allí. Tras dar un par de sorbos a la copa, los suficientes para eliminar la espuma, echó un vistazo a su alrededor. De entre todas las personas que se encontraban en el recinto destacaba una muchacha de largo cabello cobrizo, sentada sobre un taburete hacia la mitad de la barra, sin más compañía que la de una Coca-Cola, toqueteando sin pausa la pantalla táctil de un teléfono móvil. Al verla, a Gabriel se le iluminó el rostro. Sin dudarlo tomó su cerveza y se dirigió hacia ella. –Hola, soy Gabriel. Eres Aitana ¿no? La chica alzó la mirada, interrumpiendo la febril actividad con su móvil. Ante ella tenía a uno de esos chicos del montón, de rasgos inconclusos, desgarbado y de mediana estatura, contemplándola con curiosidad de biólogo ante el hallazgo de una nueva especie.
–No… –acertó a responder la joven. Gabriel no se dio por vencido. –Ah, perdona, quizá te he confundido con otra persona parecida a ti. ¿Cómo te llamas? –Alba. La cordialidad que trataba de mostrar Gabriel no se correspondía con la desgana mostrada por la joven. –Te parecerá raro –insistió el muchacho– pero resulta que he quedado aquí con una amiga que conocí en el chat. Como la descripción que me ha dado cuadraba más o menos con la tuya y te he visto sola he pensado que eras tú. –Vaya, no está mal tu método. ¿Recurres a él muy a menudo? –¿Qué método? –Éste tan original que tienes para entrar a las tías. –A ver, que tampoco es eso. Te he preguntado por si acaso eras tú, sin más. Si te molesto, me piro y ya está. La chica detectó un cierto desasosiego en el semblante de Gabriel. Trató de mostrarse un poco menos hostil con él, señalándole el taburete contiguo para que se sentase. –Quédate, no sé cuánto va a tardar mi novio, porque no suele ser muy formal en eso de respetar los horarios. Así se me hará más amena la espera. Gabriel dudó entre aceptar la invitación, regresar a su puesto inicial o marcharse directamente. Era de los que se rendían fácil cuando no salían las cosas bien a la primera. No quería que el novio de Alba le viese sentado junto a ella cuando llegase, ya había tenido en anteriores ocasiones problemas con novios celosos. Optó por una situación intermedia, permaneciendo de pie junto a la joven. De este modo podría seguir echando un vistazo por sí aparecía la chica de la cita. –Así que te llamas Gabriel –dijo Alba– como el Arcángel. –Sí, digamos que soy un arcángel caído –respondió con las últimas reservas entusiasmo. Ella le rió la gracia a modo de cumplido. Comenzaba a sentir lástima por el chaval. Al principio le había parecido el típico ligón pelmazo, de los que utilizan cualquier recurso para resultar originales, supliendo de este modo las carencias estéticas. Ahora le parecía un perdedor. –Bueno, ya he esperado un tiempo más que prudencial –musitó Gabriel al cabo de un rato apurando su cerveza–. Me han dado plantón.
Al despedirse intercambiaron un par de besos por iniciativa de la joven, la cual deseó suerte a Gabriel en su próxima cita. Alba, al quedarse nuevamente en compañía de una eterna Coca-Cola, volvió a la carga con su móvil de pantalla táctil. Abrió en él un pequeño bloc de notas donde tecleó: “De la que me he librado. Menudo bajón. No intercambiar fotos tiene estos riesgos. Si hubiese sabido que este tío era así me ahorro el viaje. Menos mal que siempre tengo recursos para quitármelos de encima. Me ha dado palo no decirle la verdad, pero ya estoy harta de hacer obras de caridad. Creo que merezco otra cosa”. Esa misma noche, Alba alteró por enésima vez su perfil en Facebook, incluyendo una nueva foto aún más irreconocible. En su antiguo chat dejó de llamarse Aitana y creó una nueva personalidad a quien llamó Arantza. Le gustaban los nombres comenzados por la misma letra que el suyo.
Gabriel, conocido como “Casanova negro” entre los agentes policiales que rastreaban por internet su sangriento rastro, regresó de vacío. Esta vez le salió mal. Por feo.
Nº 74 Mil noventa y cinco días
Me senté en la mesa, como todos los días desde hacía tres años. Ya se había vuelto parte de la rutina. Esperé a que me atendiera el camarero, y como era costumbre me trajo el descafeinado de sobre y el croissant sin que tuviera que pedírselo. Ya eran tres años, mil noventa y cinco días, pidiendo lo mismo todas las tardes. Más de mil días tomando lo mismo y esperando a que él apareciera.
Desde donde estaba sentada veía perfectamente la puerta, de hecho, no dejaba de mirarla ni un solo momento. La gente entraba y salía, algunos solos, otros acompañados, algunos serios, otros sonrientes, cada uno haciendo su vida. No me interesaban demasiado, sólo quería verlo, sólo a él. Porque, para mí, él era diferente al resto del mundo.
Me costó media vida encontrarlo, lo busqué por todas partes, pero no fue fácil. La primera vez que lo vi fue solo por unos segundos, después nuestros caminos se separaron. Pero ese instante, esos pocos segundos, fueron los que me mantuvieron cuerda por tanto tiempo. Era tan bello, tan puro. Nunca había visto nada igual. El amor que sentí en ese momento me lleno tanto…
Lo busqué con la ayuda de los pocos amigos que tengo en este mundo, ellos me apoyaron, aunque muchos creyeron que estaba loca, ellos estaban dispuestos a ayudarme. Y les agradeceré por toda la eternidad que devolvieran la felicidad a mi vida. Me ayudaron a encontrarlo después de tantos años, sin saber por dónde empezar a buscar. ¿Cómo describes a una persona que sólo has visto una vez en tu vida por unos segundos?¿Por dónde empiezas a buscarlo?
Después de tantos años lo encontré en esa cafetería, trabajaba allí, atendiendo las mesas. Era alto, de intensos ojos azules, con una sonrisa impresionante que irradiaba amabilidad. Aún no me había atrevido a sentarme en su sección, me daba miedo hablar con él. Siempre temí su rechazo.
Todas las tardes me sentaba y miraba cómo trabajaba. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban y me dedicaba una sonrisa. Esos momentos eran los más felices de mi vida. Me miraba, y sonreía. Sabía que para él yo era una persona cualquiera, pero me gustaba imaginar que sólo me dedicada esas sonrisas a mi. Después, seguía trabajando, recogiendo las mesas, apuntando lo que quería la gente.
Muchas veces, después de tomar el descafeinado y el croissant, volvía a pedir otro, porque no quería marcharme, no quería dejar de mirarlo. Era lo único que llenaba de color mi vida, era mi esperanza, mi alegría. Pasaba horas y horas allí, quieta, observando.
Y muchas veces pienso que debo resultar triste, patética, mirando a un chico quince años más joven que yo. ¿Pero que haríais si os arrebataran a vuestro hijo nada más nacer? Yo era una niña, y ellos me lo quitaron. Después de tantos años lo encontré y no iba a dejar que se marchara así como así.
Nº 75 LOS CLUBS DE FANS
Desiderio Zapata, escritor de novelas de considerable éxito, tomó asiento en su lugar habitual, una mesa situada en el rincón más discreto del local, desde donde podía ver a placer las entradas de las diferentes personas, que conformaban la parroquia habitual del bar. En seguida el camarero, solícito, se le acercó y le preguntó:
─ ¿Lo de siempre, señor Zapata?
─Así es, Manolo, y ponme hoy doble de azúcar.
Desiderio, hombre de hábitos regulares, cada día se tomaba un café con leche y una tostada. Lo venía haciendo desde hacía veinte años, día tras día. Primero desayunaba, y después de que el camarero hubiera despejado el terreno, abría su cartera de gruesa piel marrón, muy desgastada por el uso, y sacaba de ella un fajo de cuartillas, que ponía encima de la mesa. Después sacaba su vieja estilográfica, y se ponía a la diaria tarea de trabajar en su actual novela, de la cual solo le faltaba un capítulo.
En esos momentos andaba el escritor con una duda bastante peliaguda, sobre el final que debía darle a la historia que tenía entre manos. Era una novela de acción con dos protagonistas hombre y mujer, que al principio de la trama no se conocen de nada, pero por capricho del destino se ven envueltos en una serie de peligrosas aventuras, y situaciones de extremo riesgo, de las que consiguen salir a duras penas, y que hacen que se sientan fuertemente atraídos el uno al otro.
La gran duda consistía en si debía hacer que muriera el protagonista masculino al final de todo. El novelista consideraba que la historia quedaría más “redonda”, si al final cuando los dos han vencido al mal, el hombre, que había resultado herido de gravedad por sus enemigos, no consigue superar esas heridas y muere. Esto le daría más dramatismo al relato, pero al mismo tiempo no sabía cómo iban a reaccionar sus numerosos y fieles lectores, sobre todo mujeres, que devoraban sus novelas, y que preferían que los finales fueran “felices” antes que trágicos.
Esta cuestión tenía que sopesarla muy detenidamente, pues al ser el novelista una figura sobresaliente de la literatura de “evasión”, tenía su club de fans, el más numeroso de toda España, y su presidenta, una devota rayana en la adoración hacia su ídolo. Como había hecho en sus últimas narraciones, Desiderio Zapata había dejado traslucir parte del argumento de la novela en ciernes, y toda la gran masa lectora, esperaba que el final fuera de la clase a que los tenía acostumbrados el novelista: flechazo entre el chico y la chica y remate con escena de muchos y apasionados besos, dejando traslucir la consiguiente boda.
En más de una ocasión, Desiderio Zapata había recabado la opinión de Manolo, el camarero. No en vano se conocían desde hacía muchos años, y el novelista apreciaba las críticas siempre bien razonadas que le hacía de sus relatos, siendo además un seguidor incondicional de toda su obra literaria. De modo que aprovechando que había pocos clientes en el bar, le hizo una señal para que se acercara, y cuando llegó le planteó la gran duda.
─La cuestión es muy problemática, señor Zapata. Sin embargo, pienso que por una vez podría hacer un final imprevisto para la historia. Esto supondría un golpe de efecto espectacular, que estoy seguro beneficiaría a la originalidad de la novela. Yo de usted me “cargaría” al protagonista. Estoy seguro que sus seguidoras, una vez pasado el primer disgusto, apreciarían el giro inesperado de la historia.
Desiderio Zapata decidió seguir el consejo de Manolo, el camarero, y “se cargó” al chico en la última página de la novela. Después, ya más relajado, habiéndose quitado ese importante peso de encima, guardó el manuscrito y fue a llevarlo a su editor, que desde hacía dos semanas estaba impaciente esperándolo.
Tres semanas después llegó la novela a las librerías y los kioscos de todo el país. El revuelo que se armó cuando la gente leyó el final de la historia, fue descomunal. Hubo tumultos en varias ciudades, y el novelista recibió numerosas mensajes de los más exaltados, que amenazaban con romperle las piernas, y algo más, por haberse atrevido a matar al chico, dejando a la chica compuesta y sin novio, con la ilusión que le hacía a ella.
El novelista, aunque estaba empezando a preocuparse de verdad por la situación creada, confiaba en que los ánimos se serenaran poco a poco.
Así fue. Al cabo de dos meses la gente dejó de hablar del tema y la última novela de Desiderio Zapata fue considerada la mejor de todas cuantas había escrito el ilustre novelista.
Un día, que como siempre, estaba el escritor en su mesa habitual, tomando notas y apuntes para su próximo trabajo, irrumpieron en el bar cinco personas encapuchadas, que armadas con bates de beisbol, se acercaron al escritor y empezaron a apalearlo con gran saña dejándolo en bastante mal estado, con fractura de cráneo y múltiples costillas rotas. Después uno de los agresores sacó una hoja de papel del interior de su guerrera, y lo dejó encima de la mesa. Antes que reaccionaran los sorprendidos clientes del bar, los cinco atacantes desaparecieron rápidamente, dejando al escritor con la cabeza apoyada en la mesa y un gran charco de sangre a su alrededor.
El camarero, que fue el primero en acudir a socorrer al infortunado escritor, leyó lo que había escrito en la hoja que habían dejado aquellos energúmenos:
“De parte de tu club de fans: Que sea la última vez que finalizas una novela, matando al protagonista. Tus lectores son gente pacífica que prefiere que las historias tengan un final feliz. No lo olvides.
Nº 76 GUREA
Pedro Salinas: ¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres!
Gurea, así se llama el negocio que mi familia regenta todavía hoy en día. Creo que ya son más de treinta los años que lleva abierto el bar con ese nombre-pronombre y pocos son en la ciudad los que no lo conocen, a menos de oídas. Podía contar muchas historias, pero voy a contar la nuestra.
Yo tenía cinco años cuando mi padre se cortó dos dedos de su mano izquierda. Trabajaba en una fábrica de plásticos en Oricáin. El cortarse dos dedos no hizo que le cambiasen de puesto de trabajo. En aquellos años los dedos iban y venían, hasta que tres años más tarde, cuando yo tenía ocho, se cortó otros cuatro dedos de la mano derecha.
Fueron tiempos muy duros. Veía a mi padre sin seis dedos y con seis hijos. Yo, como era la sexta y más pequeña, me tocó jugar con él a la pelota en el salón inmenso de mi casa. Y digo inmenso, porque era un lugar demasiado grande y vacío para no poder hacer casi nada. No había dinero para amueblarlo.
Veía todas las mañanas a mi padre sentado en una silla, al lado de la ventana, cabizbajo, mirándose una y otra vez las manos, sin decir nada, sin poder hacer nada. A veces escondía su cara entre las manos sesgadas por el trabajo.
Se había convertido en un inútil. Sin dedos en las manos, poco se puede hacer, no ya cumplir grandes sueños, sino las acciones más simples, cotidianas y necesarias. Al principio le costaba comer. Tampoco podía ir a tomar algo con los amigos, pues no podía sujetar el vaso con la palma de la mano. Así que permanecía inmóvil en el salón, un hombre, fuerte como una roca, pero sin poder ni tan siquiera firmarme los papeles para ir a la excursión del colegio.
Yo me solía acercar a él, despacito, por detrás, queriendo jugar, le rodeaba con mis brazos. Le acariciaba, le peinaba con mis dedos su pelo moreno y le decía cosas bonitas, como papá te quiero mucho. Y sobre todo jugábamos, jugábamos con nuestras pelotas, la verde y la roja. Con las pelotas, poco a poco fue recuperando el movimiento en las manos entumecidas, tanto por el dolor físico, pero sobre todo por el dolor sobrecogedor de no ser capaz de trabajar más para sacar a la familia adelante, con una pensión de invalidez mísera. Poco a poco fuimos avanzando, él y yo. Yo a un lado del largo salón y él, al otro, lanzando al aire las pelotas. Nos las tirábamos el uno al otro y poco a poco, no se nos escapaban. Eran juegos sencillos, lejos de los que hacen algunos malabaristas callejeros, pero suficientes para cobrar ánimos para empezar a tener fuerzas para dar paseos por la ciudad. Largos paseos que eran para nosotros grandes excursiones, grandes logros.
Con el tiempo en aquel salón inmenso y vacío, empezamos a hacer puzzles juntos. Los hacíamos al principio de pocas piezas, luego de cien y después ya de más, hasta de mil. Él señalaba la pieza y yo la colocaba con mis manos pequeñas y ágiles. Aprendí rápido y a veces le ganaba. Mi mente se volvió tal ágil como mis dedos, así que acertaba antes que él qué pieza debía colocar. A través de aquellas diminutas piezas íbamos completando el puzzle de nuestra vida. Pero los puzzles, pequeñas obras, no daban para pagar los carros de comida que mi hermana tenía que acarrear cada día hasta casa.
Un día vinieron mis hermanos con una idea. Habían pensado en ponerse a trabajar los cinco juntos, pues habían oído que el Etna, un bar nocturno del barrio, estaba en venta. Costaba mucho dinero, pero creían que con mucho trabajo, y sobre todo, si todos trabajábamos incansablemente podía salir adelante.
Hubo discusiones sobre el nombre, si en castellano o en euskera, al final salió Gurea, “nuestro” o “el nuestro”. A mí al principio no me gustó mucho el nombre, pero hoy, treinta años después, creso que acertamos. Efectivamente, es nuestro, pero sobre todo nos ha dado el pan de cada día y la pieza que faltaba a nuestra vida. A mi padre, que durante todos los años que vivió y que trabajó día y noche, levantándose a la seis de la mañana para abrir y dar desayunos y casi., casi durmiendo allí, nunca le oí ni una sola palabra de queja, jamás, ni tampoco ni un solo mío o tuyo, sino siempre lo que salió de su boca fue un nuestro. Esa ha sido y sigue siendo la pieza: gurea.
Nº 77 PATÉTICO
Un vuelco al estomago. La puerta vieja vuelve a chirriar y sé que alguien nuevo entra. Nadie más levanta la mirada para ver de quién se trata. Bueno, tal vez la camarera, pero es distinto. Ella lo hace sin ganas. Para ella es más trabajo, más ruido, más que limpiar. A mi, cada desafino de esa vieja puerta, me devuelve vida.
Pero también me la quita. Cuando alzo la mirada, entre el miedo y la ansiedad, cada cliente no deseado me apaga todas las ilusiones. No puedo evitarlo.
Me digo a mi mismo que los nervios no me ayudan, que mucha gente debe entrar antes que ella. Me intento calmar entre chirrido y portazo. Me engaño pensando que el periódico puede distraerme. Paso las páginas fingiendo leer los titulares, aunque a esa velocidad sería impensable para mi ritmo de lectura…Pero eso nadie lo sabe, por lo menos con él puedo disimular algo la escena, tan típica que me da vergüenza, y pretendo hacer ver que no espero a nadie, que me encanta desayunar solo. Las mesas de al lado ya empiezan a sospechar y me miran de reojo.
Lógico, disimulo fatal.
Otra vez la puerta. La taza de café tropieza con el plato al bajarla bruscamente. Los de alrededor me miran, cada vez con más motivos. Se que están pensando que soy patético. Puede que lo sea. Pasarse media mañana mirando una puerta y un reloj es algo ridículo desde fuera. Pero cuando uno es el protagonista, a pesar de ser ridículo, merece la pena hacerlo una y mil veces. Unas gotas de café han caído sobre mi pantalón. Cojo dos o tres de esas servilletas de papel que por supuesto no secan en absoluto. Patético, patético, patético.
Entre tanto intento de evitar una mancha segura, una sombra no me deja distinguir el café del pantalón. Miro hacía arriba. ¡¿Pero qué estáis haciendo?! ¡Está a punto de llegar y yo bloqueado! Servilletas, café, manchas,…
– Hola vida.
Llegó. Esa sonrisa, mi luz, mi vida.
Qué patético. Si, vosotros, los de las otras mesas. Ya sé por que seguís mirándome. No tenéis la suerte de esperar a alguien.
Nº 78 Mi verdadero amor en el paraíso.
Era un día de tormenta cuando llegue a una estancia para hospedarme, era un lugar hermoso las cabañas miraban asía un lago. En el aire se sentía una hermosa fragancia de la tierra mojada. Al desempacar la valija alguien golpea la puerta de mi cabaña, cuando abro un hombre alto y de buen parecer me dijo
Si necesitaba algo estaba a mi disposición, yo se lo agradecí _pero en este momento no necesito nada_ le dije entonces él se marcho. Yo me quede pensando en ese hombre tan apuesto .Que quería volver a verlo. Todo el primer día llovió. Luego después de pasar la primera noche en esa cabaña, al la mañana salió el sol, cuando fui afuera me encuentro con otras chicas Que, estaban por ir a escalar en las montañas pero no pudieron porque el camino estaba muy empantano so. Quedamos todas en la cafetería de la estancia y allí entraron tres hombres el cual uno de ellos era el que, me ofreció su ayuda. El me saludo y se presento a las otras mujeres que, estaban conmigo, luego fue con sus amigos. Mientras estuve en la cafetería este hombre llamado Rafael no sacaba su mirada de mí. Al sentirme observada me levanto y me voy con mis nuevas amigas. Algo me pasaba cuando estaba cerca de él y todavía no sabía ¿Qué? Conté a mis nuevas amigas lo que, me pasaba ellas me dijeron que tal vez era amor a primera vista, yo le respondí que, era imposible enamorarme porque no creía en el amor, y mucho menos venir a enamorarme en mis vacaciones sabiendo que, tendría que, regresar a mi casa y con las manos vacías. Así paso esa mañana y llego la noche donde se aria una cena en la estancia. Fui a ponerme una buena vestimenta para la ocasión y cuando llegue a la estancia estaban bailando, me dirijo a la mesa donde estaban los tragos y allí
un hombre me toca la mano era Rafael, el cual me invito a bailar, yo muy sonrojada le dije que no me gustaba bailar, el me pregunto_ ¿si no me gustaba o no sabía? Entonces yo respondí que si sabia pero no me gustaba _ el con una vos desafiante me dijo _yo pienso Que, no sabes-entonces acepte bailar con el.
Cuando estaba en sus brazos, mi corazón latía muy fuerte me pareció que, el también se avía dado cuenta yo, no sabía que el también avía sentido que, su corazón latía como una manada de caballos.
Paso esa noche el me acompaño hasta mi cabaña yo le pregunte ¿Que, asía en ese lugar? el me respondió que se estaba escapando de un amor el cual fue su peor engaño. El me pregunta si yo creía en el amor a primera vista yo le dije _no. Entonces me voy dijo el yo le pregunte_ ¿Por qué? El me dijo _ desde que te vi no has salido de mi mente y de mi corazón _yo sin cruzar palabra lo beso y sentí que, el pecho se me iba a salir y le dije _creo que, yo también te estoy amando. Charlamos toda esa noche caminando bajo las estrella en esa hermosa estancia. Así pasaron los días y llego el momento de irme esa mañana amanecí muy triste devuelta, volvería a mi casa, a mi rutina y a mi soledad, pero alguien golpeo la puerta, cuando la abro estaba el, con sus maletas y me dijo _me encantaría quedarme en este hospedaje porque es un sueño aquí encontré a mi verdadero amor pero ella se va, y yo con ella. En ese momento no entendí nada y le pregunte que, quería decir con lo que, se iba y él me dijo _me iré contigo si tu quieres puedes vivir conmigo en mi departamento. Y así ahora soy su esposa, nuestra luna de miel fue en esa maravillosa estancia y todos los años vamos allí en la misma cabaña.
Nº 79 17
Con una sonrisa en la boca cerró su portátil, aún le quedaban un par de llamadas por hacer, y tan solo unos minutos para verlo.
Le encantaba aquella sidrería, era sin duda alguna su sitio, ese olor entremezclado a serrín y sidra, no concebía una vuelta a casa sin pasar por allí.
Estaba inquieta, feliz, aunque cierta nostalgia invadía su cuerpo, se arrepentía haber dicho “si” cuatro meses atrás.
Entraron por la puerta y se colocaron en la barra, del resto se encargó el, como de costumbre.
No sería capaz de calcular cuánto tiempo estuvieron pegados a la barra. Solo se acordaba que había ido al cuarto de baño y cuando volvía riéndose como de costumbre, en una mesa sentado, se encontraba él,
Rápidamente se quitó las gafas, se colocó el pelo, había esperado aquel momento 17 años. Solía decir a sus amigas que era la única persona que le podría hacer temblar y la única que tenía en sus manos cambiar su vida.
A la izquierda en la barra él, a la derecha en una mesa él. Comenzaron a hablar, apenas podía recordar lo que le había dicho, tampoco lo que el le había contado.
No había pasado el tiempo, seguía como la última vez que se habían visto, los dos sentados en el césped, bastaron un par de frases para saber que él había escogido su camino, lejos del de ella.
Miles de pensamientos se agolpaban en su cabeza, de repente se dio cuenta que su móvil estaba sin batería, que no se sabía el número, que no podía girar la cabeza a la izquierda y preguntarlo, no se atrevía a preguntar el suyo tampoco, demasiadas explicaciones…..
Le había dicho que volvería a finales de mes ¿porque no le había dado el teléfono de casa de sus padres?
No se acordaba como se habían despedido, solo que se giró a su izquierda apenas 3 metros y se volvió a tomar un culin de sidra, en cinco minutos les ofrecían una mesa en el interior, volvió a girar su cabeza a la derecha, de repente había demasiada gente en aquella mesa, “quien sabe probablemente se haya vuelto a casar”, pensó.
La puerta se cerró con el viento, no sabía que pasarían muchos meses hasta que pudiese volver a aquel lugar, ahora tan solo se preguntaba si algún día volvería a verlo.
Nº 80 ONE CALAMARI, ONE TORTILLA.
Cuarenta y ocho años y sin patria, por lo menos legalmente hablando. Cubano de nacimiento, marido infiel, padre devoto, vagué por el mundo buscando un futuro mejor para mi hija. República Checoslovaca, Bulgaria, Estonia, Lituania… Finalmente Reino Unido, Europa me cobijó en la sombra, porque yo no pertenecía ya a ningún sitio, el Gobierno de Castro jamás admitiría mi entrada en la isla a no ser que consiguiera otra nacionalidad y pudiese entrar en calidad de turista.
Llegué a Bristol, los principios fueron duros, como en todas partes cuando tus papeles no te acompañan, la lengua y las gentes no son conocidas y te ves obligado a hacer los peores y menos remunerados trabajos. A los meses, a través de un amigo, llegué a La Tapa, un restaurante español situado cerca del Groove, buscaban un barman. Me presenté ante Juan, el encargado, manager como lo llaman aquí. Era un español que llevaba varios años afincado en esta ciudad y que mayoritariamente contrataba españoles para ayudarles cuando llegaban y aún no sabían desenvolverse, era serio, me pareció honesto y tras la entrevista empecé a trabajar allí. Exceptuando la parte de la cocina, el equipo de La Tapa estaba formado en su mayoría por chicas, Juan decía que las chicas jóvenes son más constantes y trabajadoras que los muchachos, y desde luego no se equivocaba. Algunas de ellas, las que llevaban menos tiempo, apenas se defendían con el idioma, pero se comían el salón y suplían su falta con el salero y simpatía típicos de los españoles. “One calamari, one tortilla”, cantaban siempre con guasa por la sala. Nunca había estado en España, pero me sentía ya un español más, entre tapas de jamón, platos de paella y sangría. Y por supuesto entre las niñas.
Poco a poco, me convertí en la mano derecha de Juan, él se encargaba de contratar el personal, de los pedidos, el papeleo… Pero el salón lo llevaba yo. Papi, como me llamaban las niñas, se convirtió en la palabra más pronunciada del restaurante. Papi esto, papi lo otro… Me volvían loco, pero esa clase de locura que vuelve loco a un padre con sus hijas, que fue en lo que se acabaron convirtiendo todas y cada una de las chicas que pasaron por allí. A parte de los problemas típicos del trabajo, acababan contándome todo tipos de problemas personales: un novio que las dejaba, otro que llegaba a sus vidas, una pelea con una amiga… Y yo recordaba con nostalgia a Yanisbel, mi única hija de diecinueve años, pensaba en si habría alguien más haciendo de padre para ella, si también le romperían el corazón o si sería ella la que se lo rompiese a los demás.
El 20 de septiembre de 2008 hubo una inspección de trabajo y me llevaron preso, no tenía permiso para trabajar ni vivir en Reino Unido, tampoco para volver a Cuba, ¿dónde debía estar? Mis españolitas, como las llamaba yo, se presentaron en comisaría con pancartas pidiendo mi libertad e hicieron una recolecta de dinero para ayudarme. Aún así, me subieron a un avión para deportarme, aunque claro, la cuestión era a dónde. Me llevaron hasta Cuba para nada, crucé en menos de 30 horas dos veces el Pacífico, una para ir, la otra para volver, no les quedó más remedio, ya que las autoridades cubanas no permitieron mi regreso. Yo miraba el océano y pensaba en Yanisbel, tan cerca, tan lejos.
Vuelta a Bristol, estudiaron mi caso, ¿cómo podían denegarme el permiso a trabajar si debían darme asilo? Las cosas se calmaron y gracias a la tenacidad de Juan, para el cual ya llevaba tres años trabajando, y el apoyo incondicional de las chicas conseguí mi residencia.
Ha pasado un año y medio de todo aquello y en pocos días iré a Cuba otra vez, como turista, podré sentir mi tierra y como padre podré volver a abrazar a Yanisbel. He ido a despedirme de las niñas del restaurante, estas van a ser mis primeras vacaciones en casi cinco años y me va a costar estar lejos de esas niñas que siempre me miran sonrientes. Miro a las que están ahora: Lourdes, Mar, Mariló, Lorena, Joana, Yunia, Reyes… Y pienso en las que se fueron y aun así siguen estando: Loli, Tonia, Julia, Mamen, Saray, Natalia, Monia, Dayana, Lucía, Pilar, María…
-Papi, pórtate bien.- Me dicen.- Y dale un beso a tu hija de nuestra parte.
-Ay mis niñas, dénle duro mientras no estoy… ¡Machete con ello!- Contestó yo mientras se ríen.- Las voy a extrañar.
-Papi,- gritan mientras tomo el pomo de la puerta para marcharme de una vez- ¡One calamari, one tortilla!
Una lágrima asoma mis ojos, así que me voy sin mirar atrás. ¡Tengo tantas cosas que contarle a Yanisbel!
Nº 81 SOLA
Dos y cuarto de la madrugada.
Comencé a caminar ensimismada hacia ningún sitio intentando ordenar en mi cabeza todo lo que acababa de suceder. La bruma de la noche gélida, que apenas dejaba intuir el perfil de la luna, contribuía a incrementar el sentimiento de tristeza que me asolaba. Ahora todo se había derrumbado. ¿Cómo era posible que dos personas que habíamos compartido tanto nos hubiéramos dicho semejantes barbaridades? Al final, tres años tirados a la basura y de nuevo la soledad.
Entré en un bar que extrañamente permanecía abierto a esas horas. Unas cuantas mesas de formica con las sillas encima, apiladas del revés, trozos de humedad en el suelo recién fregado y un vaso con tres margaritas de plástico al final de la barra, no eran los ingredientes idóneos para combatir mi frustración; pero no tenía alternativa.
Estaba casi vacío. Al fondo del corredor, unos novios restregaban sus cuerpos en una amalgama de abrazos, escotes y sudor. El ruido lejano de un lavaplatos atronaba machaconamente en mi cabeza, y el parpadeo estúpido de un fluorescente estropeado entrecortaba las imágenes de mis recuerdos. Pedí un café bien cargado y busqué una mesa apartada de los jadeos de la refriega juvenil. Me dejé caer en la silla mientras la nostalgia me retornaba a escenas absurdas, que hacía tiempo que tenía olvidadas. Con absoluta desgana rasgué el sobre de azúcar y comencé a remover el café, sola con mis pensamientos y sus mentiras.
Una voz que me pareció tierna me hizo volver a la realidad:
– ¿Quiere que le cambie la taza? Se ha derramado un poco de café al moverlo.
– No, no, gracias. Está bien así, contesté sin poder dejar de mirarle a los ojos.
Brillaban.
Me mantuvo la mirada unos segundos, sonriendo como un embaucador de feria. Un poco confundida, bajé la cabeza y me puse a recoger con una servilleta de papel el café caído sobre la mesa. Cogió mi mano lentamente y la apartó con delicadeza sin decir nada. Limpió el café derramado y se llevó la taza, mientras yo moldeaba con la mirada su figura de espaldas, desafiante y perturbadora.
En un instante había traído dos nuevos cafés y se situaba frente a mí con una propuesta de tregua. Estuvimos hablando toda la noche. De la vida, de él, de mí, de su perro, del otoño. Reímos, nos exploramos, más café, dos copas y un alto el fuego en medio de una batalla sin muertos. Una tras otra fueron transcurriendo las horas. No sé cuándo nos dejaron solos y no recuerdo si el lavaplatos dejó de funcionar, o si el fluorescente al final terminó por fundirse. Solo sé que fui feliz en aquel bar.
No lo he vuelto a ver. Han pasado tres días y no puedo apartarlo de mi cabeza. Tengo sus miradas y sus risas clavadas en mis entrañas.
A lo mejor, simplemente, es que me he enamorado.
Nº 82 SI UNO QUIERE COMER, COME
– “Buff chicos, creo que deberíamos para de andar un poco, tengo los pies molidos. No os parece que sería un buen momento para ir a comer, yo al menos tengo hambre, por favor!!”.
Les rogué a mis amigos con tono lastimero para que se apiadasen de mí. Llevábamos desde las 8 de la mañana en pie y no habíamos parado de caminar por toda la ciudad. Beijing puede ser una ciudad emocionante, deslumbrante, pero con la barriga llena las cosas se aprecian mejor. Y después de haber visitado el templo del cielo, y la ciudad prohibida, para la tarde nos quedaba un reto apasionante, sumergirnos en el mercado de la seda, mercado cuna del regateo, en el que debíamos de ir bien alimentados pues este ejercicio supone un gran desgaste.
Convencidos mis amigos, y según caminábamos por el hutong (barrio humilde), pequeños restaurantes se ofrecían repletos de gente local, que incluso sentados en la calle en pequeños taburetes y mesas de madera, comían apresurados cuencos de arroz con guarnición de verduras algunos, sopas de aspecto raro otros, y platos de manjares difíciles de adivinar el resto.
Encogidos, curvados, muchos de los chinos locales que raudos devoraban su comida, proyectaban una sensación diferente a la que nosotros entendemos que es el acto de sentarse en una mesa. Manejando los palillos con destreza, estos eran hundidos en el cazo y acercándose el recipiente a la boca, engullían grandes dosis de alimentos.
Esta visión, aderezada con la que el entorno proporcionaba, calles estrechas, desbaratadas, con una maraña de cables eléctricos y de teléfono que sobre nuestras cabezas se enredaban entre postes, casas y farolas, todo, hacía disfrutar del sabor de lo cotidiano, de lo humilde, de aquello que se tiene que apreciar más allá de las rutas habituales de turistas.
Pues bien, navegando por este contexto y después de sopesar varias opciones, decidimos entrar en uno de estos restaurantes para saborear la comida local. Nada más entrar, una pequeña y delgada mujer, con la sonrisa y amabilidad característica de los orientales a la hora de recibir a los extranjeros, nos acomodó en una mesa circular que contaba con un típico cristal central que giraba en el interior de la mesa.
A los pocos segundos aparecieron de la nada, como si de soldados Ninja se tratasen, cuatro camareros que en un tiempo record, ya les gustaría a los mecánicos de fórmula uno, adecentaron y prepararon la mesa con todos los utensilios necesarios, mantel, servilletas, palillos, cuencos, etc. Acto seguido, y como siguiendo un ritual perfectamente descrito y programado, la misma chica que nos había acomodado se ofrecía ya, amable y sonriente, para comenzar a tomar nota. La expresión de todos nosotros fue, “Madre de dios!!, pero si todavía no me he quitado ni la chaqueta”.
Como es lógico, le solicitamos unos ejemplares de cartas que rápidamente nos fueron expuestas en la mesa. Menos mal que existía quórum en todo el grupo en lo que se refiere a la bebida, y aprendida la palabra mágica “Pijou” (en chino Cerveza), la pudimos colmar el deseo de tomar nota cuando menos con la bebida.
Pero lo mejor estaba por llegar, todas las cartas estaban escritas en chino, y nuestros conocimientos ni por asomo llegaban a interpretar ninguno de los signos que allí figuraban. De nuevo con la mujer china esperando para tomar nota, la preguntamos si sabía algo de inglés, para ver si con el idioma de Shakespeare nos podíamos apañar. Pero la mujer con un gesto negativo dejó claro que no sabía nada.
Entre nosotros empezó a surgir un sentimiento de zozobra y amargura, y después de haber salvado el difícil momento de decidir a que lugar entrar para comer, se nos presentaba la complicada afrenta de comunicarnos para solicitar unos platos de comida. ¿Qué íbamos hacer, cómo nos podíamos arreglar?.
La solución surgió en ese momento (el hambre agudiza el ingenio), y funcionó de manera excepcional. Uno de mis amigos representó con dos dedos sobre su cabeza a modos de cuernos, y exclamando “Muuuuuu” a una vaca, en mi caso y con más timidez exclamé “Oink, oink, oink” con la ilusión de solicitar un plato de cerdo agridulce, y un tercero, para completar la comedia, rizo el rizo, y con sus brazos encogidos sobre sus costados moviéndolos de fuera hacia dentro, más exclamando “Popopopoooooooo”, pretendió solicitar algo de pollo.
La cara de la mujer china que tomaba la comanda, no podía reprimir proyectar risas, y teniendo en cuenta que suelen ser personas muy vergonzosas, pasó un momento embarazoso, que sumado a las miradas sorprendidas de camareros y resto de clientela china, nos dejó un momentazo mágico-artístico que os relato. ¿A que si se quiere comer, se come?
Nº 83 CENA PARA EL RECUERDO
El camarero le acababa de servir el vino que había solicitado y aguarda paciente al lado de la mesa a que el cliente degustara su sabor. El cliente cogió la copa que acababa de llenar al camarero y con un leve movimiento de muñeca observó la textura y el color rojo de aquel tinto.
La luz del restaurante era tenue y la atención del cliente estaba centrada en la copa de cristal que ahora acercaba a su nariz para poder apreciar los olores intensos de aquel vino.
Cuando había acabado de degustarlo y se dirigía a darle su visto bueno al camarero su voz se paralizó, sus sentidos se congelaron y su mirada se fijó en aquella joven que acababa de entrar por la puerta; no sólo por su belleza, su sencillo porte y la delicada sonrisa que cubría sus labios sino porque conocía a aquella chica, pero no recordaba de qué.
El tiempo se detuvo en la mente del cliente, mientras su mente comenzó a trabajar a toda velocidad, un aroma, un paisaje, un tiempo pasado y un recuerdo llegó a su memoria; era Laura, la primera chica a la que había besado en las playas de Lekeitio, aquel verano de hace tantos años que la memoria había dejado de contar el tiempo. Era su primera novia, con una belleza detenida en el tiempo y una dulzura que no debió nunca haber olvidado.
De repente cerró los ojos y se encontró en la playa, a su lado, riendo, tomando un helado y mirando como rompían las olas sobre el camino que lleva al pequeño islote que corona el bello pueblo costero.
El tiempo volvió a cobrar vida, las manillas del reloj corrían a toda prisa, al igual que el corazón del cliente de la mesa cuatro, aquel solitario cliente que acudía todos los jueves para degustar el nuevo plato de la carta y un buen tinto, que previamente cataba con gusto y paciencia.
Laura entró distraída en el restaurante y buscó a su acompañante , mientras la mirada del cliente de la mesa cuatro, Jorge, se dirigió hacia el fondo del restaurante, en busca de su acompañante, guiando son su mirada sus pasos y con sus recuerdos el corazón de la joven, como queriendo llamarla pero temiendo ser descubierto por ella.
Era un joven apuesto el que la esperaba, elegantemente vestido, cuyos ojos brillaron al ver a Laura dirigirse hacía su mesa . Como un buen caballero se levantó para ayudarla a sentarse y comenzaron una conversación agradable y alegre.
Jorge, volvió a su mesa, a su presente, a la soledad de su vino y a degustar el sabor de la Lubina a la Espalda que le acababan de servir, y trató de recordar qué fue lo que pasó entre él y Laura, su primera novia, promesas incumplidas, amores juveniles, veranos en los que el sol y el cielo despejado hacen que las cosas parezcan más sencillas y que el tiempo que está por venir nunca te defraudará.
El camarero que había servido la cena de Jorge, contempló el rostro de su fiel cliente, aquel que lloviera, nevara o estuviera cansado acudía cada jueves a la misma hora al mismo restaurante y pedía la misma mesa, la cuatro, para degustar el nuevo plato de la carta. Y viendo por primera vez en tanto tiempo esa chispa en sus ojos, esa mirada posteriormente perdida y nostálgica fue su cómplice y le devolvió una mirada amiga, una mirada llena de afecto comprensión.
Jorge cogió el tenedor de cuatro púas y degustó ese rico pescado , que todavía caliente esperaba deleitar el paladar de aquel cliente.
Cerró los ojos y se dejó llevar por las olas que rompían sobre el pequeño islote que preside el bello paraje costero de Leketio, comenzó a escuchar las gaviotas, notó la brisa salada sobre su rostro, le pareció estar comiendo un helado de chocolate mientras el sol le bronceaba la cara y sintió que el tiempo no había pasado, que era aquel joven que soñaba con ser arquitecto y construir bellos y emblemáticos edificios en su ciudad y viajar por todo el mundo.
Al abrir los ojos leyó en su móvil un mensaje: “ Jorge , recuerda traer mañana escaneados los planos del nuevo edificio”, lo apagó y siguió degustando aquel sabroso plato mientras decidió que aquel fin de semana iría de excursión a la playa, hay cosas que no se deben postergar tanto tiempo se dijo, y pensó de bueno en las olas rompiendo sobre aquel islote que tanto añoraba.
Nº 84 EL HOTEL REGIS
Eso sí que era dicha, me lo puedo imaginar, cuentan los que lo vivieron que fué el hotel por excelencia en sus mejores épocas.
Se daban cita todo tipo de personajes del momento desde políticos hasta las muñecas de la casa de la Bandida pasando por estrellas del cine nacional e internacional personajes del mundo del deporte así como todo tipo de personas de la sociedad en general, lo que se dice todo un lugar
Si, las muñecas de la Bandida que iban a consentir a clientes especiales en baño matutino de vapor, si supiera las historias que se cuentan hasta de presidentes que barbaridad, pues si el hotel Regis tenia todos los servicios desde peluquería, restaurante, bares, tabernas cafetería, farmacia, cine, salones de baile, centro nocturno y por supuesto habitaciones…
Y hablando de habitaciones, entre las historias que se cuentan es que en una de las remodelaciones por allá de los años cincuenta le hicieron la suite presidencial con todo el lujo imaginable, habitación exclusiva para las grandes personalidades del momento: entre las personalidades que las paredes de dicha habitación albergaron estuvo Frank Sinatra y su hermosa esposa Ava Gadner y también se dice que cantó a dúo con Pedro Vargas acompañados al piano por Agustín Lara y de público la no menos hermosa Maria Félix esposa de Agustín en esa época en el Capri no menos famoso centro nocturno del hotel; se lo pueden imaginar fama con fama y lujo sobre lujo y belleza contra belleza.
Es grande la lista de personalidades que se hospedaron en dicho hotel y mucho más larga la lista de historias que hasta el día de hoy siguen vivas…
Como tal vez las últimas que quizás algunas quedaron plasmadas en las planas de los periódicos ya que las paredes del hotel se derrumbaron para siempre el 19 de septiembre de 1985 como una consecuencia del temblor que sufrimos en la ciudad de México.
Pero existe una historia que se manejo en los ámbitos políticos cuando expropiaron el predio donde se ubicaba el hotel con el pretexto de hacer áreas, verdes: por más que insistieron los dueños y se ampararon y a pesar de pertenecer a una familia de empresarios de prestigio, no lograron convencer al presiente en función.de. Convertir el predio en una absurda plaza de concreto.
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Nº 85 La marca
Mi novia Ane, y yo, nos habíamos animado a alquilar un céntrico piso, cercano a la
estación de la FEVE. Un chollo el precio, un desastre su estado de conservación. Cuando
entramos, apenas había muebles; un par de butacas rojas, una negra mesa de comedor que
rápidamente pintamos de blanco, y un desgastado y manchado sofá. Aunque la cocina
disponía de los electrodomésticos más básicos, el baño distaba mucho de ser perfecto; más
adelante, tuvimos que hacer algunas reformas. De todas maneras, el piso enseguida empezó
a recobrar vida (llevaba meses deshabitado), al recibir con evidente alegría nuestros propios
trastos: colchón, somier, sillas, televisión, microondas, platos, vasos, libros. Con el tiempo,
una vez realizados los arreglos más urgentes, nuestros problemas domésticos tomaron, poco
a poco, un cariz más decorativo. Fueron las paredes, que cumplían sin problemas su función
más básica (la de cobijarnos), las que empezaron a destacar demasiado; y no para bien. Lo
reconozco, algunas estaban, y están, muy deterioradas.
Ayer fue el día de nuestro primer aniversario. Se daban dos circunstancias que nos
permitieron alcanzar un rápido acuerdo respecto a la correspondiente celebración. Por un
lado, era sábado; por otro, se inauguraba, en el local del bajo de nuestro bloque, un
restaurante chino. Ambos firmamos con un beso un tratado por el que ella, sacrificando la
idea de acudir a un lugar con más clase, y también a cambio de sufrir de una más que
probable descomposición programada para el día de hoy, tenía en cuenta que nos íbamos a
ahorrar cierto dinero para poder destinarlo a la compra de una muy necesaria pintura. La parte
del vil acuerdo que me concernía a mí incluía el disfrute de una ilimitada sesión dedicada a la
más pecaminosa de las gulas (me zampé algo así como trescientos gramos de salmón fresco
en tiras), consistiendo mi expiación en dedicar la mañana de este domingo a lijar las paredes
del salón. Algo que no ha llegado a ocurrir; aunque Ane sí que ha tenido que visitar el baño
con un poco de urgencia. Justo antes de marcharnos a comer a un conocido, y distinguido,
restaurante, cercano a la ría, al cual le he invitado yo.
Todo iba bien ayer hasta que llegó el momento de los postres; en el que precisamente
ella se fue al baño. Volvió a la mesa en la que estábamos cenando con un rostro cuyo tono
era más pálido que las sábanas del Carlton (y que conste que sé de lo que hablo, porque en
mis tiempos estuve trabajando en este hotel como camarero de habitaciones).
Joseba me dijo, como asustada, a la vez que intentaba cogerme la mano
izquierda una de las baldosas del baño me ha hablado.
Yo estaba a punto de llevarme una tercera, y generosa, ración de flan casero a la
boca. Dejé la cuchara con su carga sobre el plastificado platillo.
¿Qué dices? ¿Estás bien? ¿Te ha sentado mal el sashimi? la asalté con este tipo
de preguntas, hasta que me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo.
He empezado a escuchar una voz masculina. ¿Y sabes lo que me ha dicho? Es
increíble. Que me ha reconocido. Que lo que me hablaba no era sino uno de los azulejos que
echamos a la basura cuando hicimos la obra en nuestro propio baño. Que los chinos le
secuestraron. Que el pobre lleva ahí medio pegado más de dos meses. Por fin, lo he
localizado cerca del techo, justo encima del lavabo. Se movía. Estaba como epiléptico,
bailaba.
Un momento, Ane. ¿Hay algo que hayas probado tú esta noche, y no yo? Piensa
un poco.
Me soltó la mano. Hurgó en su bolso. Puso sobre la mesa una blanca losa de baño,
de las cuadradas, de las de toda la vida. Y la reconocí; delante mío, vi, en una de las esquinas
del azulejo, una marca que pintamos Ane y yo con un pintalabios una noche en la que nos
desfogamos en el baño. Inconfundible.
Tú eres el que deberías pensar un poco dijo ella, levantándose de la mesa, y
dejando el restaurante.
Nº 86 CONSOLACION A TIMSHA*
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Timsha sueña con un dedal de té casero. Viento. Queso fresco y nata agria. Mama. Ashia; un nombre que sabe a agua fresca, dulce, con cuidado. Timsha se siente mal al perder el tiempo, como las ciruelas claudias se agrietan al final del verano, cuando todo revienta y explota.
Un inmigrante menor ha dado a parar a un centro de acogida, donde, la comida tiene a todo el patio dando gritos por el rechazo que produce. Hay un vigilante cegato, cegato, de uniforme sucio, barrigudo, con cara de jabalí verrugoso que nunca atinó al hocicar y que al de cinco pasos de iniciar su concienzuda primera ronda periférica, debajo de la higuera se duerme tieso, con la cabeza a punto de rodar. Tras un concierto de arruos magnetofónicos al punto despierta e intenta disimular aquello a la vista de todos. Este hombrecillo canijo, que todas sus fuerzas las acumula a la hora de comer unos callos con tomate, gusta recitar entre risas de pirata a los chicos: ¡Salve, hijos! ¡Dios os salve, callos, llenos estáis de vicios, Satán es con vosotros, y sanos vosotros sois entre todos los callos de Rey! ¡Dios os guarde a todos! ¡Estáis apañados! ¡Ya podéis despediros de vuestros sacramentos y morcillas! ¡Y de Trespaderne!… ¡Exprimid el zumo de limón, como todo el oro del día! ¡Esto es buena vida!
A ellos. Los chicos. Tan alejados culturalmente del idioma del bate y de esos platos que el vigía sueña despierto como si del mapa del tesoro se tratase, solo les resta esperar:…el encebollado, los guisos de liebre, el pescado con salsas, la tortilla; y los melindres: turrón de sésamo, galletas con granos de amapola, frutas, cigarrillos…el estomago siente un pequeño bienestar. Su boca bosteza. Los ojos se angostan por una dulce somnolencia. Primero es como una embriaguez, le parece, al dormirse que la solidez del mundo cede ante la ligereza del sueño. El sueño. La vehemencia de sus deseos suspendida en un abandono completo. Sostiene un cigarro con sus manos insistentes y rollizas. Se le escapa el mechero de las manos y ya no oye el sonido claro que hace sobre la madera hueca, sino solo arena sobre arena. Acurrucado ya en postura de cuerda desordenada…y los picaros, mejor dicho, los bandidos, ladrones, granujas, bribones, en fín!…esos chicos que la jauría de personas decentes vemos pelar la pava sentados en las escaleras de la Plaza de Unamuno; a estos chavales se les ofrece la oportunidad de afanar cuatro botes de Nutela, pero Timsha, cansado de nocilla aspira a una enorme lata de atún y un puñado de dátiles y se va el último dando un portazo… Luego, un crujido sordo del suelo vagamente percibido a través del sueño despierta al tragón y al punto descubre al muchacho aporreando con una teja en punta una lata… y Timsha, sin instrucciones para adentrarse en el bosque se ve corriendo mientras piensa en la sanción: no papeles, no dinero, no podré llamar por teléfono a mi madre… atraviesa despavorido el bosque de camino a la ciudad. No se ven tejados. No se oye ningún ruido. Ya en las Siete Calles. La noche. Se siente solo y con la luna: una rodaja dorada de melón.
Cuando el vigilante realiza el turno de noche, mientras las ratas mordisquean los chicles pegados al suelo del comedor, duerme a pierna suelta. En el parte de turno, sucios las mas de la veces, reza un “Timsha no ha regresado, ni se divisa individuo alguno cerca del perímetro”; y un “SIN NOBEDAD APARENTE” de párvulos” patinando sobre la grasa de pollo con menestra pero por igual motivo honorífico, brillante y como espolvoreado con trocitos diminutos de perlas y marfil.
Esta noche los colores en el sueño del vigilante nocturno apenas brillan. Un sueño negro: La fuerte mandíbula de su padre cubierta por una barba hirsuta, como si mascara granos de maíz no paraba de moverse, incluso un atisbo de risa manaban ilimitadamente de los ojos negros como el carbón de su boca de sapo que en sueños le amenaza con un grueso bastón. Y despierta. Es Timsha el que aparece, sin frio, sin hambre y empapado de disolvente. Todo le parece amable. Se acerca a un vigilante que le amenaza con su porra. —¡Quiero comer! dice el chico.
A Timsha, drogado, le costó mucho dar fuego al colchón de su cama. Luego, con los ojos color cobre, abiertos directamente al fuego… se tumbo en la arena a tomar el sol… Otro chico le despertó zarandeándole y gritándole loco. Salto la tapia del cementerio y se tumbo en la primera lápida con la que tropezó. La niebla parecía retener la lluvia en el aire. Cuando escuchó a la policía y a los perros, de miedo se meo en los pantalones. Un policía le llamo desagradecido por rechazar el trozo de bocadillo de jamón serrano que en comisaría le ofreció.
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* En marzo de 2008, la prensa vizcaína venía sacando a la luz los incidentes protagonizados por los menores inmigrantes no acompañados repartidos en varios de los centros de acogida y en sus alrededores. Resaltemos: “Un menor da fuego a su habitación y provoca un incendio en el centro del G…. tras una pelea por comida entre él y un vigilante», “Protestas vecinales por el cercano y problemático centro de emergencia de menores inmigrantes del G….”. El testimonio de una vecina: “uno de estos gamberros ha llegado a mear en la tumba de un familiar”.
Con este texto no se intenta que la naturaleza entone un himno de alegría por un buen pensamiento dedicado al sapo. Ni tan siquiera desmentir la merecida mala fama de la urraca. Se pretende una consolación hacia la simplicidad de su mirada; a este menor ya repatriado, que solo él conocerá hoy el sabor del pescado crudo, cuando el sol caiga plomo en el puerto de Tánger.
Nº 87 Un café con un barco.
El otro día sentada en un café de Deusto mientras esperaba, vino a mi memoria los La Naval de Euskalduna., factoría que abrió sus puertas en 1.900 dedicada a la construcción de barcos de todo tipo y tamaño, y después, durante la guerra civil, a la producción de hierro y acero.
Pero esta fábrica cerró sus puertas al principio de los años 80, después de un violento proceso de conflictividad salpicado de innumerables batallas campales entre obreros en defensa de sus puestos de trabajo y la autoridad gubernativa que había diseñado nuevos caminos de progreso Hoy en día se levanta en su lugar El palacio de Euskalduna, una magnífica sala de congresos y actividades culturales de muy diverso tipo. Y un Museo Naval
Me sentía como si fuera yo el barco que .. Incluso podía notar cómo se hundían los clavos en las maderas me esteban construyendo mi esqueleto Los operarios cogían maderas. Y sus mástiles El tiempo volaba y yo, ya estaba terminado y ahora empezaban con el casco, los clavos y tornillos eran todavía más grandes y seguro todavía me iban a hacer más daño.
Y pensé” e incluso grité, ¡Ay!
“Bueno para vestirme supongo que para ello tendré que sufrir.”
Seguía mirando la ría, de un color gris como el día con la mirada pérdida, cuando el camarero al darme las vueltas me despertó de mis sueños.
Pero el barco al que había clavado mis ojos, seguía mirándome.
Vaivén
Nº 88 UN COMÚN DENOMINADOR
Maldigo el día que empecé a trabajar en aquel bar. Maldigo el primer café que la
serví, las noticias que comentamos, la amistad que enseguida entablamos, el como
fuimos pasando poco a poco de hablar del tiempo a tratar de ellos, de nosotros, y
de todos.
Porque quiero olvidar y no puedo, el momento en que, con lágrimas en los ojos, me
confesó que su marido le engañaba con otra mujer, y al describirme a ésta,
entonces descubrí que yo también y sin quererlo formaba parte de aquel engaño
89º ARROZ NEGRO CON TROZOS DE MEMBRILLO
El día era gris en Bilbao. Angelines, junto a su amiga Mónica, lo visitaban. Era su primer viaje en muchos años. Angelines, primero no viajaba porque tenía que atender el restaurante, junto a su marido y su hija; y, después, cuando se quedó sola y cerró el restaurante, porque era tanta la tristeza que le embargaba que apenas tenía interés en otra cosa que lamentarse de lo perdido. Pero habían pasado ocho años ya desde aquello y la suerte quiso que, en una de esas llamadas de teléfono al azar en un concurso de televisión, le tocara un viaje a Bilbao. En un principio pensó en rechazarlo, pero su amiga Mónica insistió tanto…
– Vamos a ver el “guggenheim”. Parece tan bonito… –le decía.
Se encontraban en la explanada exterior del Museo Guggenheim, que habían recorrido a lo largo de la mañana. Se pusieron a caminar sin rumbo, sin saber donde comer aquel día, hasta que se toparon con un restaurante de aspecto ancestral. La fachada encalada, la puerta rústica en madera oscura y farolillos colgantes de forja en las paredes. Angelines sintió la llamada de aquel restaurante. Entraron. Parecía una cueva blanca con sus pasadizos y recovecos secretos, que formaban pequeños ambientes a la luz de las velas. Quedaron cautivadas.
El “maître” de elegante negro salió a su encuentro, les dio los “buenos días”, les invitó a sentarse en una mesa en un rincón pequeño pero coqueto y, una vez sentadas, les entregó la Carta de los Arroces.
Después de un rato con la vista sobre la Carta sin decir nada, Mónica se atrevió a romper el silencio.
– ¿Qué vas a pedir? ¿Tomamos un “arroz a banda”?
– De sobra sabes que no será arroz con atún, sino con calamares. –contestó Angelines.- ¿Has visto? La mitad de esta Carta es idéntica a la carta que yo tenía en mi restaurante.
– No te sientas tan especial. Casi todas las Cartas son iguales, carne, pescado, ensaladas… ya se sabe.
– ¿El “arroz negro con trozos de membrillo”, también?
– Pues ya ves que sí. ¿Qué creías, qué era exclusivo de tu restaurante?
Pidieron “arroz negro con trozos de membrillo” para dos. Mientras se cocinaba, tomaron unos entrantes acompañados de txakolí de Guetaria. Y llegó la tan esperada paella, humeante. Angelines se envolvió en su olor, se regodeó en él, su mente viajó a los momentos felices en su restaurante. El camarero no dejaba de mirarle mientras puso la paellera sobre la mesa.
– ¿Has visto como me miraba el camarero? –preguntó a su amiga.
– Le habrás gustado. –dijo Mónica con cierto “retintín” mientras servía el arroz en los platos de porcelana.- ¿Cuánto hace que no comías este arroz?
– Desde que me quedé sola. Ocho años. -Suspiró.- ¿No tienes la sensación, Mónica, de que alguien conspira en este restaurante? Me tomo unas vacaciones para olvidar y resulta que no puedo dejar de pensar en mi familia. Resignación.
– Ya pasó, no tiene vuelta atrás. Además, tampoco eran tan descabellados tus celos. Cualquier otra mujer, en tu situación, habría pensado lo mismo. Se les veía tan cómplices a tu marido y tu hija… Tu marido sólo veía por los ojos de su hija. Y ella no tenía amigas, ni interés por los chicos…, todo era “papi, tenemos que ir acá”, “papi, tenemos que ir allá”…
– No debí perder los nervios, pero enloquecí. “Se ríen de ti. Mira como se ríen de ti”, me martilleaba una voz en la cabeza. Y caí en la trampa. “Quieres robarme a mi marido”, le dije a mi hija. Luego, la eché de casa. “No vuelvas nunca”, le dije al salir. ¡Qué vergüenza! No sabes, Mónica, lo arrepentida que estoy. Lo que más siento es que maté a mi marido del disgusto.
– Fue un infarto. A cualquiera puede pasarle. Venga, Angelines, dejémonos de historias tristes, disfrutemos de este delicioso arroz que, por cierto, tu no lo harías mejor…, -ríe con complicidad-, y de los alicientes de Bilbao. ¿Qué te apetece hacer esta tarde? ¿Vamos a ver la revista de La Otxoa en el Teatro Arriaga? Cuando acabaron de comer el arroz, el camarero retiró los platos y les entregó la Carta de postres. Volvió a mirar a Angelines con atención, parecía que iba a decir algo pero se alejó sin decir nada. El postre estrella de la casa era “leche frita con arándanos sobre crema de manzana”. ¿Cómo no recordar Angelines a su hija si le encantaba la repostería, y el postre de leche frita lo bordaba? El camarero les puso los postres sobre la mesa y, antes de irse, por fin le dijo a Angelines que se parecía mucho a alguien que él conocía.
– Mira, Mónica, la presentación del postre es idéntica a la de mi restaurante. -dijo Angelines con la vista en el plato.- Lleva los arándanos formando una “A” de Angelines sobre la crema de manzana. O alguien ha plagiado mis platos o… -Hizo una pausa. Se ahogaba de emoción.- Creo que me va a dar algo…
– ¿Qué harías si te encontraras con tu hija? –le preguntó de pronto Mónica.
– ¡Uf! La abrazaría muy fuerte y le pediría perdón, mil veces.
En aquel momento Angelines vio que el camarero que tanto la miraba se le acercó. Le dijo.
– Perdone usted mi atrevimiento pero tal vez le interese felicitar a la cocinera. –Y, en diciéndolo, se retiró a un lado.
Dejó al descubierto a una mujer con traje blanco y cofia sobre pelo negro azabache, el vivo retrato de Angelines.
– ¡Mamá! ¡Oh, mámá! ¡Qué alegría!
Un rayo de sol entró por la ventana en aquel día gris. Angelines se iluminó.
90º DAÑOS COLATERALES
Las guerras no se ganan sin daños colaterales, aunque siempre puedes pedir asilo político para mitigarlos, y eso es lo que hice. Aunque todo comenzó mucho antes, claro, cuando coloqué aquel póster de Betty Boop en el baño de las chicas. O tal vez antes, cuando Reveca (nunca ha querido decirme por qué escribía su nombre con uve), reapareció en mi vida, un verano, después de muchos años en los que apenas se pasaba por el bar, y nuestros encuentros se reducían a hola y adiós y algún beso, casi a traición, en la mejilla, de esos de compromiso festivo. Pero aquel verano fue como si pensara quedarse para siempre. Tal y como yo la recordaba, muy guapa, con el pelo muy largo y los ojos más grandes, uno algo más claro que otro, eso es lo que más me gusta de Reveca, que su ojo derecho es de un marrón más claro que el izquierdo, con un toque de verde, incluso. Supongo que fue ese verano cuando comencé a pensar que Reveca era la mujer de la que no tenía que preocuparme, todo era muy sencillo con ella, todo diversión, ningún compromiso, ninguna mala cara, ningún grito al llegar a casa, solo unas cervezas y una historia inventada que parecía ir muy bien. Pero supongo que las historias de ficción, el quiero estar contigo, pero no puedo, es más, ni siquiera te lo digo, son para las canciones de rock y para las películas, aunque a veces tampoco funcionan en ninguna de las dos. Pero en la vida real, en la realidad real de cada uno, no lo hacen. En la vida real hay que tomar decisiones, tienes que decirle a la otra persona lo que sientes, no hay letra, ni guión, que seguir para saber qué decir y qué sentir en cada momento. Pero es lo que tenemos las estrellas del rock, que lo nuestro, lo mío, es escribir canciones, y en ellas todo funciona si yo quiero que funcione. Así que después de colgar el póster de Betty Boop en el baño de las chicas, me propuse escribir una canción para Reveca, para la mujer de la que no tengo que preocuparme, no fuera a desaparecer de nuevo sin que me diera tiempo a decirle lo que sentía. Y lo hice, y eso que llevaba cuatro años sin componer y sin escribir ni una palabra, aproveché que volvía a estar de gira con mi grupo, con el primero, y la escribí. Una canción sobre aquel primer álbum que le regalé, dedicado, por supuesto, al principio de conocerla, poco antes de que me diera una hostia la noche aquella, cuando después de demasiadas copas, y supongo que alguna que otra raya, la besé, un poco a traición, sin avisar, para que no pudiera decirme que no. Después de la hostia compartimos un taxi hasta casa, cada uno hasta la suya, claro, sin hablarnos. Y es que ser estrella del rock no es fácil y, además, no da para mucho, por eso tengo el bar, por eso y porque me gusta, ¡qué coño!, claro que me gusta, la noche, la gente, el no tener que volver pronto a casa para aguantar los gritos de la otra, o de la una, no sé, de la mujer de la que sí tengo que preocuparme. Todo compromiso y nada de diversión, y demasiados daños colaterales, pequeños, rubios y de grandes ojos azules. Pero las guerras no se ganan sin daños colaterales, ya lo he dicho. Así que primero colgué el póster de Betty Boop en el baño de las chicas, más tarde lloré un poco en el hombro de Reveca, aunque de esto no me siento demasiado orgulloso, aproveché para besarla de nuevo, también un poco a traición, como la primera vez; y tras comprobar que esta vez no había hostia le di la canción que le había escrito, algo mojada por mis lágrimas; algo o mucho, demasiado, tanto que acabó convertida en una balada. Reveca la guardó en su bolso sin leerla y volvimos a compartir un taxi. Tampoco nos dijimos nada, o apenas nada, solo una pregunta que formulé y respondí yo mismo al llegar a su casa: «Pregúntame si quiero tomar una cerveza», le dije, mientras acercaba mi puño a su boca a modo de micrófono; esa es la forma de pedir asilo político de las estrellas del rock, pero era demasiado tarde y había demasiados daños colaterales, así que, antes de que pudiera responder, la dejé bajar del taxi en la puerta de su casa, tras darla un beso en la mejilla. Me cambié a su sitio cuando ella se bajó y no sé si se volvió a mirarme, porque cuando lo hice yo, ya había entrado en el portal. Pero ya me estaba arrepintiendo antes de que el taxi arrancara de nuevo, dirección a los gritos de cada noche, a otros cuatro años sin componer una canción; por eso cuando llegué, me abrí camino entre los gritos, volqué el contenido de un cajón en una mochila, junto con dos vaqueros, una cazadora y cuatro o cinco camisetas, cogí mi guitarra y volví a subirme al mismo taxi, de regreso a casa de Reveca. Cuando abrió la puerta, solo le dije que sí quería esa cerveza.
Nº 91 EL CAFÉ DE CADA MAÑANA
Todas las mañanas, intento librarme definitivamente del estado de atontamiento que se encarama a mi cintura al levantarme de la cama y que ni la ducha matutina consigue desprender de mi cuerpo. Para ello, mi sistema central, nervioso como nunca desde que Adela no está, requiere de una importante dosis de cafeína que lo estimule y consiga restaurar los niveles de alerta a los mínimos necesarios para, por lo menos levantar con cierta autonomía los párpados de los ojos.
Para alcanzar tan compleja campaña, y resignado ante mi poco entendimiento con la cafetera de casa, (seguro que antes de marcharse, Adela se encargó de ponerla en mi contra, como hizo con el perro y con los vecinos), en mi caminar matutino desde casa al trabajo, paro en alguna de las pocas cafeterías que a esa hora ya están abiertas.
Este segundo despertar de la mañana, que la cafeína ejerce sobre mi aún dormida lucidez, muy al contrario del primero que unas horas antes provoca el infame despertador, supone uno de los momentos más placenteros del día. Seguramente, sobre todo desde que Adela se marchó hace un mes, el más placentero.
Hace un par de semanas entré por primera vez en el Café Hache, un nuevo local con nombre de letra muda, de la Calle Viriato, justo frente al Cine Astorga, donde hasta hace pocos días había una tienda de tatuajes con multitud de fotos de carne tatuada, en el escaparate.
No suelo frecuentar ninguna cafetería en particular, no me gusta entablar relación con los camareros, odio que me llamen por mi nombre o me pregunten por mi vida cuando me dispongo a tomar el primer café. Así, cuando detecto algún tipo de acercamiento por parte del camarero, al día siguiente cambio de cafetería.
Cuando atravesé la puerta con la esperanza de que el camarero hiciera honor a la mudez que se desprendía del nombre del local, me saludó con un dulce “buenos días” una muchacha de unos 25 años que, tras la barra, a buen seguro esperaba al primero de los clientes del día. Pedí un café con leche, largo de café y me senté en el taburete más cercano a la puerta de los que había distribuidos a lo largo de la barra. Mientras aquella chica me preparaba el café, aún dormido, observé que las paredes del local estaban abarrotadas con multitud de palabras que contenían la letra “h” en su interior, todas ellas escritas con una h algo extraña, hebrea diría yo.
Lejos de ser un lugar silencioso, y a pesar de que en ese momento sólo estábamos aquella chica y yo, el sonido de todas aquellas haches envolvía mi cabeza. No podía dejar de escuchar la voz de la camarera pronunciando las palabras que desde el taburete yo leía: ћeraldo, almoћada, colcћón, ћemeroteca, ћonradez, ћuerto, ћamor, ћaz…Hamor?, e dicho hamor?, perdón, he dicho hamor? Con tanta hache ya no sé ni lo que escribo. La verdad es que Adela siempre me reñía por mis faltas de ortografía, aunque, me reñía por tantas y tantas cosas, que a pesar de ser de ciencias, siempre he pensado que escribo decentemente bien.
Mi curiosidad hizo que, cuando aquella chica se acercó para servirme el café, y sin que sirviera de precedente, comenzara una conversación con ella:
-Perdona, entre tantas palabras con hache, he leído hamor ¿Cómo os podéis haber equivocado?
-No nos hemos equivocado- dijo entre risas.
-Hemos intercalado entre los cientos de palabras con hache que se pueden leer en la cafetería, tres que no deben llevarla. Así, entre los clientes que logren localizar esas tres palabras sortearemos un viaje a Haití para dos personas. Ánimo, a ti ya sólo te faltan dos-.
Cuando me dio la espalda tras informarme cual presentadora de televisión de las condiciones de aquel extraño concurso, no pude evitar dirigir mi mirada hacia el hueco de carne que quedaba al descubierto entre sus pantalones y su camiseta. Aquel trozo de piel, como si de una de las fotos de la antigua tienda se tratara, tenía grabado un tatuaje aún por terminar, en el que entre otros caracteres aún ilegibles, sólo fui capaz de leer uno: La letra ћ.
Me tomé el café incrédulo por lo que estaba viviendo, y ya definitivamente despierto me acerqué al baño para echarme algo de agua en la cara. Cerré el pestillo, y frente al espejo seguía escuchando a la chica como vocalizaba dulcemente las palabras que yo veía en los azulejos del baño: ћumo, ћielo, ћostia, ћuevo, ћierro, ћueco, anћelo, ћistoria….Abrí el grifo, me eché agua en la cara, y cuando fui a secarme vi escrito en la carcasa de metal que cubría el rollo de papel, la palabra ћadela. Volví a echarme agua, volví a secarme y volví a leer el nombre de mi esposa precedido por aquella estúpida h hebrea. No entendía nada, aquello debía ser un sueño. Despierto pero confundido salí del baño, me acerqué a la barra para pagar y me despedí de aquella chica y de aquel misterioso local.
-Vuelva mañana, ya le queda menos caballero-.me dijo la chica con una maquiavélica sonrisa en su rostro.
Hadela, Hamor, cuál sería la tercera palabra?, qué extraño mensaje me quería enviar el destino?. Cómo iba a estar peguntándome aquello, yo que siempre presumí de no creer en el destino. No volvería a ir a ese sitio. Tenía que ser consecuente con la forma de pensar, que tantas y tantas veces había defendido frente a Adela. Ella sí que creía en el destino, en el tarot, iba a misa todos los domingos, leía el Corán en sus ratos libres. Además, era frecuente clienta de una bruja de esas que adivina el futuro. Seguro que fue ella la que predijo que me abandonaría. Vaya mierda de bruja, eso ya lo sabía yo desde el mismo día que se casó conmigo…..aunque siempre preferí engañarme.
A la mañana siguiente, dispuesto a cambiar nuevamente de cafetería, pasé como todos los días por la calle Viriato y desde la puerta del Cine Astorga, giré la mirada a mi derecha, con evidente riesgo de convertirme en estatua de sal, en busca del Café Hache.
No me lo podía creer, aquel local había sido nuevamente ocupado por la tienda de tatuajes. Crucé desesperadamente la calle, con el autoconvencimiento de que lo hacía por el viaje a Haití que estaba a punto de ganar, pero en el escaparate de la tienda volví a ver aquellas fotos de carne tatuada. Cuando resignado estaba a punto de asumir que aquello debía haber sido un sueño, vi la foto de un trozo de piel que me resultaba familiar. Era la espalda de la camarera, tal y como la había visto la mañana anterior, con la diferencia de que en la foto se podía leer con claridad la palabra que había grabada en su piel: fhin
Nº 92 Vainilla fresca
– ¡Cómo se nota las que vienen del gimnasio!
La aludida dejó el casco y la chaqueta de cuero color teja sobre una mesa cercana y se sentó junto a sus
amigas a las que envolvió en un ligero perfume a vainilla.
– Buenos días, chicas. Veo que, por fin, os habéis atrevido con la terraza. Primera vez este año. ¿cómo
estáis?
– No tan bien como tú, Begoña, querida, vemos que has sacado ya la ropa de verano –respondió otra.
La tercera en hablar dirigió una mirada cómplice a sus dos compañeras:
– ¿Hiciste algo interesante ayer? Mi marido vio a Imanol en el club jugando al tenis.
– Efectivamente, Imanol pasó la tarde con una de sus empleadas a la que está enseñando a jugar. Luego
vinieron a casa y cenamos los tres – Lila esperó inútilmente a que alguna de sus amigas sacara otro tema. Al
rato, continuó hablando– Se llama Amaya y es de Barakaldo, creo. Si tu marido los vio ayer –añadió mirando a
la interesada- te habrá hecho una descripción detallada; es el tipo de mujer que no pasa desapercibida para
ningún hombre.
Begoña Arregui vio los atentos rostros de sus amigas y asumió que esa mañana tocaba hablar de Amaya.
– Chicas, estoy muy hambrienta. Dejadme que le pida a Juantxo algo para comer y luego os cuento la
excitante vida y milagros de Amaya Fernández.
– Aquí te esperamos. El bizcocho tiene una pinta estupenda.
Begoña entró en la cafetería a pedir su desayuno y salió al rato con un zumo de naranja en una mano y el
periódico en la otra.
– Begoña, cariño, nos ibas a contar la relación de tu marido con la nueva Arantxa Sánchez Vicario.
– En realidad no es una historia nada interesante.
Begoña bebió un sorbo de zumo, secó sus labios con la servilleta y dirigió una sonrisa al chico que acababa
de servirle un café y un generoso trozo de bizcocho. Se recostó en la silla y comenzó a hablar:
– Amaya es una de esas estudiantes que van a la universidad a sacar una carrera para trabajar el resto de
su vida. Consiguió una beca y, en lugar de pescar un marido como hicimos nosotras, se dedicó a estudiar.
Excelentes notas, eso sí. Por suerte para ella empezó a trabajar de becaria en nuestra empresa y conoció a
Imanol. La chica decidió, inteligentemente, unir su carrera a la de mi marido que para entonces ya era el yerno
del dueño. Y desde entonces está en el equipo de mi Imanol. No está mal para una mujer con sus limitaciones.
Begoña tomó un sorbo del café y probó el bizcocho mientras comprobaba si la curiosidad de sus amigas
estaba ya satisfecha. Algún día tendría que recordar a sus amigas que su familia seguía siendo una de las
más ricas de la ciudad. Pero sus amigas esperaban los detalles más jugosos. Begoña continuó:
– La chica ésta, a pesar de sus notas excelentes y el apoyo de mi Imanol, es un auténtico desastre. Además,
no tiene nada de estilo. Una vez estuvieron en Kazajstán para cerrar el contrato de unas obras. Imanol le tuvo
que pedir que no hablase con los clientes y que cambiase su forma de vestir. Porque ésta es de las que no
sabe insinuar, no; ella tiene que enseñarlo todo.
Lila se concentró en su almuerzo, pero una de sus amigas volvió a traer el tema sobre la mesa:
– Entonces, Bego, esa tal Amaya ¿se presenta en tu casa cuando quiere?
– Algún fin de semana viene a comer, en verano toma el sol en nuestra piscina y ahora le ha dado por el
tenis. Lo peor es que debe ser tan mala que nadie quiere jugar con ellos. No sé de dónde ha sacado ese
interés por el deporte, igual piensa que en el club va a pescar un marido. Qué ilusa. No entiende que los
hombres necesitan sitios donde estar solos y hablar de sus cosas. Si los hombres fuesen al club a ligar,
nosotras iríamos allí a desayunar, ¿verdad, chicas?
“La verdad es que yo intento que mi marido se encargue de hacerle compañía. Es muy inculta, no puedes
hablar con ella de nada: ni ópera, ni literatura, o de viajes. ¡Si no ha salido de aquí! Tampoco podemos ir a
cenar fuera con ella, porque con su sueldo no puede pagar buenos restaurantes y me parece ofensivo
convidarla si luego ella no nos puede devolver la invitación. Además no sabe nada de restauración. Una vez le
propuse comer en el Tailandés que está junto al despacho de Imanol y me dijo que no le gustaban los chinos.
Imaginaros. Hablando de comida, este bizcocho está delicioso, teníais razón, chicas. Probad un poco.
– Gracias pero sabes que no nos podemos salir ni un milímetro de la dieta. Las que tenemos niños no nos
queda tiempo para cuidarnos. ¿qué vas a hacer hoy, Begoña? ¿tienes invitados en casa como anoche?
Begoña sonrió y negó con la cabeza mientras masticaba.
– Hoy tengo todo el día para mí, me llevo a Imanol al teatro. Hay una nueva adaptación de la “Muerte de un
viajante”.
Las tres amigas, que hacía rato que se habían terminado sus respectivas tazas de té, se quedaron en
silencio observando como Begoña tomaba con dos dedos el último trozo de bizcocho y se lo llevaba a la boca.
Después se levantó, recogió el casco y la chaqueta y se despidió alegremente:
– Chao, chicas. Voy a casa a ver si encuentro en Internet un buen restaurante para esta noche. Igual no
vengo mañana, tendré que aprovechar yo también el renovado empuje juvenil de mi Imanol.
Sus amigas siguieron a Begoña con la mirada mientras ésta se alejaba dejando en el aire un aroma fresco
de vainilla y café.
Nº 93 Quizá tenga razón el besugo
Dentro de un ambiente de humo, prisas y calor consume muchas de las horas de su vida Carlos. Aparenta cuarenta años, está a punto de la calvicie total, viste de blanco y le pesan los kilos de más cuando tiene que acelerar el ritmo por las necesidades del trabajo. A su mirada le falta la chispa de la ilusión y se mueve mecánicamente mientras múltiples fuegos van llevando a buen término el destino de verduras, pescado, carne, cuchillos, gritos, comandas y camareros.
– ¿Qué hago yo en esta cocina sin aire?
– Crear – contestó un bocarte que andaba a punto de salir corriendo para evitar la mortal sartén.
– Preparo platos, los adorno y salen volando sin saber que bocas opinarán sobre sus logros.
– Sabes que haces feliz a muchas personas, a cantidad de estómagos preparados para el buen comer – le recordó el besugo, que miraba para otra parte sabiendo de lo inevitable.
Llevaba demasiados años entre aquellos fuegos, corriendo siempre tras el tiempo para no faltar a la cita con lo bien hecho, cortando cebollas, probando salsas, aliñando ensaladas o preparando desde un solomillo a la pimienta a un bacalao a la Vizcaína. Estaba cansado de no disfrutar del fin de semana que tenía su familia porque él trabajaba. Sus vacaciones siempre llegaban a pie cambiado con sus amigos y cuando salía del restaurante por la noche sólo encontraba personajes como él, con el paso cambiado.
Tantos años llevaba tomando las últimas copas en el penúltimo garito abierto que se olvidó de dar las buenas noches a su mujer cuando entraba en casa. Tanto alcohol y sudor acumulados en el cuerpo consiguieron que hasta el gato dejara de saludar sus llegadas. Iba abandonando su vida al mismo ritmo que todos le abandonaban, su mujer, su hijo, la alegría, el buen humor, la ilusión y, por último, el gato que, cansado de estar desatendido, aprovecho un descuido para desaparecer de su casa para siempre.
Al salir aquella fría noche de enero no recorrió los bares de siempre, paseo cerca de la ría su soledad y olvidó la bruma que iba humedeciendo su cara, porque pensaba en las frases del besugo y el bocarte:
“Cada día creaba los platos combinando con acierto las buenas materias primas que compraba, cada línea de la carta llevaba la dedicación de aquel mes que teóricamente descansaba, siempre había disfrutado con su trabajo y sentía aún satisfacción cuando, sin agobios, podía recrearse en su faena, pero últimamente la prisa arruinaba sus días y la rutina carcomía su vida.”
“Me cuentan después de cada cena que han felicitado al cocinero, pero pocas veces llego a imaginar el rostro de quién ha sonreído al camarero. No puede engañarme el besugo, no es mala gente, pero cómo cuesta escuchar y creer lo que no tocas, ves y sientes.”
Le recibe una casa oscura, sin luz ni calor. Cuelga su ropa, se deshace de sus zapatos, se recuesta en el sofá, pasea rápido por canales de la televisión que no le retienen y se deja dormir con un programa de viajes que posiblemente nunca llegará a realizar.
En el sueño se ve transportado a un piso con luz y calor, a un parque donde cruza una mirada profunda con una mujer hermosa, a su hijo cogido de su mano y a un restaurante donde sus ojos brillan con ilusión ante cada plato porque sabe que hará, por unos momentos, más feliz a la persona a la que va destinado.
Los sueños no siempre amanecen vivos en el sofá, pero tampoco mueren siempre en el penúltimo garito abierto en la ciudad.
Nº 94 LA PRESENCIA
Si me acerco deprisa y desplazo aire a su alrededor quizá se percatará de mi presencia. ¡Vaya, no hay forma! Tendré que idear nuevas argucias o me volveré loco. Qué tontería: cómo me voy a volver yo loco. Aquí me quedo, quietecito, mientras maquino algo.
– ¿Podría pedir un café, por favor?
– Claro, señora ¿solo o con leche? Ahora mismo se lo sirve un camarero
– Con leche fría, si es tan amable … Y pongan también un whisky doble con agua…Por si acaso. Es posible que se me una alguien.
¿Es estupor eso que refleja la mirada del jefe de sala? Y con premeditado disimulo: no está bien escudriñar a los clientes. Pero lleva un rato fascinado, se muere por soltarle una andanada de preguntas. Anda en ascuas, y eso que con su larga trayectoria hostelera ha adquirido capacidades de psiquiatra. Ella es así: atrapa e hipnotiza al más pintado, confunde con su inefable anacronismo y te vuelve loco con ese aire suyo de lejana tristeza; y qué me dicen del porte: señorial. Una mujer exquisita en un mundo dominado por la vulgaridad. Es el enésimo que hubiera jurado –de no haberla visto- y sólo por la entonación, que se trataba de una mujer mayor. Pues no. O sí. Pero me temo que la curiosidad te corroerá sin remedio, amigo. Ahí llega el servicio de café. Por su obsequiosa sonrisa y el engolado “¿le apetece algo más?” el maître ha decidido que ninguna mujer cumple más años que los que representa. Y a otra cosa. ¡Ja!. Ésta ya tiene sesenta y siete, majo; de acuerdo, no se le nota nada, apenas aparenta treinta y cinco ¿Genética buena? Bien, digamos que va a ser eso, sí, la genética. Permítanme que me carcajee. Ya he superado la fase de negar la realidad, pero aún hay ratos en que machacaría a uno que yo me sé. Matasanos de mierda: ya le daba yo experimentos, ya. Al menos ella logró su objetivo: se la vuelve a ver tan guapa y joven. Y en cuanto a mí, mejor este desenlace que verme abocado a mil achaques progresivos. Va a contarle todo al maître, me lo huelo:
– ¿Ha venido alguien preguntando por mí? – vaya tono plañidero
– No sabría decirle, señora – hábil en la réplica diplomática, ¡bien por el maître!
– Un hombre de unos sesenta y pico, apuesto, alto … – ¡atención!: un segundo más y llora
– Pues no recuerdo, déjeme que pregunte a algún compañero …
– ¡No, no se moleste! –tono elevado innecesariamente- Disculpe, es que estoy un poco nerviosa. Verá, creo que alguien me lleva siguiendo desde hace días … Quisiera creerlo, más bien
– ¿Ah, sí? –el maître ha dado al traste con todas sus cautelas, ahí lo tienen, sumergiéndose con fruición en el morbillo. – ¿Quiere Vd. que avise a la policía?
– ¡Claro que no! – respingo del hombre, qué reacción extemporánea la de esta mujer- Ya me dirá Vd. por qué habría de querer que viniera la policía –tono ofendido a tope
– No, si yo se lo decía porque … – Gran confusión, la del maestro.
– Cómo explicárselo –ella conciliadora- Creo que quien me sigue está muerto. Lo enterramos, eso sí, pero yo verlo no lo vi, su cuerpo quiero decir, no me dejaron, y el caso es que lo siento cerca y vivo, muy vivo ¿le parezco una loca? –ha bajado la voz hasta el susurro casi inaudible. Y la cabeza del maitre se ha ido también acoplando a la bajada para aguzar el oído, qué divertido. Éste no se ha visto en otra. ¡Siga Vd! – con apremio
Hora es de salir de mi escondrijo. La ocasión la pintan calva. Si ya sabe que la sigo, he de lograr ahora que me vea. ¡Halehop! ¡¡Eh, que estoy aquí, sí, aquí, caliente caliente!! Que no hay forma. ¡Pero qué veo!: el maître se congestiona, se ha puesto rojo. Barrunto peligro:
– ¡¡Deprisa, aquí!!– chillido ahogado e infártico mientras agita los brazos al aire con frenesí- ¡¡Corriendo a por el insecticida, se nos ha colado un moscón gigantesco!!
Algo me dice que he de salir zumbando. Nunca mejor dicho. Y vale más que mejore mi plan de vuelo, no termino de acostumbrarme a esta visión caleidoscópica. Volveré, querida mía, conseguiré mi propósito y te dejaré tranquila, no me queda mucho tiempo –servidumbres de ser mosca. Sabrás que siempre te amé y que mi inesperada y fatal metamorfosis mereció la pena sólo por verte tan guapa, mi amor. ¡Me voy volando! FHIN.
Nº 95 UN MAL RECUERDO
Estaba dando fin a una muy escasa y poco apetitosa comida. Era la primera vez que ocupaba una mesa en aquel restaurante, y por la penosa impresión que estaba dejando en mí, tenía todas las trazas de que sería también la última. El hecho de que el aspecto del establecimiento fuese relativamente acogedor hacía aún más doloroso mi fracaso. No me importa confesarlo: el precio decididamente económico del menú que se anunciaba en la puerta, y la buena apariencia del local, me habían animado a entrar en el mismo. Sin embargo, debí haberme imaginado que, por aquel precio, hubiese sido poco menos que un milagro esperar una comida razonablemente comestible y unas raciones que no fuesen un insulto a mi apetito. Total que, al terminar de comer, me encontraba en un estado de ánimo sumamente decaído, a causa de los más que justificados reproches que me hacía llegar mi estómago, por el engaño al que le había sometido. Estaba a punto de abandonar la mesa cuando, a través de la cristalera de la entrada pude ver como, en la calle, casi ante la misma puerta del local, tomaba asiento en el bordillo de la acera un vagabundo enfundado en un mugriento y grueso abrigo. De una no menos mugrienta bolsa, extrajo un enorme pedazo de pan, repleto de quien sabe qué tentador contenido, con el que comenzó a torturar mi imaginación y a despertar todavía más mi insatisfecho apetito. Se que no debería decir esto, pero cada uno de los mordiscos que propinaba aquel hombre a su bocadillo, efectuados con total y absoluto deleite, me producían una aguda sensación de envidia. Por eso cuando un camarero del restaurante salió a la calle para expulsar al mendigo, por la supuesta mala impresión que podía causar a los clientes del restaurante, no dudé en salir en su defensa apelando a los más humanitarios principios. Me enzarcé en una agria discusión con el camarero, y a continuación, con más energía aún, con el dueño del local cuando acudió en defensa de su empleado. Para mí fue una buena oportunidad para criticar sin contemplaciones, y hasta con una buena dosis de rencor, el decepcionante menú que me habían servido. Le juré que nunca más volvería poner los pies en su restaurante y que hubiese preferido compartir el bocadillo del vagabundo que invitar a éste a participar de mi comida, de la que sin duda, hubiese terminado tan descontento como yo. Supongo que ni el restaurador ni el mendigo concedieron demasiado crédito a mis palabras, pero nadie mejor que yo sabe que si el vagabundo hubiese tenido la feliz idea de invitarme a compartir lo que restaba de su tentador bocadillo, hubiese aceptado sin pensarlo dos veces.
Nº 96 EL TIPO
El tipo se quitó la ropa, miró a la mujer como queriendo atrapar su imagen.
El tipo acusaba una timidez solapada en el alcohol. La miraba a trasluz, el foco del bar se filtraba por la ventana. Puso el cigarro en el borde delicado del cenicero, en equilibrio. El alcohol lo retaba al juego de la permanencia en el visillo escuálido. El tipo dijo – carajo – cuando la luz se fue irrebatiblemente.
Cuando la besó en el cuello, tuvo la certeza de que la luz demoraría. Había derrochado cuarenta y siete dólares en la mujer, y no estaba dispuesto a malgastar su noche por aquella oscuridad impertinente, por el calor y los mosquitos. Los mosquitos iban a pernoctar en aquel cuarto de hotel, iban a succionar sus sangres sin apenas gastar un centavo.
Besó su cuerpo. El tipo siempre había soñado con su cuerpo. Ahora le pareció insípido, demasiado común, intrascendente tal vez. Pero había invertido cuarenta y siete dólares y entonces era demasiado tarde, quizás inapropiado, pensar en la futilidad de su cuerpo.
Le mordió ligeramente la tercera costilla de la izquierda. Le molestó ese razonamiento, ese absurdo cálculo de la costilla. Es la tercera, de abajo hacia arriba, cerca del corazón, había pensado. Años atrás pensaba en el petting, se dijo que sería una noche interminable.
Buscaba la humedad entre sus piernas. El dedo índice, de la mano derecha, hurgó con cierta alevosía. Su vagina no estaba lubricada. Era un hecho irrelevante, pero le inquietó. Decidió entonces mojar la vagina con su lengua. Lamió sus labios menores, procurando disipar toda tensión, succionó el clítoris, pero ella permanecía incólume.
Un mosquito lo picó en el tobillo. Mordió el clítoris con cierto rencor. Ella se contrajo apenas, pero no dijo nada. Besaba, mordía, absorbía todo lugar entre sus piernas, pero nada lograba excitarla.
Hizo grgrgrgrgrgr con su garganta, acumuló un gargajo enorme y lo escupió contra su vulva. La penetración fue sin ningún preámbulo. A los cuarenta y siete segundos ya había eyaculado
Ella tenía una mano sobre la mesa de noche, la otra en su seno izquierdo, cada pierna a un costado de la cama, respiraba con discreción, no gritaba, apenas gemía, de modo ineficiente, pensó.
El tipo se había venido, pero le inquietaba la pasividad de ella. Más rápido, más lento, por delante, por atrás, ambos costados. Un mosquito se empeño en su muslo derecho, mientras él se esmeraba en descifrar el punto G. Zumbaba, el escozor de la picadura persistió unos segundos, un minuto quizás. Ella no chistaba.
Le besó las nalgas, pasó su lengua insistente por el ano, incluso le echó un poco de lubricante, era un tipo comprensivo. La penetración fue menos delicada
Qué fue primero, es difícil de saber: el grito de ella, la eyaculación de él, el mosquito que le perforó la nalga izquierda.
Me cago en la mirda, dijo mientras se levantaba fuera de sí. Esa noche no quedó un mosquito en el hostal.
Nº 97 Y aguantas o te quiebran
Hoy todos los factores clave se han aliado para no darme un puto respiro.
– ¡Pibe! ¡Deja de perder el tiempo sudando! ¡Necesito tres bolas de vainilla para un escocés! Y apura antes que se enfríe el café…
– Tres bolas… Las tuyas te metía yo en la boca aunque dudo que te fueran a entrar de lo hinchadas y cuadradas que las tienes.
Venga. Ya con esto son reserva y copas para la 7; más pan para que los críos engendrados sin duda por la infame pareja de la 20 lo conviertan en bolitas; levantar y marcar la 3/4/5 antes de que ese grupo de cerdos indecentes me apague otro cigarrillo en el plato; pedir a los obesos inconscientes de la 14 los postres que les acerquen un paso más hacia el paro cardiaco; tomar nota a los de la 12 con pinta de cita doble a ciegas y estoy convencido que me dejo algo…
Mi cabeza calcula inmediatamente la ruta óptima y clavo espuelas. Llevo la frente perlada de sudor. El cuello, irritado de por sí con la segunda afeitada del día, sufre las constantes rozaduras del de la camisa y ni me imagino de qué color estará a estas alturas. Tengo la espalda tan mojada que en vez de pasar, me deslizo entre las mesas.
– Perdona, ¿no estáis tardando un poco con la cuenta?
Sabía que me dejaba algo…, pero mierda, esto no era. Tengo que pasar por cocina urgente, en el camino hago la cuenta.
– ¡Vamos chavales! Me están dando bien por culo y ando solidario como para repartir un poquito. ¡Entran dos! ¡Pican anchoas y block! Segundos son de brasa. ¡Marcho segundos! Los del menú especial de la 3/4/5, un chuletón muy hecho de la 20 y… las dos de cordero de la 16 también, que al ritmo que van les tengo fe. Paso dos rapes, dos costillas y el solomillo punto de la 19. Dos minutos.
– ¡Oído cocina! Pibe, el chuletón más, más, más está abandonando la consistencia de la carne y está adquiriendo la de una jodida zapatilla rusa…, me da hasta vergüenza…
– Lo sé, pero así lo han pedido y han insistido tres veces en ello. Debe ser que acaban de ponerse implantes en la boca y quieren comprobar su resistencia. Y esto no es todo, te apuesto los gintonics de esta noche a que me piden un piedra…
– ¡Pibe! Tengo las cuatro tablas de ibéricos para la mesa de dieciséis.
– Me lo llevo y me ha entrado una mesa de cuatro. Les tomo nota ya. ¿Qué te vendo Josean?
– Tengo un cochinillo recién asado entero.
– Oído.
Aún cargado con los cuatro platos trincheros, canto los segundos a la brasa como a la que voy, y salgo no sin poder evitar que me lleguen a los oídos la ronda de improperios, los cuales y pese a lo pillados que andan, son tan hirientes como creativos. De elaboración perfecta.
Entro en el comedor, sorteo a los críos con la esperanza interior de que la selección natural darwiniana se cebe especialmente con ellos y con sus padres come-suelas, deposito los entrantes en la mesa grande y la cuenta en la 1/2. Por ese orden. Me vuelvo y veo al irremediable fichaje de temporada remoloneando entre las vinajeras.
– ¡Socio! ¿En qué andas?
– Esperando que salgan los entrantes de la 7.
– ¿Y tienes que esperar parado? Necesito urgente que pongas tres goxuas y una de canutillos para la 14 y aprovechando que tienes que ir al cuarto frío, le llevas a Javi tres bolas de helado de vainilla. En vez de agradecértelo, te pedirá que te vayas a tomar por saco y dirá algo sobre un café más frío que el coño de una esquimal… No te enganches con él. Mándale a la mierda o sonríe y date la vuelta. Y a la que vuelves volando traes pan para la 12, yo les tomo nota ahora. ¿Oído?
Se me marcha con cara de tener la picha hecha un lío. ¡Joder! A este tío habría que explicarle hasta cómo mear en pared, ¿encararse con Javi?, ¿éste mingafría?… En fin, por si acaso. Tiene que darse cuenta que durante un servicio está permitido mentarse entre nosotros mismos a madres, padres, dioses y toda su corporación bendita si es necesario para poder seguir y aguantar el tipo. Para continuar con un show que en ocasiones como esta puede terminar fácilmente en un cortocircuito nervioso por parte de cualquiera de los actores. Después, cuando esto acaba y la cocina sólo funciona para nosotros mismos, todo está olvidado y no queda de ello más rastro que las manchas en nuestros delantales.
– Buenas noches chicos. Os tengo que avisar que esta noche tenemos un cocho excelente. Recién sacado del horno y con la piel crujiente de veras. Mientras lo pensáis, ¿qué os traigo para beber?
– Pues…, no sé. ¿Vosotros qué tomáis habitualmente?
Os lo dije.
Nº 98ª A -El eterno retorno
En la puerta de atrás de un restaurante, una cucaracha recorre sin cesar la superficie de una sandía podrida, jugando a que persigue una meta, convencida de que se mueve por un camino recto.
Dentro, una joven pareja celebra su aniversario. Él llama con aire resuelto al camarero y pide una botella cava. Brindan, se intercambian miradas furtivas y apuran la copa. Una música de salón lejana y un suave murmullo crean una atmósfera tranquila sobre la que los silenciosos pasos de los camareros marcan el ritmo. Por encima de esta calma, sólo las intermitentes risas despreocupadas de la joven pareja cuyo entusiasmo parece ensombrecer al resto de los clientes. Envidia y frustración enmascarada con la satisfecha contención de la costumbre.
Dos mesas más allá, al lado de la ventana, otra pareja de mediana edad está en los entrantes: jamón y foi. Él lleva traje, el pelo negro hacia atrás y perilla; ella, un vestido discreto que no oculta su gracia y unos ojos negros.
Disfrutan su comida en silencio, con sonrisa satisfecha y victoriosa. Ajenos a cuanto ocurre a su alrededor no prestan atención a los altisonantes risas de sus vecinos. Reina la calma antes de la tempestad. Sólo tienen ojos para su plato y para el otro. Se miran, se escrutan, y ambos sonríen.
El camarero les retira los platos y trae su comida. Gambas al ajillo para el señor, medallón de solomillo para la señora. El camarero se marcha y ambos se quedan inmóviles, con los brazos sobre una mesa, agitando los dedos, como en un duelo. Sin prisa pero sin pausa, él da el primer paso. Coge una gamba. Agarra la cola con una mano y con la otra pasea el índice y el pulgar a lo largo de su cuerpo hasta llegar a la cabeza. Y sin apartar la mirada de los ojos de ella, arranca de cuajo la cabeza. La deposita suavemente al lado del pedazo de carne, quita de dos movimientos bruscos la cáscara de la gamba y se la come satisfecho. Termina y se detiene, es el turno de ella. Coge el cuchillo y el tenedor, y con una sonrisa plácida corta suavemente el medallón. La sangre se suelta y llega a las patatas. Lo repite una vez. Dos veces. Tres veces. Y así hasta que está cortado en cuadraditos. Pincha uno de ellos, se lo posa sobre el labio, y sin metérselo en la boca vuelve a dejarlo en su sitio. Él ríe a carcajadas y ella levanta satisfecha la copa hacia el camarero. “Otra botella, si es tan amable”.
De pronto una carcajada de los recién casados llama su atención. Su mirada se ensombrece, pero una nueva idea le ilumina. Vuelve sus ojos hacia ella, coge otra gamba, y se la mete entera en la boca, con cabeza y con cáscara. Entera, sin desperdicio. Y la mastica con gusto: es justo vencedor.
Cerca de la puerta, una niña llora. A su lado, un joven matrimonio de aspecto tradicional cena con otra pareja que roza la cuarentena. Él habla con aires al camarero, ilustrándole sobre el arte de la vida. La mujer joven, mece a la niña en su cuna. Entretanto, dos piernas se frotan por debajo de la mesa.
Con sus ojos en la escena, él se atusa pensativo el bigote. Llena su vaso de vino y da cuenta de él. Sonríe beatíficamente a su mujer, pone su mano sobre la de ella, y sin limpiarse pide la cuenta al camarero, la paga, y deja pasar a su mujer delante de él por la puerta. “Mejor conceder algún capricho que perder las bodas de plata… o la plata para otra boda”, piensa para sí mientras se peina con la mano.
Nº 98B Estética gastronómica.
Convertida en cita inexcusable desde que terminaron los estudios, aquella cena les proporcionaba un
pasajero refugio frente al arrogante paso del tiempo. Este año no sería una excepción, así que se
reencontraron una vez más, cada uno buscando recomponer la identidad erosionada durante el camino
avanzado. Habían reservado mesa al amparo de un acogedor rincón. Éste les protegía de las
impertinencias de otros comensales y era inmejorable retiro en el que poder conjurar fracasos e invocar
nuevas esperanzas.
La cena trascurrió según lo esperado. No nos incumbe nada de lo que allí hablaron. Las intimidades que
revelaran no deben dejar de serlas para nosotros. Permitamos entonces que se marchen, hagamos como
que ya se levantan para no caer en chismosas tentaciones. Digamos sin reparos que los tres amigos
salieron del restaurante envueltos en una animosa conversación, eso sí, con estómago exultante y espíritu
satisfecho. Retornados al hambre de la calle procedieron con los prolegómenos de la disgregación.
Sinceros abrazos y últimas miradas que intentan aprehender la imagen del otro, como con temor a que lo
inesperado pudiera convertir aquel momento en culminación de una vida compartida. Finalmente los tres
se alejaron, cada uno por su lado.
Al primero de ellos aún le acompañaba el fresco sabor de los vegetales. Había pedido una ensalada y
ahora, mientras caminaba en la quietud nocturna , era sorprendido por un un repentina fuerza sinestésica
que conectaba vista, olfato, gusto y recuerdos. Sacudida por el paladar, la memoria le arrojaba a la
campiña donde pasó la mayor parte de su infancia. Recordó entonces los primeros colores del mundo. El
suave verde del prado en el que descubrió el secreto de la belleza tras la vulnerabilidad de la flor.
El azul celeste en el que escudriñaba, tumbado en la hierba, las formas resbaladizas de su futuro. El
cálido tono de la tarde bajo el que experimentó por vez primera la impotencia de la voluntad frente a los
compases impuestos del corazón.
Conmovido por la magnitud de tantas emociones se vio incapaz de contener las lágrimas. Hacía demasiado
tiempo que no lloraba. Por eso hacía tanto que no era tan feliz.
El segundo había pedido una lubina a la salsa bearnesa. Mientras el taxi recorría parsimonioso una ciudad
apagada, sus pensamientos comenzaron a deslizarse hacia esa deliciosa rodaja venida del océano. Casi
sin quererlo comenzó a intuir todos los sacrificios que habían sido necesarios para que él la pudiera
disfrutar. Desenrolló de un plumazo la astucia y el brío de todos los marineros que habían dedicado su vida
a la lucha contra el mar. Imaginó los rudos caracteres perfilados por los límites de la embarcación y la
eternidad del horizonte. La descomunal energía gastada en la evolución y los avatares de tantos
organismos que por fin devinieron lubina. Sus ligeros desplazamientos en el silencio del fondo marino, los
sobresaltos sufridos en cada aparición de una criatura indeseable….Imaginó el lacerante dolor del aire y
la satisfecha alegría por el generoso tamaño del ejemplar. Los aleteos inútiles en el horror de la plomiza
gravedad y la voluntariosa fuerza de los brazos que agarran la red.
Por aquel entonces había olvidado la suma de contingencias que sostienen cada momento. Las reflexiones
sobre el pescado le devolvieron la cordura y le liberaron del peso de las artificiosas obligaciones que tanto
le constreñían. Rejuvenecido y liviano, inclinó la cabeza hacia el taxista y le indicó una nueva dirección.
Al último de los tres el postre le dio que pensar. El camarero había depositado ante él un un pequeño plato
blanco y llano. Una delgada línea de sirope encerraba la delicatessen formando un triángulo circunscrito en
el borde del plato. En el centro de la base circular una porción cuadrada de pastel de chocolate con nueces
se mantenía robusta y triunfalmente apetecible. El primer golpe de cuchara arrancó una pequeña esquina
rompiendo la proporción del conjunto, pero la inconsciencia de la violencia sobre la forma no permitió
encontrar motivos para el arrepentimiento. Al contrario, el instrumento del ultraje siguió implacable su
propósito. Una vez repleto el espacio cóncavo, el metal se arrastró por el plato hasta que restregó la porción
en el caramelo. El crimen se perpetraba. El orden se había desintegrado por un simple gesto que
instauraba el reino del caos en el dulce espacio. A continuación el ensañamiento, hasta que la ruina
sucumbió a la desaparición de la materia.
Así se dio cuenta de que habían pasado demasiadas cucharas desgarrándole la vida. Las formas en el
cacao le hicieron recordar la composición inicial de la que provenía, aquella en la que los deseos y las
acciones se sostenían con armonía. Animado como estaba por la geometría se comprometió a trazar de
nuevo las lineas de su contorno.
Mientras, en el interior de la cocina, un joven chef se quitaba el mandil desplegando la sonrisa de quien ya
prefigura el confort de su merecido descanso. Aunque la fatiga se había ido acumulando no había dejado
de imprimir su pasión en cada gesto culinario. No probó bocado desde la mañana. Era el primer día que
había dormido junto a Idoia y quería conservar en el paladar el sabor de las tostadas que ella le había
preparado antes de marchar a su clase de teoría del arte.
Nº 99 El cafetito
Desde que me fracturé el pié el día de la Hispanidad, una de las terapias que no me recetó el traumatólogo pero me ha venido como anillo al dedo para no caer en una depresión es la del “cafetito”. Tengo una buena amiga que ha estado a mi lado todos los días desde mi dolorosa fractura y operación de tobillo. La mayoría de gente tenemos a alguien determinado que en un momento concreto surge cuando menos lo esperas con una tarea dificilísima : hacernos ver que las trivialidades rompedoras de nuestra cotidianeidad como el no poder caminar , prepararte el desayuno, pintarte sin ayuda, ducharte, la casa desordenada, la comida a medio hacer …. No son el fin del mundo ni mucho menos. Te abren los ojos a lo bestia como cuando acudimos al oftalmólogo y nos ponen un colirio para dilatar la pupila y comprobar cómo está nuestra visión. Siendo el mismo ojo no vemos nada de la misma forma que lo veíamos antes de forma diáfana y clara. Las amigas en periodos de crisis son esas gotas, ese colirio que escuece un poco y es incómodo a veces pero necesario. Su función es hacernos ver que todo lo que era importantísimo, preciso e inexcusable no lo es y puede esperar. Pensar lo contrario es ser un necio con mayúsculas.
Begoña que así se llama ella, venía a buscarme cuando dejaba sus hijas en el colegio. Los cinco minutos de camino que nos separaban del “Bar Ángel” eran una aventura: bordillos altos, escaleras estrechas y empinadas, el portal recién fregado, adoquines resbaladizos, pasos de cebra con coches que aceleran en lugar de frenar a pesar de mi cojera Me he acordado mucho de los minusválidos y sus barreras arquitectónicas, un muro peor que el extinto de Berlín en el que apenas nos fijábamos porque nos quedaba muy lejos
Llegamos las últimas a las 9:20 horas, la cafetería está llena de mamás, y ejecutivos desayunando con calma. Nuestra mesa es la del fondo oficiosamente reservada.
En la película del “Silencio de los corderos “Hannibal dice una frase que es verdadera “Se desea lo que se ve”…
En la barra siempre hay dos hombres que charlan animadamente. Algunos días les acompañan distintas jóvenes, con una característica común: despampanantes y muy huecas según mi impresión. Uno es bastante maduro y se toma el café rápidamente deseando marchar. El otro es un joven de unos 25 años con una colección completa de bufandas muy estilosas que le quedan de maravilla, se nota que cuida sus detalles. Yo enseguida le califiqué como “el metrosexual”. Es muy atractivo y lo sabe.
Nada más llegar Euri nos trae lo que tomamos siempre. Nuestra camarera es rápida como un lince, lista y muy resultona.
Las que acudimos siempre para desayunar nos llamamos Irina, Marta, Ana, Marisa, Begoña y yo (las fijas) hay días que vienen más (las fijas discontinuas) y Erika hija de Cristina de dos años que ya apunta maneras…
Como en todas las pandillas de amigos siempre hay uno que se pega al grupo aun a sabiendas de que no es invitado ni bienvenido es Petri, la aceptamos pero el día que viene ella procuramos hablar trivialidades
Erika aunque tiene dos años viene impecable al café conjuntada, zapatos, vestido ó gomas de pelo diadema del mismo color. Un día vino una muchacha que se había operado de la nariz con una enorme escayola y Erika empezó a gritar de un modo escandaloso por lo que hubo que abreviar el café, aunque no nos hizo ni pizca de gracia.
Compartimos preocupaciones, alegrías, problemas escolares de nuestros hijos, intrusismo de familiares diversos y cuando alguien está deprimido por algo ajeno con lo que no se atreve a enfrentar o no quiere con delicadeza le apoyamos y no descansamos hasta que lo conseguimos, aunque haya que alargar un poco la velada. Siempre con mucho cariño y respetando la libertad de la persona.
Nº 100 SEGUIREMOS SOÑANDO
¡Cómo abría la boca mi abuela delante de la tarta de mi primer cumpleaños!
Málaga, 1990, yo con un vestido amarillo y mi abuela con diabetes. Ahora veo los videos, un día caluroso en aquel restaurante, toda la familia bajo una blanca carpa. Sonrisas, risas, anécdotas, miradas y yo de brazo en brazo. Veo fotos, cierro los ojos, y le veo a ella, tan rubia, presumida, con esos zapatos de tacón que desde ya, tan loca me volvían. Apartando los problemas en cualquier recoveco escondido y mostrándonos sus mejores sonrisas a la familia.
También desde el regazo de mi madre podía ver a mi hermana mirar con los ojos como platos a mi primo, ¡qué frecuente era entonces el amor entre primos! Mis labios y mis manos moradas por mi queridísima remolacha, mi madre y su atención e mí.
¿Sabes lo que era viajar en aquel lugar? Montar en ese tiovivo rosa y blanco y sentir que realmente volaba.
Probablemente aquel restaurante cutre, al ver los ojos de toda mi familia junta brillar, lo convertía en algo mágico. Ya no recuerdo entre que calles estaba, como se llamaba, ni si aún existe, pero se, que si un día lo vuelvo a encontrar, me sentaré, cerraré los ojos y lo único que haré, será soñar.
Nº 102 Besazo, el perro guardián.
Había una vez una pareja que tenian un restaurante. Decidieron comprarse un perro guardián. Después de pensar mucho, al final escogieron un dobermann. Lo compraron y lo llevaron a su restaurante.
La primera noche le pusieron a trabajar, de perro guardián. A la mañana siguiente, los dueños vieron que ¡les habían robado!
Pensaron que el perro se había despistado, o algo así… pero, por la mañana del día posterior ¡ también les habían robado!
Cómo no querían que esto se volviera a repetir. Enviaron el perro a la perrera
Una semana después, los de la perrera llamaron a los ex-dueños para decirles que su perro era UNA FIERA, que había herido a los demás perros y que querían devolvérselo.
Esto gustó a la pareja porque significaba que podía ser el perro guardián que ellos querían. Así que lo llevaron a casa de nuevo y… por la mañana siguiente descubrieron que ¡LES HABIAN ROBADO! Los dueños estaban a punto de recibir un ataque de nervios, cuando se les ocurrió regalárselos a unos amigos.
En casa de los amigos, también fue UNA FIERA.
Los dueños llegaron a la conclusión de que no defendía su casa porque ellos trataban mal a Besazo. Y se dieron cuenta de que en vez de retener a los ladrones, ¡ LES DABA BESOS!
Nº 103 LA PRIMERA VEZ
Sentado en la mesa que dà a la esquina de la barra, observaba detenidamente el corte perfecto del mármol, y trataba de encajar como aquella fría piedra, exhalaba ese calor, que hacia del ambiente más acogedor de lo que era, y eso que era extraño que se logrará alcanzar un grado mayor de calidez, púes si me despistaba un poco, juraría que me encontraba en casa, pero las risas de mis acompañantes me volvieron a la realidad, me interrogó una de mis bellas interlocutoras…¿y tú qué?…Yo, ¿qué? Le contesté ..estás en este mundo o por la cara denotarías que te hallabas a cien mil leguas de aquí, despierta hombre, en ese momento recordé, que debatíamos un tema que, no era muy habitual conversar entre nosotros , dado lo vario pinto de nuestro género y más aún cuando llevábamos recién, dos meses trabajando codo con codo, en aquel proyecto, que nos consumía en su totalidad y que era en estos momentos donde agradecíamos, los ratos de ocio, incluido, éste que se había convertido en uno de mis mayores placeres, el venir a deleitarme , más que con sus exquisitos platos que tenían fama y muy merecida de ser los más exuberantes y deliciosos del país, por que no decirlo,si no más bien de su estancia, de su no sé como dibujarlo en palabras, ni en ideas que están dentro de mi, en sensaciones que me agradan y me llenan y quisiera que no pasasen nunca, este era no como mi segundo hogar si no, mi primero y único sitio donde desconectaba de todo y de todos, menos de esa armonía que en mi despertaban sus paredes, su piso, sus ventanas, todo el sitio me embriagaba, cuando de pequeño vine por vez primera aquí, recuerdo el rostro amable del camarero, que haciéndome un gestos de agrado, como despeinándome los cabellos, me decía, vaya el mozuelo como está de alto, y es que nos conocían por aquí ya que mi madre había quedado viuda hace dos años y desde entonces éramos asiduos a este sitio, ella decía…Mejor que en casa…..sería tal vez, por no estar allí solos , los dos con el recuerdo de mi padre. Púes uno de esos días conocí a la mujer más hermosa de mi vida, ella era una señora de no más de ocho años, una mujer hecha y derecha, y con sus andares logro atrapar mi corazón, que desde entonces fue cautivo suyo, venía igual que nosotros todos los días, y claro pensé en que ella sería la madre de mis hijos a demás de la depositaria de mi primer beso. Púes ese es el tema que estábamos tratando los colegas y yo, abordando los detalles de nuestros “primeros besos” y por supuesto me había tocado el turno de relatar esa, mi primera experiencia, debido a mis cavilaciones me he despistado por completo de los demás relatos, que habría dicho Nelson, sería una situación muy cómica pues el es todo un payaso, y Cristina, se la ve muy sobria me hubiese gustado oír sus hazañas las de Robin y Brenda seguro habrán sido sosas, como ellos, y que decir de Angela esta chica aunque se le conoce poco, y habla poco se ve que lleva una alma de esas que han recibido muchos palos de la vida, debió de ser muy romántico, además hay algo en su mirada que me atrae; púes mi primer beso…muchachos..le dije..se lo dí a mi amor, al amor a primera vista, a una niña que conocí aquí en este sitio , a la chica que desde el momento en que la vi logró ocupar mi corazón a rebosar con su candidez, y lo mas irónico de esta situación son dos cosas, la primera, a saber, que ella nunca llego a saber lo que Yo sentía por ella, no tuve nunca esa oportunidad de llenarla de palabras y frases hermosas que le digan lo mucho que la amaba, decirle que con un aleteo de sus pájaros pestañas, me hubiese tirado al más profundo de los abismos, que con el canto de sus labios, hubiera logrado paralizar mi corazón hasta el invierno de mi vida, pero eso nunca pasó, nunca mi boca me delató, aunque sí mis miradas y mis temblores al verla, y la segunda también a saber, el día que la bese fue así: mi rostro frente al suyo, cual imanes atrayéndose de manera inexorable, su faz pálida como los blancos pétalos de las rosas anunciando sus otoños, sus manos frías y lánguidas como garzas atrapadas en el tiempo, y mi cuerpo todo, que temblaba como un cervatillo herido, tratando de buscar el remedio en esa boca néctar de vida, todo se me tornaba en medio de azules inciensos, y sabia que el momento de convertir nuestras bocas doncellas en cazadoras experimentadas había llegado, fue un beso breve , pero intenso, sus carnosos labios estaban fríos como los tienen que tener los osos polares, y los míos echaban fuego que al contacto, intercambiaron ese éxtasis térmico entibiándose los unos a los otros, me retire y abrí los ojos, pues los llevaba totalmente cerrados, esperando que al inutilizar uno de mis sentidos los demás aumentaran y así poder disfrutar mas de ella, de mi doncella adorada, ahora recuerdo amigos y amigas mías ese beso, ahora y siempre lo recuerdo y por eso cuando hago reminiscencias de ello como un acto reflejo suelo levantar del suelo los talones, pues en ese entonces también tuve que hacerlo, no por que ella fuese mas alta que mi, ni estuviese en posición mas baja Yo, era solamente por que no alcanzaba a besarla con los pies firmes en el suelo ya que el ataúd que contenía su frágil cuerpesito estaba más arriba de mi cintura, si amigos, si amigas mi primer beso se lo llevó ella el día de su funeral, solo allí me atreví a besarla, y luego al salir del funeral , venimos mi madre y Yo a este sitio, a tomarnos algo para tranquilizar nuestras almas, por eso amo este lugar, por que aquí encontré la calma después de la tormenta de ….MI PRIMERA VEZ. Todos quedaron callados, me miraban como cuando se mira a un loco y si, estoy loco, pero loco de amor….¡camarero!…llamé, por favor la cuenta …invito Yo, como siempre……
Nº 104Hasta Luego
La información que manejaba el servicio secreto era que el sitio seleccionado para el atentado sería el hostal adyacente a la plaza Libertad. Las ventanas de cuatro habitaciones daban a la avenida por donde obligatoriamente debía pasar el automóvil del presidente a las 9 de la mañana. Tal como se lo había pedido el presidente no le había comunicado nada a nadie, ni a su familia y había apostado a cuatro francotiradores en el edificio frente al hostal. Cada uno de ellos apuntando a cada una de las ventanas y con la orden de disparar si veían algo sospechoso.
De manera que desayunó frugalmente con Tana y Víctor, los ancianos que hace cuarenta y siete años lo habían adoptado a los días de nacido y ahora le ayudaban a criar a su único hijo, un bohemio jovencito producto de un amor alocado que vivió con una mujer que huiría a los dos años con uno de los viejos enemigos del régimen y por supuesto de él. – ¿Dónde está Rolando? – le inquirió a la señora entrada en años.
Víctor fue quien contestó – Tiene días que no viene. El otro día lo vi por el boulevard de los cipreses, me dijo que estaba viviendo con unos amigos músicos en un hostal de mediana categoría pero que pensaba irse de gira en estos días por la provincia. – Ese muchacho no sé cuando se dará cuenta que debe enseriarse – rezongó el experimentado policía – Por eso no nos las llevamos bien. Ahora intervino Tana: – Serás tú con él, porque él te adora y se esmera en que te sientas orgulloso de él. Simplemente que lucha por sus ideales y está dispuesto a morir por ellos, como cualquier persona de principios.
– Nada mamá, es una manía oponerse a las autoridades simplemente porque quieren poner orden. No vamos a discutir otra vez ese punto. Y como todos los días, se levantaba de la mesa, les lanzaba un beso y se despedía con la frase de siempre: Nos vemos, los amo viejos. Tal como estaba previsto. Cuando derribaron la puerta vieron al sujeto tendido en mitad de la habitación con la cabeza cubierta por la clásica mascara de esquiar y sumergida en un charco de sangre, al lado el rifle con mira telescópica. El grupo comando entró al recinto asegurando el perímetro para darle paso al Inspector Cancino. El jefe máximo de la policía ingresó a la pequeña habitación mirando alrededor sin ver a ninguna parte en especial. Uno de los hombres le dijo: – Aún respira señor, ¿le doy el tiro de gracia?
Cancino fijo en el hombre de azul que había hablado una mirada entre rabia concentrada y desprecio: – Los muertos no hablan coño. Dicho esto se acercó hasta el sujeto agonizante y se arrodilló colocándole la rodilla encima del pecho. Se escuchó un quejido apagado. El inspector rió con cinismo ante aquel gesto de dolor pero dejó de presionar cuando vio aquellos mechones de cabello sobresaliendo por el borde de la máscara. El herido dejo de quejarse y fijó sus ojos en él. Aquellos ojos avellanados y oblicuos lo miraban no con rabia sino con una mezcla entre ternura y curiosidad. Sintió algo familiar en aquella mirada. Una luz se encendió en su cerebro y con gesto decidido arrancó la máscara de aquella cabeza sangrante. No, no, noooo puede ser Dios mío. – quiso gritar, pero la cercanía de sus hombres quebró la frase en su mente. Sentía la cabeza dar vueltas, un nudo en la garganta y una fuerte punzada en el pecho. Ahora veía con claridad esos ojos que en un tiempo contempló como los suyos. Vio que el herido hacía esfuerzos por hablar. Quiso decirle que no hablara pero sus hombres lo observaban. Ahora de sus ojos luchaban por salir ríos de lágrimas. Su lengua se secaba en su boca. Su respiración se hacía afanosa. Desde la posición donde estaba ninguno de sus hombres le veía el rostro.
Uno de ellos se acercó y se detuvo a su lado para decirle: – Jefe, el presidente está fuera de peligro y quiere ver sufrir con sus propios ojos a este perro. El inspector no respondió, El hombre de azul vio como la mano huesuda del moribundo ahora se cernía sobre la recia mano del jefe y una gruesa lágrima resbalaba por la mejilla chupada. Sus labios tremulantes se cerraban en una mueca que aparentaba una sonrisa. Aún el inspector tenía el rostro oculto. Su espalda y hombros se sacudían. Parecía que lloraba. Los hombres de azul estaban atónitos. Se miraban la cara unos a otros. No entendían lo que pasaba en la habitación de aquel hostal. ¿Lloraba acaso el jefe? ¿Quién era el hombre moribundo? De pronto la mujer entornó los ojos, crispó más la mano sobre la del jefe y con voz apenas audible expirando musitó: – Nos vemos, te amo hijo.
Nº 105 Tú
La suave melodía que se filtraba por los altavoces ocultos no hacía sino acentuar esa sensación de inseguridad. Un tranquilo vals acompañaba el tintineo del tenedor, el débil murmullo del resto de comensales, haciendo que esa noche fuera más especial.
No sé cuántas personas percibían ese detalle, quién estaba, como yo, atento a cada acorde. Me maldije por estar pensando en esas nimiedades cuando tenía frente a mí, por fin, un ángel. Pero lo cierto es que el incomodo silencio que nos embriagaba hacía casi obligatorio reparar en esas pequeñas cosas.
Volví a mirarte con disimulo, fingiendo que escrutaba la salsa roquefort. Me pareció que retirabas la mirada, como si te hubiese descubierto en un dulce delito que querías ocultar al mundo. Te comprendía muy bien. Ese pequeño rubor en tus mejillas era similar al que había aparecido en las mías al rozar tu mano mientras cogía el pan.
Por el rabillo del ojo recorrí ese dulce óvalo, perdiéndome en la comisura de tus labios, deteniéndome en la punta de esa naricita respingona, y admirando esos ojos enmarcados por el rimel, intentando encontrar mi reflejo en tus pupilas. Reprimí el deseo de acariciar tu corta melena, de seguir el camino por tu cara, hasta dejarla descansar en la nuca, acercándome lentamente para robarte un poco de ese carmín.
No sabía qué decir, aunque poco importaba eso. Mi acostumbrada locuacidad parecía haberse esfumado en el momento decisivo, en la noche en la que todo se jugaba a una carta. Era consciente de que estaba retrasando lo inevitable, incapaz de decir esas palabras que durante todo el día habían revoloteado por mi mente.
Pero también sabía que tú lo sabías. No podías engañarme, se veía en ese brillo que, como las brasas de la chimenea, daba calor a tu mirada. Estabas esperando a que yo diera el paso, temblando mientras cogías el tenedor, impaciente por darme tu respuesta.
Era irónico que ninguno quisiera romper el hielo. Con la de horas que habíamos compartido con la excusa de tomar un café, charlando hasta que los posos descubrían nuestra coartada, y ahora nos habíamos quedado sin voz.
Conocía cada detalle de tu vida, no había nada que tú no supieras de la mía. Incluso creo que te diste cuenta de lo que yo sentía desde el día en que me regalaste aquella sonrisa, haciendo que desapareciera mi timidez y me sincerase.
¿Tan difícil era decirte “te quiero”? ¿Por qué me consumían las dudas? ¿Acaso no confiaba en mí mismo? Había elegido ese restaurante con la intención de sacar de mi corazón todas esas promesas que ahora, sin embargo, se me atragantaban, haciendo de mi copa un recurso sobrevalorado. ¿No era el momento?
Y entonces me di cuenta. No era aquí ni ahora, sino después, mientras paseáramos por la orilla de la Ría, justo en el momento en el que estuviéramos por la mitad del Zubi zuri. Yo te cogería de las manos, me pondría frente a ti, y te explicaría lo mucho que habías cambiado mi vida, todo lo que habías hecho florecer en mi interior. Te miraría a los ojos, y después, cuando hubieras asentido con una cálida sonrisa, me acercaría para rozar tus labios, mientras mis brazos te mecían en un dulce abrazo.
Sin duda era el mejor postre para acabar la noche, contar las estrellas cogidos de la mano.
Nº 106 TRANSPARENCIAS
Iba deprisa, hacía calor. Cargada como estaba con la maleta, hubiera dado unos cuantos euros por encontrar una fuente donde refrescarme. Y todo el oro del mundo por una cerveza fresquita y un rato de sosiego antes de decidir mi próximo destino.
Así que entré en el primer sitio que vi abierto y me senté. La camarera, después de hacerme la esperada pregunta, volvió rápido con una jarra de cerveza. Qué gusto. La saboreé a pequeños sorbos como se disfrutan los buenos momentos de la vida, muy lentamente.
Y entonces sucedió.
Vi tus labios cómplices sonriéndome de lejos, a pesar del libro que te cubría medio rostro y del biombo decorado con motivos modernistas que te ocultaba medio cuerpo y que separaba los dos espacios de la sala donde nos encontrábamos.
Habían pasado casi veinte años desde que nos vimos por primera vez. También en ese momento la mano suave de la casualidad, cómplice, nos unió en un bar como ahora. Tu rostro pálido y delgado del pasado se había transformado. Era distinto, más amplio y sosegado. Tus labios no habían cambiado.
Te observé de lejos, cómodamente, protegida de tus miradas y pensé en mi próximo destino. Había iniciado el viaje hacía veintitrés días exactamente. Los meses anteriores fueron duros en el trabajo: despidos de compañeros, culpas compartidas, miedos escondidos. Mucha inquietud y vértigo. La empresa no iba bien, cosa nada extraña por aquella época, era la tónica general de todas las del sector. Era difícil encontrar a alguien vacío de agobios a quien pudieras contar los tuyos. Y el mar revuelto de idas y venidas, de problemas del trabajo, fue llenando momentos privados, una marea alta que todo lo cubría, sin respetar los ciclos para retroceder, me ahogaba.
Un día alguien me salvó. Fue mi propio jefe cuando me despidió. Todos los meses mirábamos las listas de los trabajadores con expedientes de regulación de empleo. Siempre me libré hasta entonces. Miraba, comprobaba bien y respiraba. Uff, esta vez no-me decía. Hasta aquel día.
Y contrariamente a lo que esperaba, fue una liberación. No soy de las que gusta de estar todo el rato de bajo del agua. No lo llevo bien. Me gusta mirar el mar desde lejos, ver las olas como vienen y van, sus idas y venidas, previsibles. Me gustan las palabras como oleaje, placidez, envolvente, chasquido, baño. Y durante los meses que apuntaban al abandono de mi trabajo, solo oía otras como oscuridad, agobio, fango, nudo, estrecho, problema.
Y al final, mis palabras y mis voces se fueron también reduciendo, estrechando, a la vez que mi persona empequeñecía en un despacho sin luz apenas, porqué llegó un momento que me olvidé de subir las persianas de la única ventana del cuartito.
Después de decir adiós a mis compañeros y salir a la calle, sentí algo extraño. Miré hacia arriba y vi el sol, miré hacia la derecha y vi un camino. Miré hacia dentro y encontré palabras nuevas. Escogí entre ellas solo tres: viaje, luz y mar.
Me dispuse a poner las tres en mi maleta, que se llenó de ropa ligera de colores alegres, de un par de bikinis, toallas, pinceles y dibujos.
Y empecé entonces a planear mi viaje. Por primera vez en mucho tiempo planificar algo tenía sentido, me ilusionaba.
Ahora hacía veintitrés días que empecé mi viaje. Busqué el mar y el descanso. Buceé dentro de mí misma y encontré a alguien que merecía ser salvado.
Todo esto pensaba mientras te miraba. Habías sido un imprevisto en el viaje. Una luz distinta y tamizada.
Tres mesas repletas de gente nos distanciaban. Un murmullo de restaurante en la hora punta no me dejó oir el sonido que salía de tus labios.
Aún así pude distinguirte vocalizando una palabra: transparencias. Supe entonces que me estabas llamando. Tú serías mi próximo destino.
Y leí en tu boca todos los susurros.
Nº 107 EMANCIPACIÓN DEL DOLOR
Llevaba dos horas en la cama retorciéndome de dolor, y no conseguía dormir: tan solo me atormentaba aquél agudo dolor. Así que decidí sacar las mantas y sábanas de mi cuerpo sudado e irme al bar más cercano a intentar, al menos, emborracharme para poder, mínimamente, olvidarme de aquella tortura incesante. Me puse los pantalones, un jersey sucio que tenía en el suelo, las botas, cogí el tabaco, la cartera y el maldito dolor. Me fui a la puerta, agarré las llaves y la chaqueta y salí a la calle, cerrando la puerta suavemente.
Anduve un rato, en busca de un bar: el primero que encontrase sería mi nueva amistad. Por el camino me encendí un cigarro. Fumé un rato y cuando lo tiré, al poco hallé un bar, y viendo mi ingrata compañía, entre el frío y el dolor, entré sin pensar nada sobre el bar más que me sirvieran whyski hasta cerrar el grifo del dolor. Así que, en nada, ya estaba dentro. Entré y a mano derecha estaba la barra con un tipo apoyado en ella, bebiendo una cerveza resudada y fumando cigarrillos rubios. Delante de él, el camarero secando copas, y al fondo de la barra había un tipo gordo con la mirada en un punto fijo, pensativo, en sí mismo. En el tocadiscos sonaba John Mayall, pero al tipo de mi derecha no le importaba mucho pues no paraba de balbucear. Así que alcé la mano y pedí un whyski al camarero mientras me dirigía al fondo del bar, a la esquina más solitaria y oscura del bar, para matar, yo sólo, a mi dolor. De repente, otro tipo alto y delgado, fumando, salió del lavabo, guardándose algo en el bolsillo de los pantalones. Lo miré y me dijo buenas noches. Contesté acercándome a la mesa, tiré el tabaco sobre ella y me senté. El tipo alto y delgado se fue asintiendo con la cabeza tranquilamente.
En breve llegó el camarero y me trajo un whyski con hielo: me lo bebí de un trago y, antes de que el barman llegara a la barra, le pedí otro whyski, pero esta vez sin hielo. Me encendí otro cigarro y en el tiempo que volvía el camarero a mi mesa, se iba, borracho, el primer tipo que había en al barra. Ahora sólo quedábamos el gordo, el camarero, el tipo alto y delgado y yo. Bebí del whyski y fumé del cigarro. Goce unos segundos: ya empezaba a olvidarme de mi dolor. Fue entonces cuando se paró la música y en seguida empezó a sonar Hoist that rag. El tipo alto y delgado se alejaba de la máquina tocadiscos y parecía gozar de la música, tanto que se acercó al gordo de la barra y le dijo algo. El hombre gordo fumó de su puro, bebió de su copa, se puso en pié, lentamente, dejó el puro en el cenicero, se puso un gorro que llevaba y asestó un puñetazo al tipo alto y delgado, tan fuerte que éste acabó tumbado delante de mis pies. Yo me lo quedé mirando y me acabé el whyski de un trago. El gordo, de mientras, dijo: «¡Ya tienes otra marca en tu jodida obra de arte, gilipollas!». Cogió el puro y desapareció entre la callejera noche. El camarero movía la cabeza de lado a lado, lentamente, mientras secaba más copas, y yo pedía dos whyskies al barman. Tendí la mano al herido de guerra en el suelo. Éste la cogió, se levantó y dijo: «¡Trae la botella entera…González!» Le sonreí irónicamente y nos sentamos. Ofrecióme un cigarrillo mientras él se encendía otro y le dije: «Bueno… esta noche no seré el único que tenga un dolor inaguantable en su cabeza…».
Brindamos y bebimos sentados en la parte más solitaria del bar, con un gran dolor y una botella de whyski por acabar.
Nº 108 De mala muerte
Postrado en el mostrador, con su peso recostado sobre los codos, ahí estaba. Su codo derecho no se despegaba del mármol, que pegoteado por el alcohol era estrecho amigo de varios otros como él. Poses similares tenían los otros, en paralelo a él.
Miraba su reflejo, difuso en el mármol de la barra, movedizo, no iba a encontrar una mejor versión de él esa noche. Sentía su cara desfavorecida por el trajín, con capas que no sabía si llevaba encima hacía años o solo algunas noches. Los ojos hundidos bien atrás de los párpados, y las arrugas de la frente, pesadas, cargaban a los ojos que tironeaban para no cerrarse.
Todavía podía calcular como llevar su mano hasta el vaso, el tipo del otro lado de la barra no tardaba en llenarlo cuando hacía falta. Hasta ahí andaba. Venía postergando evacuar hacía un buen rato ya, sabía que no era un camino largo pero no quería dejarse en evidencia. Apenas si ojeaba como el piso se le iba alejando a lo oscuro. Claro que no quería moverse, si ya todo se movía de por sí.
Qué mala muerte, unos cuantos hombres embrutecidos recordando alguna fémina que ni se iba a asomar ahí. Esos hombres no tenían realmente nada que ofrecerle a una mujer, se bastaban con nublarse la vista para ni poder ver si ahí había alguna. Igual no había.
Más que encorvado ya estaba anclado, a punto de sumergirse en aquello que lo sostenía. Era solo esperar para que pasara, luego de algunos tragos más, no todavía. Con frecuencia sus huesos pesaban más de lo que sus músculos aspiraban a mantener vertical, sobre todo cerca del amanecer.
En la puerta del boliche quedaba siempre su deseo de adueñarse de esa noche, como antes podía y hacía. Cuando a cada trago un chispazo lo hacía sentir ligero y gozado. Por malo que fuese el tiempo, el nunca pensó en quedarse ahí hasta que lo echaran. Nunca pensaba quedarse, pero cada noche lo tenían que echar al cierre de la tasca. Y ahí, quedaba nomás con el silencio del bullicio y el silencio de él solo.
Nº 109 REPUDIO
No he vivido, sin duda, no he vivido; desde que en realidad, abandoné el bar, ya no he vivido y he vivido solo creo por vivir.
Trabajaba en un bar; todos lo saben; de noche, en la ciudad; y allí fue donde la conocí; se presentó al bar así como una inocente niña y yo mismo la llevé al encargado;”no, no, mujer”, escuché que le dijo el tal, “si el cliente quiere servicio tienes que dar” y pues ella “no, no”, decía; así que se fue, recuerdo, esa noche misma, de ese lugar y no la vi más.
Pero tiempo después en realidad volvió y se quedó y me hice amigo de ella y ella de mí, de tal forma que me enamoré pero sufría al verla allí. El bar, pues, en que trabajaba yo; era uno nocturno y las chicas allí, que eran diez, en realidad, en donde trabajaba yo; hacían que el cliente pida mas y mas; y si el cliente, para ello, les tocaba en donde no debía, se dejaban nada más; pero debía de pedir; y además si el cliente también quería servicio sexual, después, se lo daba; a justo precio; a mutuo acuerdo con el encargado.
Y digo que desde que me fui del bar ya no he vivido, era porque aunque no soportaba verla allí entregándose a todo el mundo, ahora que lo pienso bien, en realidad, mejor me hubiera quedado; cosa que si, al menos, le sucedía algo; yo, su amigo, el que la dejó después, estaría a su lado, pero ya no puedo; ya no puedo; porque me he ido.
Solo cuando veo al cielo, en realidad, me quedo mirando, no las estrellas, no; la luna y me pregunto, entonces, siempre que hay eso: ¿qué, que tienen las mujeres de los bares que las otras no tienen y que estas a tu disposición, que?, ¿será que ya está en mí, esa condición de amar, lo que no se puede amar?, ¿será que un mozo como yo; no se puede olvidar de una mujer?
Y un día de valor como hoy, que no quería ir, he ido; al bar, aquel, después de tres años de no ir; y he aquí, pues, que no vi ya a ella, ni me reconoció, sino a una glamorosa mujer que en el cuarto más oscuro y lejos del bar, en donde sucede todo menos lo decente, se encuentra la mas perra de todas las prostitutas, la más abominable.
Tú, tú, me dejaste; te, te estuve esperando; ¿en dónde estabas; porque me dejaste?
No dije nada.
Te has vuelto, te has vuelto – le dije – “…pero no pide seguir”.
Me dio un beso y me dijo: “mi cuerpo esperaba el tuyo, con mucha ansia y cuando me dejaste, quedé sin fuerzas y demasiado sufrí; pero ahora que estas aquí, vamos, vamos, larguémonos de aquí”.
Y he aquí que yo debía de rechazarla; he aquí que yo debía de repudiarla por perra; pero repito: ¿qué tienen las mujeres de los bares que parecen, no tener alma?
“Vamos Sandy – le dije – vamos.
Yo también te estuve esperando…”
Nº 110 Imagen de una huella.
En lo interno de un antiguo café bullicioso-de hace determinados años que hasta el día de hoy, ya son más de treinta, figurando entre las relegadas páginas de una típica localidad, personalidad por excelsitud como conferida época. Perfil circunspecto y afligido del tiempo…Un tiempo sea bueno, tal vez… y que destina sin cesar su oído al viento, una noche veraniega con aroma con su apetecer, mar de piélago navegante. Debió haber sido por la obra de un lobo de mar con mucha potencia. Llevaba como título: Imagen de una huella, inaugural protagonista, por un actor, fácil mi nombre olvidar.
Recordación que no se ha extinguido…tal, si hubiera sido hoy…puesto que lejos, en su inicial vista tomada de la esbeltez sobre los abriles reposa. Su simpatía cara, un tanto lozano, sus ojos castaños, su piel trigueña, un número…veinticinco años, con apariencia seria, con algo de nauta en el atuendo. Rostro de amor, como los conferidos en poesía…en las noches de jovialidad, secretos anocheceres, cándido tropezar exhumado en nuestros días. Del enigmático mostrar, varón así da nuestra villa, lo mejor-el amor sumamente sensual. Una mirada a tan evidente obra que percibía fácilmente la intención de un promotor, que para cuanto ama de alguna manera, no estaba destinado a quedarse en lo que pudiera ser sino temor, maravilloso hubiera sido el elogio.
Imagen de cuyos ojos, eran, esos ojos castaños…sí, castaños, de un color miel, en el tiempo que fue joven y que me parece como si fuera en esta época. Llega la noche, un comenzar de vida con sus transacciones, la piel que ansia y busca el goce inevitable, perdido, una y otra vez, con la fuerza propia hacia el mismo lugar. Lugar humilde y ordinario, oculto en una callejuela, algo estrecha, la apartada taberna. Las voces de algunos que otros consumidores que se divierten jugando a cartas. Y allí sobre el humilde lugar la entidad del amor, poseer de los labios voluptuosos de una embriaguez tal, que incluso ahora al escribir, ¡después de tantos años! Días, noches, ponientes, madrugadas, espacios, ondas nuevas, antiguas, fugitivas, perpetuas, mar o tierra, navío, lecho, música, pluma, silencio, escritura, su forma, sabedlo, ni su gracia fue mía. Vuelve muchas veces y me toma la sensación amada, vuelve y me toma en su despertar la memoria, un viejo deseo cruza de nuevo por la sangre, cuando los labios y la piel recuerdan y sienten las manos como si volvieran a andar semis desveladas, intentando detenerlas, al despertar de la mente por la noche con el fulgor del día, metidos en un escrito ilustre.
Y en el desdén del viejo lugar, todo infortunio, pienso en lo poco del gozo por los años en su suceder, en que tuvo vigor, verbo, y belleza, como la cordura ha sido añagaza. Un rememorar reclinado en el interior de un café bullicioso, mora el alma en su viejo sitio ¡qué locura!… Impulso que constriñe en este momento, en cuanto a desdicha sacrificada…Descerebrada sensatez, cada ocasión perdida fuera una burla. Noche de verano, si, era verano…noche…en las tabernas que fue creciendo, ondas que por los pies acarician las huellas.
Sin rumbo pasea por la calle, todavía como en seducción, placer hondo, por el muy vedado sortilegio que acabo siendo… ¡de quien sabe! En un antiguo café. En vano su palabra escrita y pienso con la flor que se marchita, que ha mirado largamente la luna solitaria. Un roce al paso, una mirada fugaz entre las sombras para que el alma se abra en dos ávida de recibir en sí misma, mitad sueño en figura igual en amor, pidiendo su regreso. Silencio con su historia en el por años. Nadie al dolor responde. Se calla y la voz se esconde. ¿A quién decir lo que mi pecho sintiere? Triste nauta, lejana sombra que también supiste lo que es morir de sed junto al nacimiento de amor, en un mundo bajo el cielo desafiante y perturbador. Mi pensamiento y sus mentiras, voz finalista de tele-novela, matando a la protagonista.
Nº 112 Una mala resaca
Fue muy duro, estuve mentalmente ausente durante toda la noche. Intentaba dormir, eso siempre ayudaba, pero no estaba en el lugar correcto en el momento oportuno. En la habitación vecina se escuchaban susurros y gemidos, y aunque yo aparentaba calma, nada más lejos de la realidad.
Como dice la canción, todo comenzó en la barra de aquel bar. El encanto que sólo puede tener una taberna andaluza, con sus azulejos, su suciedad en la pared y su cerveza fría. Tres amigos, una mujer y dos hombres. Un guiño. Una habitación de hotel. Una noche que se antojaba inolvidable. Y no lo será jamás.
No estaba enamorado, ni mucho menos, pero sí me sentía atraído y esa noche me veía abrazándola mientras nos confundíamos con las sábanas. Todavía puedo oler su pelo. ¡Ay Bea! A veces pasa que se sueña con algo y resulta tan nítido que se confunde con la realidad. Pues en este caso me había imaginado durante tanto tiempo tantas formas de estar con ella que parecían tan reales como que ahora estoy contándoles esto.
Las horas no ayudan a olvidar, todavía está todo un poco confuso y borroso, realmente no sé qué ha pasado porque de verdad que intentaba dormir aunque no lo he conseguido. Dos horas. No más de dos horas de sueño de una noche muy larga.
Una lágrima se me cae por la mejilla, mejilla que ella misma había tocado, riéndose por dentro sabiendo lo que yo sentía. Esa zorra no estaba hecha para mí. Ella no quería, yo sí, pero ya es tarde. Tarde porque me sentía traicionado por mi mejor amigo, ése mismo que poco antes me incitaba a acercarme a ella, a llevarla a cenar, ese mismo amigo que se ríe de mí cada vez que puede, porque es así, esa es su forma de divertirse, a reírse del tonto gordito que nunca se enfada. Pero hoy no puedo decir lo mismo, la angustia que tengo en el cuerpo no es culpa de la zorra, ni de ese perro, ni mía. O tal vez sea mía, o de los tres. Joder, qué difícil es esto…
Sergio, ése al que puedo llamar amigo me incitaba más que ninguno y era el que se la estaba tirando: el que más se reía de mí. Pero ya no se reiría más, eso seguro. Porque digamos, que anoche fue su último polvo y el de ella. Por eso estoy aquí, señores agentes, porque yo soy culpable de haber acabado con los dos.
No sé en quién me he convertido. Ni quién he llegado a ser, ya todo da igual. ¿Orgulloso? Me siento como una cucaracha. ¿Qué va a ser de mí? Me da igual. ¿Quién seré a partir de ahora? Lo único que me queda de lo que he sido es un nombre vacío. ¿Que cuál es? Qué más da, sólo los héroes tienen nombre. Los demás sólo somos relleno.
Nº 113 LAS DOCE
En épocas de bonanza hubiera dicho que ingreso a un “barsucho”. Hoy te digo: “toda vestida de negro, sintiéndome muy elegante, ingreso decidida en un bar en pleno Sol de Madrid. Busco calorcito de Nochevieja. Por esta noche, faena de cartones, ¡no!”
Falda larga, blusa, zapatos, guantes, todo mi cuerpo ataviado de primera. Un abrigo de piel, unas tallas más que yo; único detalle discordante, aunque no se nota. “¡Qué guapa estás!”, dijo la chica del albergue al verme salir.
Más allá de la ventana empañada del bar, una piña humana yendo y viniendo con prisa. Prisa de llegar a las doce. A las doce a algún lugar, a abrazar a alguien. La nieve cae a las doce también. Nochevieja es esto, una mesa elegante, manteles blancos, velas cuadradas con adornos dorados, un mozo de aspecto dominicano ataviado de negro, nostalgias, reencuentros, familias, parejas, amigos, abrazos… Pido una taza de chocolate; no tengo dinero para pagarlo, nadie lo sabe. La juntada de cartones tiene eso: hoy tienes, mañana no. Hoy mucha nieve y lluvia desde temprano han estropeado el trabajo de muchos colegas. Ilusiones de festejos corren por las alcantarillas de la ciudad, todo empapado, inservible.
“¿La señora siente frío?”, pregunta el mozo de aspecto dominicano. Adivino los años de mi hijo, dominicano también, imagino unos treinta, como él; a él no puedo imaginármelo. ¡Demasiado tiempo para retener gestos ausentes! “Cuando vengas, ¡no me reconocerás, madre!”, sentenció desde Santo Domingo por el teléfono mojado… mojado por mi llanto, como todos los treinta y uno para esta época. “Madre que abandona a su hijo, mal asunto. Mal asunto para hijo, mal asunto para madre… ”. Pienso que no soy esa madre, soy otra… algún día seré otra…
Así… nostalgias, recuerdos, hijo ausente, no cartones, afuera frío de nieve, gente de prisa… ¡Ya son las doce! Iglesias y campanas se empecinan exclamándolo con fuerza, fuerza de vientos que penetran lo más secreto del ser humano.
El mozo dominicano reparte dulces y sirve copas con burbujas saltarinas, sonríe, dibuja la sonrisa de mi hijo… lo pienso, cierro los ojos, es él… está brindando conmigo… su traje es negro, su camisa blanca, su sonrisa cálida… es él… Afuera hace frío; aquí, muy adentro mío, también. Aunque…, ella, soledad, brinda con nosotros…
Nº 114 FIN DEL ACTO
-“Entonces ponme otra copa, Aitor…”.
-¡Corten! Habéis estado maravillosos. La película va a ser un éxito.
Julia no lo esperaba. La suerte estaba de su lado. Desde que se divorció no había levantado cabeza.
-Julia, espera –dijo el director sujetándola del brazo. –Quiero hablar contigo.
Ambos se sentaron a la mesa del restaurante donde habían terminado de rodar la última escena.
-Seré breve… -suspiró. –Estás fuera. He encontrado a una persona que te va a sustituir.
En ese momento, alguien entró por la puerta:
-¿Cómo estás, Julia? –su mirada guardaba mucho rencor.
-¿Qué… haces… aquí? –apenas podía pronunciar una palabra.
-Ya ves. Juré que acabaría contigo.
-Lo siento –el director cerró los ojos.
Aquella mujer sacó una pistola y disparó.
Nº 115 LA SEÑORA REVELA SUS SECRETOS DIPLOGÀSTRICOS
Estoy sentado sin nada que hacer en la mesa de un bar céntrico: en este momento se instala en la mesa de al lado una señora de profesión diplomática que conocí hace unos meses en un deteriorado bar de Pocitos.
Como en aquel momento ella estaba abombada por el alcohol, ahora no me reconoce. En este bar hay mucho bullicio, así que le grito que si no me recuerda y pone caras de extraviada, hace girar los ojos y me grita que no y que tampoco le importa.
Entonces comienza a beber en desproporción con su continente, tal como cuando la conocí. Por lo tanto me reconoce y me susurra con un graznido beodo: “Siéntese en mi mesa” .
Comienza –tal como cuando la conocí- a relatarme anécdotas mas o menos apócrifas de sus viajes diplomáticos. Me cuenta exactamente lo mismo que en aquella oportunidad, en el mismo orden.
Cuando una niña que vende estampitas interrumpe el relato, la señora diplomática la abraza y la besa pero no le compra nada , en ademán exactamente idéntico al de aquel día en Pocitos, con la única diferencia que en aquel entonces se trataba de un niño que vendía flores. Hasta dice lo mismo: “Dinero no tengo, pero afecto para dar me sobra” La niña igual se retira abandonando las estampitas en un charco de coca cola que se ha formado alrededor de mi vaso, esperando que tal vez la señora reflexione y le compre algo al volver.
Pero al volver, la señora no sólo no le compra nada sino que vuelve a apretujarla empalagosamente. La niña se retira furiosa con la señora. Y conmigo porque las estampitas flotan arruinadas en el líquido negro.
A diferencia de cuando la vi por primera vez, la señora diplomática ordena al mozo que le traiga comida. Al rato el hombre vuelve con algo entre panes, que ella comienza a masticar sin más demora. Ya no quedan más fábulas del mundo diplomático para contar, pero sus mandíbulas se obligan a permanecer en movimiento.
Y sucede lo que nunca había visto en mi vida: mientras come e intenta decirme algo relacionado con una obra de teatro que no me interesa, comienza a bostezar abriendo la boca hasta lo inadmisible, poderosamente, exhibiendo el bolo masticado compuesto de una especie de papilla de miga húmeda, huevos duros en picadillo, carne triturada de animal inidentificado, pasta de champiñones y pepinos y una envolvente flema traslúcida que funde y compacta la totalidad de la miscelánea orgánica.
La combinación simultanea y tan prolongada del bostezo y la masticación, dos actividades excluyentes entre sí, me produce una especie de euforia trastornada muy similar a la de una droga estimulante de mal corte.
Narcotizado, me pongo de pie con los miembros entumecidos y quiero hacer un montón de cosas al mismo tiempo: ordenar comidas exóticas al mozo, comprar estampitas y flores a todos los niños que se menean entre las mesas, conversar de fútbol, de política, de religión y del papanicolau con los vecinos de mesa, ir al baño a empaparme la cabeza para después ponerla debajo de la máquina secadora, abrir y cerrar todas las puertas, saltar sobre el mostrador del bar y destapar todas las botellas, pagar vueltas de tragos a todos los de este bar, a los de los bares cercanos y a los de los bares lejanos, tocar timbre en las casas de todos los vecinos y arrastrarlos de los pelos al exterior para organizar una gran celebración en la calle, llamar por teléfono a todos mis amigos, enemigos, conocidos y desconocidos y citarlos aquí y ahora para instituir una asamblea de ciudadanos ilustres que conviertan a este sitio en una ciudadela amurallada de resistencia a la invasión de un enemigo indefinido.
Nada de eso sucede pues los efectos del estimulante se disipan antes que pueda dar un solo paso. Pago mi cuenta, me despido de la señora diplomática que perpetúa el bostezo con la papilla a la vista y salgo al exterior convencido de haber descubierto los principios activos de un nuevo enajenante.
Pero estoy condenado para siempre a no saber qué hacer con este hallazgo.
Nº 116 Fidelidad recíproca.
Desde hace muchos años mi mujer y yo solemos acudir a cenar dos o tres veces al mes al mismo restaurante. Normalmente, suele ser en sábado, si bien, siempre en fin de semana o festividad. Como clientes habituales es cierto que se nos ofrece un trato preferencial, siempre lo hemos valorado aunque nunca exigido. De hecho, hemos conocido a las dos anteriores generaciones del actual propietario, por tanto, se puede intuir que ya llevamos varias décadas siendo fieles al lugar.
Y esa fidelidad no se debe tan solo a los espléndidos manjares que conforman su carta, tampoco se trata únicamente del exquisito, aunque familiar, servicio que se ofrece por parte de todo el fabuloso equipo que integra su plantel. Y qué decir del local, ocupa los bajos de un edificio clásico en el centro de la ciudad, decorado con gran gusto por uno de los más prestigiosos estudios de decoración de la zona pero siempre buscando la permanencia de su esencia. Tampoco éste es el motivo de tal lealtad.
Es cierto que la restauración ha evolucionado desde sus inicios. Hoy en día ya no consiste en un lugar donde acudir a comer. Es mucho más que eso, se trata de toda una cultura. Es el resultado de la combinación de una gastronomía desarrollada, sin perder la tradición, con una bodega cuidadosamente seleccionada, con un servicio atento pero discreto y con un excelente gusto en la selección de la cristalería, la vajilla, la cubertería y la decoración del lugar.
El conjunto de todos esos factores suponen motivo suficiente para continuar asistiendo a ese lugar durante muchos años más. Y eso que, durante estas décadas, en nuestra relación se han producido algunas situaciones desfavorables. Pero como cliente, mi nivel de exigencia nunca ha cedido y tampoco lo pretendo hacer en el futuro. Estoy convencido de que mi posición crítica, como la de otros muchos clientes, también ha colaborado en la obtención de esa esencia cultural.
Nº 117YO ERA POBRE
Yo era pobre. Aquello sí que eran crisis. Y como era pobre quería ser cocinero. Para comer. Muchas tardes me asomaba al chino de mi barrio, al restaurante digo no al señor que era amarillo, y miraba como los orientales hacían rollitos primavera, ensaladas de col y pato laqueado. Chupi. Luego iba a la pizzería y me entretenía viendo a las jóvenes, algunas hermosotas con la pechuga al aire y la barriga también, haciendo la masa, tirándola al techo y, así, preparar haciendo las pizzas con su jamón encima, su orégano, su pimientito verde. Qué ricas. Los domingos me asomaba a la churrería y, goloso que es uno, se me hacía la boca agua. Con qué estilo la churrera, que se llamaba Maruja y estaba más buena que las porras con chocolate, iba moldeando una masa diferente a la de los pizzeros, luego la ponía en su maquinita y, oh milagro de la ciencia alumínica, de allí salían grandes roscas de, eso, porras y delicados lacitos de churros a los cuales Maruja les ponía su azuquita encima y los vendía por unidades, docenas o cientos, como ví una vez a un gordo. Me da doscientos treinta y seis. Es para un bautizo. No será para el niño, dijo Maruja. No, señora, es pa´los invitaos, contestó el comprador azorado, ¿cuánto es?. Y fue bastante. Donde más aprendí desde luego fue en la mili. Estaba en Hoya Fría y los capitanes, que eran chicharreros nos hacían disparar con mausers de la guerra y, claro, matábamos a los delfines pero no dábamos en la diana. Bueno, pero vamos al grano. El último que terminaba de comer en la mesa larguísima llena de reclutas y andaluces tenía que llevar los platos a la cocina, lavarlos, secarlos y colocarlos en la estantería. Yo me hacía el tonto, y terminaba el último. Con eso lograba dos cosas, me comía los postres que sobraban y me tocaba ir a la cocina. Por entonces ya el hambre era la menos remota, pues vivíamos en el franquismo medio, o sea los tiempos del Opus en el gobierno, y comíamos pescado a mansalva y conejo del Monte de las Mercedes sin parar. En el alto franquismo si que hacía hambre por las mañanas. Dicen que en mi pueblo se comían hasta las cáscaras de las patatas y que cazaban cuervos y bebían agua del río. Eso eran crisis y no ahora que el Ibex, mayor ladronicio, anda entrando y saliendo en los once mil y que Paco González el del Bilbao etcétera ya tiene el hombre su jubilación asegurada, aunque los demás tengamos que seguir manteniendo a los hijos de veinte, treinta y cuarenta años después de haber trabajado cuarenta, treinta o veinte años sin cobrar las horas extras. Cosa de los sindicatos libres. Bueno, seguimos. Al salir de la mili me hice pastelero y aprendí a degustar las tartas de plátano y el jamón de bacalao, cosas sofisticadas en proporción a los filetes de carne de cabra que compraba mi madre y a los boquerones en vinagre con salsa de soja del bar de la esquina. En la pastelería engordé doce kilos y me dije que tenía que tomar nuevos rumbos. Como todavía no existía elBulli ni hablo catalán, con la disculpa de ser del Osasuna me hice amigo de de Arzak, y ahí la cosa cambió. Como quería ser cocinero de verdad y para comer como es debido, que también era una obsesión lo reconozco, además de tener una cuenta corriente como la de Arguiñano o Jaume Matas, aprendí a hacer rollitos de ternura con pasas secas, patatas con flambeado de guisantes y congrio al aire libre, escalope a la jiennense con aceitunas rebozadas, rabas musicales es decir en forma de micrófono afónico acompañadas de misterios de miel joven, revuelto de pan con trufas y moño de verduritas en sazón, mousse de lentejas al horno o tiras de pescuezo de cordero salpimentadas al ajo. O sea cocina del mercado, como había enseñado Bocusse a los grandes de la cocina mundial. Cuando Arzak vio que había superado el meritoriaje en vez de despedirme como habría hecho cualquiera me mandó a París. Allí aprendí francés y algo de árabe. Lo usual, como está usted, Alá es grande, España limita al norte con el Mar Cantábrico y los montes Pirineos… Pero en árabe, claro. Era para entenderme con el chef que era bajito y de Marraquech. Así que, con las enseñanzas del moro Muza que así se llamaba de verdad, Muzabderraman Boussed, aprendí a hacer los mejores postres. Repostería elegante con cierto tono afrodisíaco: jarabe de vino tinto con plátano macho, melón al estilo clientela con ramitos de endrinas chamuscadas, nuez moscada en torre de mermelada y crema de langostino hembra, milhojas de agua dulce aceitadas con leche condensada, jalea real adobada con melocotón sin almíbar, montoncito de menta brava y salvia rebozada con canela virgen, tarta de yogur agrio con canela verde, primor de chocolate al microondas con leyenda espolvoreada de queso Idiazábal, beso a las finas hierbas con salsa de frambuesa, trenecito de roquefort con manzanas a la mermelada templada, es decir cosas sencillas, suculentas, un poquito primorosas, como las que comen los Borbones por lo menos, con permiso del señor Tardá. Y así me hice famoso y me compré un piso en El Sardinero. A ver si me dan el Premio Príncipe de Asturias de la restauración por lo menos. Me lo merezco.
Nº 118 ESCAPAR DE TODO
Sabía que no debía estar en ese restaurante de carretera, casi solitario, pero algo me había llevado hasta allí en contra de mi voluntad, y no era precisamente en menú, era la camarera. Fue un flechazo, entré hace una semana por casualidad y la vio, muy acaramelada con el que suponía que era su novio, pero eso fue al principio, después el tipo la insultó, la humilló e incluso intentó ponerla la mano encima, pero yo me interpuse partiéndole una silla en la espalda y al instante cayó al suelo inconsciente. La chica empezó a llorar, gritándome que no era necesario llegar a eso.
-¿Cómo? Te mereces algo más, no entiendo como alguien puede hacerte algo así mirándote a los ojos. La podía haber dicho mucho más, por ejemplo, que a mí sólo se me ocurriría besarla y acariciarla y que no me cansaría nunca de hacerlo. No sé qué fue del tipo pues los dueños me pidieron que me fuese y que me hiciera un favor a mí mismo y no volviese a aparecer por allí, pero ¿Cómo podían pedirme eso? Necesitaba verla otra vez mas, proponerla que escapara conmigo de todo aquello, que dejara a un lado el miedo para vivir conmigo, para sentirse querida y respetada como se merecía, Y allí estaba, dispuesto a todo. Nadie me había visto entrar y nadie me vería salir si todo salía bien. De repente me miró, vi un grito de auxilio tras esos ojos preciosos, no me hizo falta hablar, todo iba a salir mejor de lo que esperaba. Rápidamente salió bajo la barra, me cogió de la mano y salimos juntos por la puerta de atrás. Me dio un beso, en el que sentí todo el agradecimiento por haberla salvado de aquello. Sabía que merecía algo más y ahora lo iba a tener. La cogí y la monte en mi coche, me sentía como si la conociese de toda la vida. Nos pusimos en marcha y la vi como miraba el restaurante. Rápidamente me miró, me sonrió y me pidió que ahora sí, nunca más volviese a ese lugar.
Nº 119El beso de la inspiración.
El vino siembra poesía en los corazones
Dante Alighieri
Aquel viejo escritor estaba cansado de hacer viajes en busca de la diosa inspiración. Había vislumbrado amaneceres polares donde la luz boreal parecía oro fundido en un campo de cristal. Sobre dunas se empapó del vacío sublime del desierto. En Nueva Guinea logró alcanzar la cima de una montaña y hasta fue perseguido por una tribu de caníbales Karowais.
Don Renato Calvino era un hombre de buena crianza que contaba con más de sesenta años a sus espaldas. Siendo tan sólo un joven de aterciopelado bozo consiguió publicar su primera y única novela, la cual se convirtió en la más leída de esa añada. Se tradujo a centenares de idiomas, muchos de ellos tan exóticos como el mandarín, el berebere o el guaraní. Sin embargo su carrera literaria se podría comparar con el descorche de una botella de champán francés: explosiva y fugaz. De manera que tras la borrachera de éxito a Don Renato le invadió la más mortífera de las resacas. Al principio estaba tan embebido en asistir a ceremonias y en recoger premios que no se percató de la huída de su numen. Con el tiempo comenzó una enloquecida búsqueda por hallarlo en los lugares más recónditos del mundo, y tras treinta años de sequía mental decidió que era el momento de rendirse.
Sin embargo su naturaleza luchadora le llevó a darse a sí mismo una última oportunidad. Para ello se desplazó una fresca mañana de otoño a su tierra natal y se hospedó en un señorial viñedo del Este de la región. Cada día disfrutaba con gran placer del buen vino que ofrecían aquellas cepas maduras al tiempo que reposaba su viejo cuerpo entre los solariegos muros de la hacienda. Sin embargo era incapaz de verter sobre el papel todo aquel fluido de sentimientos ¡Parecía tener el alma embotellada!
Era media tarde de un octubre rojo y Don Renato divisó que a lo lejos unos jóvenes se divertían pisando racimos de uva a la antigua usanza. La nostalgia se posó sobre el hollejo del anciano que recordando sus años mozos se arremangó los pantalones y saltó sobre el lagar. Sus cinco sentidos se impregnaron de los matices de la fruta fresca generosamente esparcida sobre el seco aroma de la madera de roble. Aquel escritor fracasado apretó fuertemente sus párpados y comenzó a pisotear los frutos con desazón y furia. De repente sintió la sangre correr por sus venas y todo el poso añejo que había estado acumulado durante años comenzó a fermentar. Las plantas de sus pies cobraron un intenso color morado y su dulzura se introdujo lentamente en cada poro de su ser.
Al instante entró en el lagar una bella joven, de cabellos rubios como el azahar y ojos de esmeralda. Tomó las manos del anciano y pasaron la tarde pisando uvas, regocijándose entre aromas silvestres bajo las luces del alba. De repente se hizo el silencio, y no se escuchaba nada; tan sólo el trino de los pájaros, alguna campana lejana y las risas de los pastores que se dirigían a sus casas. Bajo un silencio sordo y entre luces anaranjadas la dulce doncella posó sus labios sobre aquella frente frustrada. Don Calvino abrió los ojos encontrándose solo en el lagar, escuchando el murmullo del viento susurrándole al oído baladas.
Aquella misma noche comenzaron a brotar hermosas palabras de sus yemas, derramando litros de tinta sobre el papel. De esta manera fue como Don Renato Calvino logró brindarnos su jugoso corazón en forma de letras y decidió echar raíces entre aquellos terrones para renacer en la literatura con cada cosecha.
Nº 120 EL BAR DE MIKEL
Llevo tantos años observando, que a veces siento como si en el mundo solo existiéramos este rincón y yo. Ya ni recuerdo cuanto tiempo llevo aquí, solo sé que ante mis ojos han pasado demasiadas cosas. He visto fraguarse una guerra, y he visto enfrentarse a hermanos contra hermanos. He visto morir a amigos y he soportado la ausencia de aquellos que tuvieron que marchar para salvar su vida. Y todo lo he visto sin moverme de aquí. Recuerdo cuando Mikel abrió el bar. En aquella época no había coches ni autobuses, y nunca entraban mujeres, solo María, que venía con la escoba a buscar a su marido cuando llevaba demasiado tiempo aquí. Era muy gracioso ver al pobre hombre, borracho como una cuba y con los ojos desenfocados escapar de los escobazos de su mujer, diciéndole con voz nasal que acababa de llegar. Aquel pequeño rincón era lugar de encuentro de muchos corazones solitarios. Iban allí con sus problemas y salían mucho más animados. Todos ellos forman parte de mi vida y de mis recuerdos. Buscaban su consuelo en mí, y yo siempre estaba allí, esperando por ellos. Llevo en este sitio desde el primer día, y ni un solo instante he tenido la tentación de irme a otra parte. Jamás. Todavía recuerdo el día que Mikel compró una tele. Corría el año 65 y algunos bares de la zona ya la tenían, así que nosotros no podíamos ser menos. Cada tarde, el bar se llenaba de los sonidos que brotaban del misterioso aparato, y había más gente que nunca en nuestro establecimiento. Cuando empezaron a poner concursos, los lugareños hacían apuestas, y siempre era Gerardín, un chiquillo hijo de viuda, el que se lo llevaba todo. Era un crío muy avispado, pero que no podía ir a la escuela porque ahora era el hombre de la casa y tenía que trabajar. Además de acertar quien iba a ser el ganador, tenía una gran cultura general y acertaba muchas respuestas. Durante esos años, el programa que más gustaba era “Un millón para el mejor”, y todo el mundo lo veía en el bar mientras picoteaban unos pinchos que Mikel sacaba. Recuerdo también cuando Masiel ganó Eurovisión. En aquellos años había sido un triunfo, y todas las niñas de la zona iban al bar a cantar el La,la, la. Como anécdota recuerdo también una noche en que el bar no cerró. Era una noche mágica en que el hombre iba a pisar la luna por primera vez y todos los vecinos quisieron acompañar a Amstrong y a Hermida desde nuestro bar. ¡Cuántos recuerdos!. Los años han pasado deprisa y hoy todo es diferente. Gerardín es el alcalde del pueblo, y todos los vecinos están encantados con él. Cuando Mikel se jubiló el bar fue traspasado, pero yo seguí aquí. Hace cuatro años que volvió a cambiar de dueño, pero yo he permanecido en mi rincón, ese lugar donde todos vienen a apoyarse en mí para hablar de sus problemas. Yo no podría irme a ninguna otra parte, siempre he estado aquí. Sé que soy fundamental, pues nunca he visto un bar que no tenga barra.
Nº 121 ELENA VERDE
—No me gusta que me traigan la comida antes que la bebida.
Elena se le quedó viendo. Primero con sorpresa y luego con una sosegada molestia. El hombre no la miró nunca a los ojos. Se limitó a quitarse desinteresadamente la servilleta del cuello y posteriormente, aún sabiendo que ella le miraba con ahínco, dirigió sus ojos a la ventana que se encontraba en el restaurante. “No hay nada que ver afuera”, pensó Elena mientras recogía el plato caliente de crepas de la mesa, cuidando de no tocar la servilleta, ni con sus dedos, ni con el borde del plato. Sin quitarle la mirada de encima, mientras él seguía mirando hacia afuera, sabiendo perfectamente que ella aún se encontraba ahí parada, Elena se dio la media vuelta y se encaminó a la cocina del lugar. Entró en ella conteniendo una curiosa ira. Había algo en el hombre que a ella le parecía sumamente desagradable, sin mencionar el ácido olor que se desprendía de él, ni las espantosas sandalias que llevaba con ese traje gris de todos los días. ¿Quién, en su sano juicio, usaría sandalias con un traje sastre? Pero realmente era otra cosa la que le molestaba sobremanera, que la alteraba, algo que tenía que ver con su existencia, con su persona presente y viva en el restaurante, todos los días desde que ella trabajaba ahí. Se ocupó de ese pensamiento la mente de Elena, mientras vertía en la taza verde de todos los días el té negro sin azúcar. Regresó a la mesa sin darse prisa. —Que espere… —dijo mientras caminaba con el pecho erguido, pero él no la miraba.
—Aquí tiene —le dijo Elena sin quitarle la mirada de encima. Dejó el té de su lado derecho y luego dejó caer el peso de su cuerpo sobre una sola pierna.
—¿Quiere que le traiga la comida ya, o quiere que espere a que se termine el té? —Preguntó Elena, desafiante.
El hombre, que estaba a punto de llevarse a la boca la taza verde de té que más le gustaba usar en ese restaurante, dejó caer suavemente su mano derecha sobre la mesa, y lentamente subió su mirada a los ojos inquisitivos de Elena.
—¿Por qué está molesta conmigo?
A Elena la pregunta la tomó por sorpresa, se sintió de pronto como desnuda, como descalza, como si hubiese dejado que la gente viera sus pies y se diera cuenta que tenía una uña verde, verde como la taza del hombre. Podrida. La uña podrida de Elena la mesera. No sabía qué decir. La mirada del hombre, pesada, se dejaba caer como un trozo de hierro sobre el rostro enrojecido de la mujer.
—No —titubeó—, no estoy molesta.
El hombre la miró con detenimiento, despacio, como si disfrutase el enorme grado de excitación que ella experimentaba.
—A mí me parece que sí —y bajó la mirada con calma—. No es mi culpa que usted no sea feliz.
Y Elena, que aún lo miraba mientras él seguía con su calmo ritual de beber té en la taza verde, sintió entonces una rabia profunda, inmensurable. Se dio la media vuelta y se dirigió al baño de los clientes, quitándose, en su accidentado trayecto, el mandil y la comanda de órdenes. Heriberto, quien estaba enamorado de ella desde hacía tiempo, dejó el pan de empanizar a un lado y salió de la cocina hacia ella, dirigiéndole una mirada abrasadora al hombre que tenía la profesión de existir, nada más.
El hombre siguió bebiendo su té con la más infinita calma. Ernestina corrió al baño también, mientras desde la distancia, parecía que Heriberto le explicaba con vehemencia lo que acababa de suceder, dirigiendo ésta, miradas frecuentes al hombre, que no se inmutaba. Cuando se acabó su té, el hombre se levantó tranquilamente, se disculpó con la mirada con los otros clientes que lo veían con desdén, y se dirigió hacia el baño, en donde los empleados se habían reunido para hablarle a Elena desde afuera y convencerla de salir, puesto que, al parecer, lloraba. Heriberto lo miraba con rabia, como un perro descontrolado mientras Juana lo sostenía del pecho para contener su iracundo desprecio.
—Estará ahí unos quince minutos más. Mientras tanto, ya me he terminado el té —Le dijo el hombre a otra de las meseras, quien, al no ser capaz de decir una sola palabra, se dirigió hacia la cocina para buscar la orden. El hombre, con su paso lerdo y tranquilo, regresó a su mesa y sonrió hacia la ventana, en donde el sol brillaba esplendorosamente.
Nº 122 DESEO
Perfecto, llega tarde. Mis pensamientos divagan mientras apuro mi segunda copa de vino. Flashes de húmedas disculpas empapan mi mente. Mi cuerpo se estremece sacudido por esta conocida mezcla de alcohol y deseo; esta noche promete ser interesante.
Aparto mi mirada de la puerta principal. Su primera impresión marcará el ritmo de la noche, y no quiero quesea la visión de un hombre suplicante. Recupero mi imagen de fría superioridad mientras desvío mi atención al resto de la sala. Perfecto.
Puede que sólo vea mi propio apetito reflejado en los demás, puede que en realidad, cualquier restaurante un sábado por la noche sea tan sólo el primer paso de un precalentamiento que culminará en el cuarto de un hotel, unas horas más tarde. Pero a mi alrededor se despliega una fervorosa orquesta de parejas, que encerradas en su microcosmos de sensualidad, susurran, ríen y jadean al compás de la erógena melodía que compone este lugar.
Para matar el tiempo, mi oído, ya acostumbrado, se dedica a separar a las parejas de solistas.
Ella vestido rojo, él mirada suplicante. Sentados dos mesas a mi izquierda se ríen nerviosos. Su gesticular histérico contrasta con la mirada devoradora de ella. Puede que se deba a que él no consigue leer las señales claras que ella le manda, puede que tenga miedo de estropear la que probablemente vaya a ser la noche más salvaje de su vida, o puede ser que simplemente se sienta intimidado por la mirada felina de la leona con la que comparte la mesa…
Las risas nerviosas pasan a un segundo plano apartadas por el arrullo incesante de la ronca voz de un hombre en plena disertación.
Ella boca entreabierta, él voz susurrante. Sentados en la mesa más cercana a la mía continúan con su lección magistral. Música, pintura, ciencia, historia… nada parece escapar a los conocimientos de este hombre, oculto tras su cultura y unas modernas gafas de pasta. Ella, posiblemente veinte años más joven que él lo mira anonadada. La sexualidad a través del ensayo, desde luego es un tema digno de estudio.
La incansable perorata del hombre empieza a darme dolo de cabeza, es sorprendente el aguante de esta chica. Mi mirada sigue buscando alguna otra zona de interés.
Ella el pelo teñido, él comienza a tener el pelo cano. Sentados en una esquinita del bar se encuentra esta madura pareja. Probablemente casados celebrando otro de sus incontables aniversarios. Sus miradas ebrias brillan con la furia sexual de adolescentes, sus manos se pierden bajo el mantel, sus ojos nerviosos buscan no ser vistos…
La melodía termina, el mundo se para. Una mujer preciosa camina desde la puerta. Las bocas se abren a su paso, los deseos se desvanecen por comparación. Mi mirada la sigue desde la puerta. Varios camareros corren a apartarle la silla.
Ella se disculpa por el retraso, él sonríe frío y elegante
Nº 123 PERSONAJES
Nunca ordenaba el almuerzo antes de las tres. Llegaba a las doce en punto, se sentaba a la misma mesa, y abría sobre el mantel a cuadros una abultada libreta de pasta verde. Al principio no me incomodaba su presencia por ser un cliente que no demandaba de mi parte mayor atención. Con el correr de los días, sin embargo, noté que comenzaba a desentenderse de su frenética escritura, tan solo para mirarme por breves segundos, y entonces me inquieté. No demora en invitarme a salir, me dije, pero de sus labios jamás salieron palabras que no fueran para aprobar la temperatura del Cabernet Sauvignon y seleccionar el plato fuerte del menú.
Ayer pasó el tiempo y no llegó. Hoy, mientras lo espero nuevamente, me pregunto si él es un hombre que se formó en mi imaginación o, por qué no creerlo, si su invención literaria fui yo.
Nº 124 Margarita
¡Parece mentira que después de tantos años haya descubierto que trabajar en el restaurante de un hotel sea tan divertido y especial! ¡Vaya! Disculpen, qué falta de respeto, ni siquiera me he presentado. Me llamo Margarita y trabajo en el hotel Fantasía desde hace 20 años ya. El tiempo pasa tan rápido sin que una se dé cuenta, cuando comencé no era más que una niña con toda una vida por delante y ahora solo soy una señora de 47 años (muy bien llevados) que no ha salido del país. Y sí, después de 20 años descubro que mi trabajo es realmente interesante, y bien, supongo que se preguntarán el por qué de esta repentina pasión por mi trabajo así que voy a contarles cómo es un día en mi trabajo.
Me levanto a las 07:00 de la mañana, bueno rectifico, pongo el despertador a las 07:00 de la mañana y me levanto a las 07:30 aproximadamente, me ducho, me pongo la vestimenta que va acorde con mi trabajo y a las ocho en punto de la mañana estoy en el restaurante de Fantasía. (Hasta aquí todo normal como ven) La mañana es un poco aburrida porque los huéspedes no empiezan a venir hasta las 09:00 más o menos, pero una vez que llegan coincidiendo con la salida del sol (cuando sale el sol, que en invierno no suele salir mucho) todo se torna más alegre. El caso es que aquí viene lo interesante, y para demostrarles lo interesante que es, les voy a contar lo que me pasó el otro día. Yo como cada mañana, servía el café, la leche y todo lo que el cliente del hotel desea, cuando de repente (y por accidente) escuché una conversación ajena a mi interés, lo sé pero, ¿qué quieren que haga si tengo casi 50 años?, era una pareja joven discutiendo, él tendría sobre veinticinco años como mucho y ella, un poco más mayor, le calculé unos 30. Discutían muy seriamente sobre el trabajo del chico, que según me enteré, era pianista y ella quería que él se dedicara a otra profesión y yo, sin más, cogí y me senté a decirles que cada uno debía dedicarse a lo que realmente le haga feliz, porque un trabajo es algo serio. Me miraron bastante raro, lógico, ni siquiera les llevé el bombón con leche tocado de Baileys que me habían pedido pero dejaron de discutir. Debo confesar que yo no soy la autora de esta frase, se la había oído a un niño de 10 años el día anterior cuando le decía a su madre que quería ser, nada más y nada menos, vaquero. Aquel día, en la cena, dos hombres extranjeros, muy dicharacheros, me contaron cómo era su país y me quedé tan anonadada escuchando que decidí preguntarles a todos los huéspedes del hotel que me contaran historias de su país (o por lo menos se lo he estado preguntado a los que tienen cara de simpáticos).
¿Saben qué es lo mejor?, pues como he dicho antes no he viajado nunca pero ahora soy perfectamente capaz de contarle cómo es cualquier país sin haberlo pisado y, aprender otras culturas, conocer gente… en un trabajo simple como la hostelería es fascinante.