Entre todos los que están llegando, aquí tenemos los primeros relatos seleccionados.
Puedes votar enviando SOLO desde la Web de www.lavisita.com en la sección CONTACTO, poniendo claramente NOMBRE y APELLIDOS, MAIL, en ASUNTO: 3º CONSURSO de RELATOS y en MENSAJE la valoración de 1 a 3.
Los criterios, será:
Relación con el Tema: Hosteleria, Cafés, Bares, Restaurantes…
Originalidad del relato
Estilo Gramatical y Ortográfico.
Esperamos vuestros votos, por que entre todos los recibidos, sortearemos un lote de libro, invitación a la cena para dos personas en Larruzz Bilbao, en la entrega de premios y un lote de Vino.
Solo será valido una votación por dirección de correo electrónico, no pudiendo coincidir direcciones distintas con un mismo nombre.
AVISO IMPORTANTE… LA CENA ENTREGA PREMIOS SE TRASLADA AL VIERNES DIA 6 de MAYO a LAS 22.00h. El Precio de la cena sera de 25€
VOTOS PUBLICO.- Hasta las 10h Lunes 18 Abril
Nº 24 EL REPARTIDOR DE COCA-COLA 72 VOTOS
Nª 26 LA ESPERADA CITA 33 VOTOS
Nº 21 LA SEMANA DEL PINCHO 15 VOTOS
Nº3 VIAJAR 9
Nº 15 CASA FLORIAN 6
Nº 5 EL BARMAN 3
Nª 30 LA CENA 3
Nº 54 UN ASADO ALARMANTE 3
Nº 29 El hechizo de todos los besos 3
Nº8 cafe, solo 3
Nº 51 Llegué a la cafetería Oskarbi.
Llegué a la cafetería Oskarbi, pronto, muy pronto las 07:30 Zulú; como dicen en éstas series made in hollywood. Mi noche de insomnio apelmazaba tanto a mis ojos como a mi mente y en un alarde de supuesta lucidez le pedí a Karmelo un café solo con hielo y un chupito de hierbas.
Karmelo se me quedó mirando como si intuyera lo nada dormido y me dijo:
– ¿Y una pastilla para dormir, no sería mejor? Montxu
– ¡Que más da! le dije, total, de aquí me voy a dormir, si puedo claro.
– Deberías cuidarte un poco Montxu –me dijo-
– Supongo, contesté mientras por mi gaznate corría impetuoso el líquido verdoso.
Lo cierto es que razón no le faltaba, como cliente asiduo, debería prestar más atención a aquellos que tras una barra se prestan a contarnos lo que nosotros no vemos, por estar implicados en nuestro mundo particular.
Me quedé observando desde la ventana del local aquella gente que pasaba y cuyo rostro no mostraba gesto alguno salvo el de cotidianidad, aburrimiento y un poco de hastío ante el día a día. Me vi en cierto modo reflejado en ellos y el toque de orujo se fue apoderando de mí.
-Nada. Me dije, hablando conmigo mismo….
Ni palabras vagando, ni pensamientos en mi cabeza, la nada absoluta surca mi mente como si montada en un pedo o viento de azucena mi neurona hubiese huido o escapado. Adivino que su ausencia y su rauda partida se deben, tal vez, al uso absurdo que hasta hoy le he venido dando.
¿Vagará la puñetera buscando, con ansia, un nuevo destinatario, alguien apto para hacer de ella un uso más adecuado? Ruego su devolución, si alguien la encuentra —pese a la magnífica sensación de no sentir ni padecer que me produce su ausencia—. En su defecto consíganme otra, aunque sea agonizante y esté maltrecha. Al rato, algo o alguien llamó:
— Toc, toc, toc. ¿Hay alguien por aquí? —dijo.
— Abrí los ojos, sin saber qué me estaba pasando, inquieto, a la luz del amanecer, mientras giraba mi cabeza a un lado y otro, buscando. ¿Quién formuló la pregunta? me dije un tanto perplejo, desorientado.
Incorporándome con pereza, salí de mi lecho de ensueño. Con la bata puesta, ojeando por la mirilla de la puerta. ¡Nadie parece haber llamado!, me repetí extrañado. Tal vez sea un sueño, seguí diciéndome asombrado.
— Toc, toc, toc. – De nuevo. Me giré raudo, evitando que se escondiese.
— ¿Quién eres maldita o maldito? -exclamé enfadado.
— Soy yo, lelo. Tu neurona y he regresado. -Oí decir. Suspiré entre un bostezo, sintiéndome otra vez “cuerdo”.
— Podrías haber esperado a mi despertar -la increpé un poco cabreado, preguntándole luego:
— ¿Dónde has estado?
— Buscando lo que tú tanto añoras. Estoy harta de tus ruegos y tus lloros. He conocido un “neurono” y tengo un regalo para ti.
En el interior de mi mente rebotaba una “neuronita” que dijo, sonriente:
— Mami, qué vacío está y qué frío hace en esta mente.
— Sí cariño, su dueño anda entre la cordura y la locura aturullándose, maltratándose constantemente.
— ¡Promiscua! — grité, mientras ella tapaba los oídos a la criatura.
Supe entonces que la locura sería mi dicha, instalándose por siempre en mi mente y me sentí bien, extrañamente agradecido. ¿Quién desea cordura en esta “eternidad” caduca? El albedrío loco resulta mucho más gratificante que este absurdo sin vivir cuerdo, que hace tu vida presa, marchita.
– Sabes Karmelo, -le dije tras volver de este ensueño extraño-, creo que lo de la pastillita para dormir me irá sin duda mejor, y abandoné la cafetería con cierto temor al color verde.
Nº 52 HABITACION 315
-Amaneció deslumbrada por tan solo un insolente rayo de sol que se había abierto paso a través de uno de los resquicios de la persiana. Las sábanas, en férreo régimen de anarquía contra la cama, envolvían parte de su cuerpo desnudo, dejando la otra mitad a la vista por partes. Belleza caótica que traducía, en pocas palabras, toda una noche de incontables batallas pasionales.
A los segundos de sumergirse en el aciago mundo de la consciencia, recordó los bailes, risas e ilusiones forjadas a raíz del impredecible elixir de Baco, la noche anterior, en la barra del bar del hotel donde se alojaba a menudo.
Se dio la vuelta lentamente, buscando un brazo que la devolviese a su refugio sentimental… refugio que, desgraciadamente, solo podría haber encontrado en el mundo onírico que acababa de abandonar.
Una maleta se erigía impasible sobre el hueco de la cama donde el placer encarnado había estado descansando. A su lado yacía la ropa que les había sobrado la noche anterior resistiéndose a ser empaquetada. Más allá, un armario abierto terminaba de augurar el inevitable y nefasto final.
Se incorporó despacio, con la esperanza de ralentizar el tiempo, buscando respuestas a aquella demolición de felicidad, encontrándolas en los cristalinos ojos que se derrumbaban en una de las esquinas de la habitación sin parar de mirarla. Un solo segundo en armonía con aquellas motas de vida, que escapaban en forma de lágrimas, la hicieron recordar que aquello no había sido, en ningún momento, para siempre.
No hicieron falta palabras, besos ni caricias de despedida. Solo una mirada, un momento de inexplicable complicidad antes de cerrar la puerta, bastó para agradecerse mutuamente el simple hecho de existir.
Se quedó mirando aquel portal mágico por donde, hacía tan solo unas horas, habían entrado mil y una sensaciones que, por el mismo hueco de la pared ahogado en madera, acababan de desaparecer.
Sola, desconsolada y derrumbada sobre aquel antiguo paraíso blanco y arrugado, volvió la vista hacia donde apuntaba en aquel momento el maldito e insolente rayo de sol fulminante de esperanzas, hallando un valioso billete con forma de avioncito de papel…
Un hotel, una habitación, un trabajo, un pago y otra decepción…
Había nacido la mafia del sueño.
N º 53 “ENCONTRAR EL CAMINO”
Cuando él estaba tras la barra aquel local no le había parecido tan bonito. Hoy era distinto, se sentaba en aquella cómoda butaca y disfrutaba al reírse de aquel tiempo pasado en el que la hostelería era una tirana que esclavizaba sus horas. Gozó de aquella música en directo que tantas y tantas veces había tenido delante y a la que jamás había podido prestar atención. Cerró los ojos y sintió cómo las notas atravesaban sus oídos y permanecían dentro de él largo tiempo, dejando a su paso un regusto a magia y sentimientos arraigados en el ayer. Se sentía casi como si la pianista le hubiera confiado un secreto, solo a él y a nadie más, algo sincero y auténtico que no podría contar jamás. Entonces abrió los ojos y la vio: ella acariciaba el marfil de las teclas con la sutileza y precisión con que se mueven los felinos. Sus dedos apenas parecían presionar sobre el piano, más bien flotaban de un lado a otro. Ella le observó, no dejó de mirarle mientras él la contemplaba, encandilado por la luz que se reflejaba en la superficie del instrumento.
Aquellas emociones eran nuevas para él y quiso compartirlas con alguien, pero nadie había a su lado. Entonces comenzó a evocar en su mente el momento en el que cada noche, todos los camareros cerraban el local y se relajaban ablando unos con otros mientras terminaban la jornada. Recordó el compañero que suplió su turno de trabajo la noche en que su madre se cayó en el salón de su casa, y el que se quedó con él una hora más el día que la caja no cuadraba, hasta que al fin cuadró. No pudo evitar pensar en las copas que a veces se tomaban al acabar, y que solían alargarse hasta horas verdaderamente intempestivas. Si lo pensaba con fuerza podía sentir las palmadas en la espalda que le daba su jefe cuando se hacía tarde y aún estaba el local lleno de gente. Añoró el compañerismo, la camaradería que los unía a todos, y se dio cuenta de que envidiaba su vida pasada.
Ahora todos querían pisarle: no había amistad ni ayuda, daba igual el precio que tuvieran que pagar: si alguien podía ascender todo era justificado. Era irrisorio pensar que alguien pasaría una hora más en la oficina sino fuera para su propio beneficio, y la lucha y la necesidad de ser el mejor eran su día a día. No había amigos ni copas después del trabajo. No había un jefe que le diera palmadas en la espalda a las tres de la mañana porque ahora, a esas horas, no había un jefe, sino que estaba solo ante la pantalla de su ordenador mientras el director llevaba horas con su familia.
Había pasado toda su vida codiciando lo que ahora tenía para darse cuenta de que aquello no era lo que quería, que ir a tomarse una copa que valía un ojo de la cara no tenía sentido si no podía compartirla con alguien que mereciese la pena. En aquel instante, solo en ese preciso instante, fue consciente de que no había desperdiciado unos valiosos años de su vida, sino que los había invertido en descubrir qué era lo que le haría disfrutar de los muchos años que aún le quedaban por vivir.
Con ese pensamiento flotando en el aire, se levantó, se quitó la corbata que le ahogaba como la soga al reo y la chaqueta que le aprisionaba como a un demente al que colocan una camisa de fuerza y las tiró, a sus pies. Así se sintió libre mientras caminaba con decisión a la barra, tras la cual preparó el cocktail favorito de la pianista. Ahora sabía qué quería y sabía como conseguirlo. Sintió las miradas de sus compañeros en su espalda cuando caminaba hacia ella, pero no le importó, siguió caminando hasta entregar la primera de una larga lista de liberaciones.
Nº 54 UN ASADO ALARMANTE
Entró despacio, evitaba tropezar en un terrazo herido por tantos zafarranchos de lejías y fregonas. Era la única tasca del pueblo, donde su vecina Pilar ofrecía el menú del día, reñidas partidas de mus, chiquiteo amenizado con alguna bilbainada, hasta que cerraban a las diez. Sobre las mesas en penumbra cuchicheaban las sillas invertidas, un halo de soledad enmohecida envolvía el recinto, trasmitiendo una inquietud que la estremecía.
Pilar le salió a recibir, llevaba todavía en la mano el cartel de “cerrado por defunción”. Pasaron a la cocina, en el centro una mesa cubierta por un hule, donde a diario la familia comía, con cuatro sillas alrededor, de color verde algo desvaído, donde ambas tomaron asiento. La chapa de carbón estaba encendida y caldeaba un poco el ambiente, aunque hacia poco que la había encendido.
¡Qué bien se está aquí!–exclamó Faustina, algo arrugada y frotándose ambos brazos-. ¿No te parece que huele un poco raro, como a quemado?
Será la humedad del carbón, se pasa enseguida.
He venido a traerte la llave, en cuanto terminé de planchar. ¿Y a ti cómo te fue? Bueno… ¿cómo te va a ir?, de funeral ya se sabe. ¡Qué pena! ¿Verdad? Ya vamos a más funerales que bautizos. Es lo que yo digo, hija, que estamos de paso.
Sí –contestó Pilar, sirviendo el café- . ¿Te dio mucho que hacer mi madre?
¿Doña Carmen? ¡Una santa! Le hacía la comida, la llevaba al aseo y después no había nadie en casa, ya sabes, se entretiene leyendo y escuchando esas novelas por la radio, que es lo que dice mi marido, una casa sin radio, te aísla del mundo, él siempre tan filántropo.
Filósofo, Faustina. No sabes cómo me alegro –dijo Pilar-. Las personas mayores necesitan tantas atenciones o más que los niños. Gracias de corazón por haber cuidado de ella.
¿Qué me vas a decir a mí? ¡Lo que luché con mi madre! La gente mayor coge muchas manías. Hija, alguna tiene que tener Doña Carmen, eso hay que entenderlo, que a ver qué pasa con nosotras cuando tengamos su edad, mira lo que le pasó a Lucia por la manía de salir a las tantas a contemplar las estrellas, al final le dio un telele y se fue con los pies palante.
El tiro estaba abierto del todo y el silbido del aire, ascendía llevándose el calor. La chapa central empezaba a ponerse al rojo, crujían las chispas.
¡Falta el maldito gato! –llamó la atención Doña Carmen, desde el escalón de entrada a la cocina-. Ese gato es muy friolero, que te lo he dicho un montón de veces, hija, que se lo dije a Faustina, ese gato es muy friolero, más que yo, que me paso la vida arrimada al brasero.
¡Qué extraño! ¿Dónde se metería? -se preguntaba Pilar, mirando a uno y otro lado-. En la calle seguro que no, siempre está donde hay calorcito.
¿Se habrá marchado de casa, al faltar tú? Estos animales son muy fieles y falta su dueña y se trastornan, le pasó a mi marido con el perro que le siguió varios kilómetros en el autobús, pero luego el tonto de él no supo volver a casa, cuando ya no podía dar un paso y eso que se lo dije, mete al perro en el patio, no le dejes suelto que te la lía, pero como no me hace nunca caso, pasó lo que tenía que pasar.
¿Utilizaste el horno para alguna comida? –preguntó Pilar preocupada.
Sí, pusimos pollo asado –dijo Faustina-. Es un buen horno, asa muy bien. Nosotros teníamos antes una cocina así, pero la quitamos, porque decía mi marido que el carbón era muy sucio y daba mucho humo, pero asar, asa muy bien y Doña Carmen, ya sabes, masticar despacito…¡Con tan pocas muelas!
¡Cuidado que lo he repetido! ¡Ese gato además de tonto, es muy friolero! –intervino Doña Carmen.
Al volver a tu casa, ¿cerraste la puerta del horno? –volvió a preguntar Pilar, casi sin habla.
Sí –contestó Faustina, llevándose las manos a la cabeza.
Ambas miraron la puerta del horno. Ninguna se atrevió a abrirla.
¡Qué es muy friolero! –repitió Doña Carmen, alejándose de la cocina para escuchar la novela.
Nº 55 CAFÉ CON LECHE…
Entro en el bar, le busco con la mirada. No está.
Llegó como cada día, sola, embozada en la bufanda y oculta tras un abrigo de paño negro. Se sentó en el rincón de siempre, sacó un libro de su bolso y miró hacia la barra. Como siempre.
Me siento. Abro el libro. Pido el café con leche. No está.
Cogí una taza y le puse el café. Muy caliente. Me gusta verla enfriarlo jugueteando con la cuchara de manera distraída, sin apartar la vista de las páginas ajadas. Ella no se da cuenta de nada. Absorbida en la lectura puedo observarla desde mi puesto de vigía junto a la máquina de café. Sólo levanta su mirada cuando el sonido de la puerta anuncia un nuevo cliente. Parece esperar a alguien, pero nunca llega nadie…
Alguien entra. El aire frío eriza mi piel. Giro la cabeza. Pero no es él.
Miro el reloj de propaganda de una bebida que cuelga en la pared sobre el armario de los vasos. Las doce y media. Como siempre. Ocho minutos más tarde sacará el dinero del bolso, dejará diez céntimos de propina y guardará con cuidado el libro.
Dejo el dinero sobre la mesa. Guardo la cartera.
Miro de reojo las manecillas: y treinta y siete, comienza el ritual. Se coloca el bolso tras guardar la cartera y el libro y se levanta. Coloca su bufanda en torno al cuello, echa una última mirada hacia un rincón de la barra, no importa si está vacío o no, y murmura un hasta luego con mirada nostálgica.
Miro hacia el rincón donde una vez estuvo. Pero no está. Le digo adiós. Y me voy.
Me acerco a la mesa y recojo el dinero y la taza; siempre dejo su taza sobre el fregadero hasta última hora. Me gusta mirarla y tratar de adivinar por los restos de espuma dónde ha depositado sus labios. Imagino el sabor a café de sus besos. Por fin abro una cajita y deposito la mitad del azucarillo que ha dejado junto a otros muchos que he ido recogiendo desde la tercera vez que vino.
Algún día le devolveré ese dulzor a su mirada.
Cojo la taza y la coloco bajo el grifo. La crema y el azúcar sin disolver desaparecen… y su presencia queda exorcizada durante el resto del día.
Nº 56 La píldora zen
El amor me perdió. Quiero decir que por amor me perdí. No sé qué quiero decir. Pero cuando conocí a mi novia, el mundo desapareció. Tampoco es eso. No es que desapareciera. Es que cambió. No cambió. Yo cambié. Pero al cambiar yo, el mundo lo hizo conmigo. Pero él no cambió. No sé.
Bueno, pues así estoy desde que me enamoré. Me confundo, no pienso bien. Mi cabeza parece una batidora, todo se mezcla. Y, además, soy feliz. Soy feliz de estar confundido, de no enterarme de nada. Pero eso sólo me pasa cuando no estoy con ella. No lo de ser feliz, lo de la confusión. Cuando estoy con ella soy feliz y veo con claridad. Y esa claridad lo inunda todo. La calle es clara, los coches son claros, los árboles. No claros: brillantes. Eso es, sí, brillantes. Cuando está ella, el mundo entero brilla.
Y esto que voy a decir, quiero que haga mucha gracia: mi novia es monja. ¿A que es gracioso? Si no lo ha sido es porque desde que estoy enamorado he perdido la gracia. Antes contaba chistes y todos se reían. Ahora, cuando cuento un chiste nadie se ríe. No lo entienden. Pasa como con el chiste que acabo de contar. Nadie se ha reído. ¿Por qué? Pues porque he perdido la gracia desde que estoy enamorado. Mi novia me la ha absorbido. La ha convertido en belleza. Ya era guapa cuando la conocí; pero ahora, con mi gracia absorbida dentro de ella, es la mujer más guapa del mundo.
Pero el chiste de arriba no es tal. Sólo si no lo acabo. Fuera de bromas: ella es monja. Pero monja zen, lo que quiere decir que puede tener novio. Ese soy yo: el novio de la monja. Según su maestro, el sexo está para disfrutarlo. Yo quiero a su maestro, aunque solo sea por ese detalle. Qué buena persona es tu maestro, digo yo a mi novia. Y ella cierra los ojos, entra en estado zen y se calla. Lo hace, callarse, porque su maestro es el maestro de la No-palabra. Así le llaman. Sus alumnos le dicen o “maestro” o “No-palabra”.
A mí, todo lo que haga mi novia me encanta. Si quiere ser monja, me encanta. Si no quiere comer carne, me encanta. Pero debo confesar que yo llevo una doble vida. En una, soy vegetariano, me gusta el silencio; en la otra, me gusta la carne y entro en los bares con mis amigos y arrasamos y oigo a los Who. En las dos amo a mi novia, pero ella no me conoce por completo. Mi parte infernal es sólo mía.
Ya he explicado como tengo la cabeza por causa del amor. Mi novia me lo notaba y me invitó a conocer a su maestro. Me dijo que la presencia del maestro me calmaría la mente y que él me aconsejaría que meditase cada día para serenarla; me iniciaría en el zen. Yo hice un trato con mi novia: me pasaría por su templo, si ella se pasaba por al mío. Cerró los ojos. Cuando los abrió dijo que sí, sin saber qué era eso de “mi templo”. Así es mi novia, decide las cosas con los ojos cerrados. ¡Y está tan guapa cuando medita!
Me acerqué a su templo. Era un chalet, pero que lo llamaban “el templo”. Yo no hablé a mi novia de “mi templo”. Ella creería que era una de mis bromas, esas bromas que no tenían gracia, y que no la tenían porque ella me la había absorbido; la gracia, quiero decir. Pero igual que ellos tenían un chalet al que llamaban templo, yo tenía un bar al que se le podía llamar también templo. Pero no dije a mi novia que lo mío no era una broma, pues tenía la ilusión de que le gustara mi templo, mis amigos y los Who.
Bien, pues me acerqué con mi novia al templo zen un sábado, que era cuando se reunían los monjes y las monjas con el maestro No-palabra. Ya sabía él de mí, mi novia le había dicho que yo iba a ir. Él dijo que estaría encantado de conocerme, instruirme e iniciarme. Dentro había mucho silencio, nadie hablaba y todos caminaban descalzos y despacio, vestidos con amplias batas negras. Me senté en el círculo de los alumnos, con las piernas cruzadas, en una sala limpia y fresca que daba al jardín. Luego llegó No-palabra y todos cerraron los ojos. Yo me quedé allí, con ganas de fumar, mirando el jardín, con las piernas doloridas. A la media hora, el maestro dijo: “¡puño de hierro!” y los alumnos contestaron: “¡puño de nubes!” Abrieron los ojos. Se quedaron quietos. El maestro me llamó, dijo: “ven” y fui. Me senté frente a él. No sentí nada especial, pero si es cierto que mi mente se calmó. Luego me habló sobre el Camino de la Virtud y al final me instruyó en el zen y me inició. Llegó un alumno, que puso la mano abierta frente a mí. Yo creía que me la tendía para ayudarme a ponerme en pie, pero cuando fui a cogérsela, dijo: “¿y el regalo?” Yo no sabía nada de regalos. Mi novia no me había dicho nada o si lo había dicho, la había entendido otra cosa, pues ella hablaba mucho con metáforas. Entonces sufrí una especie de iluminación, el sitio era idóneo para ello.
Les dije que mi regalo estaba en mi templo. Pensé que así mataría dos pájaros de un tiro: darles el regalo y enseñar a mi novia mi otra vida. Ahora no entiendo cómo me atreví a hablar de la forma en que lo hice, pero debió ser el lugar o el amor o este ego mío, que me pierde. El maestro mando sentar al alumno. Yo comencé mi discurso. Mi regalo consistía en una píldora, dije. Cuando la tragabas se abría tu corazón; se aclaraba tu mente; se sutilizaban tus sentidos; la píldora llegaba a los ojos y el universo resplandecía; al oído, y el espacio se volvía denso; en el paladar construía figuras de sabor; en la nariz entraba para expandir el cerebro; hacía a la lengua locuaz e incisiva; enviaba al alma el amor del mundo; elevaba el espíritu; hacía que abrazaras a tus amigos y olvidaras a tus enemigos; con ella, amabas la verdad y odiabas la mentira; te relajaba, te calmaba, te hacía dormir bien, te hacía creativo, imaginativo, activo; te dejaba cerca de Dios, cerca de Su mano.
El maestro me sonrió y dijo que quería probar mi píldora, mi “píldora-zen”. Nos levantamos, se cambiaron de ropa. Mi novia me miraba orgullosa. Había coches suficientes, nos fuimos.
Llegamos a Casa Paco. Yo entré el primero, mis amigos me saludaron. Paco me puso a los Who, como siempre hacía; sonó Baba O’Riley. Los mandé callar a todos y dije que venía con unos amigos. No-palabra, sus monjes y monjas, ya estaban dentro. Alcé los brazos al cielo y grité: ¡Vino para todos! FIN
N º 57 LA CHICA QUE LLOVIO DEL CIELO
La chica llegó al hostel en uno de esos días fatales. No cabía un alfiler. Hasta la más recóndita de las habitaciones se encontraba ocupada por culpa del fin de semana largo. Claro que al dueño le importaba poco que yo tuviese que arreglarme con tamaña cantidad de turistas, a él le convenía llenar la estancia sin importarle que yo tuviera que apilarlos como a barriles en una bodega, y aprovechaba la ocasión para subir los costes de cada almohada y de cada bocado.
Generalmente, los clientes son tolerantes. Apenas se dan cuenta de que debo arreglármelas solo toda la noche, comprenden que no se puede pretender atención cinco estrellas. Pero no todos lo comprenden y, algunos, se ponen exigentes conmigo como si tuviera la culpa de que no me designen ayudantes ni para esas fechas.
Cuando está tan lleno, no se sabe qué hacer en primer lugar. El teléfono suena a cada minuto y no haces más que repetir que no hay espacio. Hay que limpiar lo que va ensuciándose y llevar toallas y sábanas a los que recién ingresan.
Aquella noche yo estaba agotado tras pasar el día en el campo, antes de ir a trabajar. Había sido un hermoso día y nada había hecho sospechar que el crepúsculo podía llegar con semejante tormenta.
Detesto las tormentas en horario de trabajo: las alarmas de seguridad se activan por sí solas y el vestíbulo se convierte en la imitación exacta de un chiquero. Debo armarme de lampazo y paciencia para sobrellevarlas.
Cerca de las once de la noche llegó la calma: los que partían, partieron; los que quedaban, estaban durmiendo. Milagrosamente el teléfono cesó de sonar y ni me tomé la molestia de verificar si funcionaba. Un hermoso silencio se adueñó de los rincones y apoyé la espalda en el respaldo de la silla, intentando atrapar un poco de la paz que me rodeaba para recuperar el aliento antes de volvieran a llamarme desde alguna de las habitaciones.
Cuando el timbre de la puerta sonó, pareció recorrerme completo. Pegué un salto y acudí para encontrarla a ella. Cubierta con un sacón, parecía una bruja, el gesto desencajado, el maquillaje corrido, los cabellos alborotados y un bulto contra el pecho: traía un niño entre los brazos. Empapada de pie a cabeza y con la voz quebrada me dijo que había ido de hostería en hostería en busca de un cuarto y no lo había conseguido. No pude decirle que se pegara la vuelta.
La hice pasar y armé una cama improvisada sobre el sillón, para que recostara a su hijo, y le ofrecí usar el baño de los empleados para que pudiera darse una ducha y cambiarse de ropa.
La que salió del baño parecía otra. El rostro aniñado, el cuerpo esbelto enfundado en un vestido leve de color rojo. Olía a rosas. Hasta su voz se había dulcificado.
El niño dormía plácidamente, ajeno a la tormenta y los avatares de su madre por conseguirle una cama. Ella y yo pasamos la noche velando su sueño, tomando café y conversando hasta que amaneció y llegó mi reemplazante.
Pensé que si la dejaba allí, la pondrían en la calle otra vez por falta de espacio. Así que la invité a mi casa, asegurándole que, al menos, un plato de comida podría ofrecerles.
Aún no conocía de ella más que lo que me había contado, y no quise ser indiscreto preguntando por el padre el niño u otras cosas. De todo eso me enteré después, con el correr de los meses, cuando ya estábamos enamorados. Nos casamos hace ya tres años. Y aún, cuando me preguntan cómo nos conocimos, respondo que llovió del cielo con aquella tormenta que cayó en Semana Santa sobre Rosario.
Nº 58 El bar de la Oca Negra
Solía frecuentar este bar durante la semana, para comer el bocadillo y tomar mi café demedia mañana.
En los fines de semana, allí tomaba yo el vermut y encontraba con los amiguetes para ver a los partidos.
Por la noche, este bar se transformaba en un Pub y más de una vez viví allí el fin de semana.
Fue allí que conocí a la mujer más guapa de todo el barrio, Susana. Estaba separada y tenía dos niños en edad escolar.
Sus cabellos negros y largos. Sus ojos expresivos. Su cuerpo escultural.Sí, un día la vi sentada en una mesa y me llamó la atención su belleza. Luego me percaté que ella también frecuentaba el bar a diario. Busqué la manera de acercarme y logré durante la copa mundial.El partido en si no lo recuerdo bien. Sé que jugaba España, pero no recuerdo contra quien.Lo que sí recuerdo bien era su cara mirando la tele. Apenas pestañeaba. Vibraba con cada buena jugada y gritaba como una posesa cuando marcábamos un gol.
Este día le invité una cerveza.Pedí a la camarera que la llevase a su mesa.Para mi sorpresa, ella se levantó y se acercó a mí para agradecer el detalle.Entablamos conversación y sentí que era algo diferente de las demás mujeres que había conocido hasta entonces.
Durante muchos meses encontrábamos en el bar la Oca Negra, a media mañana, para tomar el café y por las tardes para charlar un rato.
Entonces la invité a tomar una copa, un viernes por la noche.
Llegué sobre las diez y ella ya estaba allí con dos amigas.
Vestía un vestido negro corto, que dejaba a muestra un bello par de piernas. El pelo lo traía amarrado en una coleta alta, lo que realzaba aun más el rostro y sus ojos.
No más verme, vino a mi encuentro, me dio un beso en la mejilla y me arrastró junto a sus amigas, que me presentó no más llegar.
Aquel viernes supe que estaba enamorado.
Cuando la vi bailar, no me quedó sombra de dudas, era la mujer perfecta.Después de muchas copas, y con el alcohol ya surtiendo efecto, la invité a mi casa.Yo vivía a dos calles de allí y nos fuimos andando.Llegamos en mi modesto piso se soltero casi comiéndonos a besos.No más cerrar la puerta, me quité la camisa y fue por su blusa.Ella me dijo que esperara, que quería que las cosas fosen más tranquilas.Así que me tragué mi hombría y esperé el momento exacto.
Poco a poco ella me fue quitando el resto de la ropa hasta dejarme desnudo y entonces buscó una música y se puso a bailar para mí.
Fue quitando la ropa mientras bailaba hasta quedarse con un minúsculo tanga negro.
¡Que cuerpo!
Pero entonces algo pasó.
Antes de acostarse en la cama conmigo, me dijo que todo en la vida tenía un precio y medio el suyo.
Totalmente desconcertado, fue a mi cartera y aparté el dinero.
Lo hicimos, y fue no más terminar, ella se levantó, se vistió y me dijo adiós.
El lunes siguiente, cuando la vi en la Oca Negra, me saludó y se sentó conmigo.
No sabía de que hablarle, ni que hacer, ni como tratarla.
En fin, que me he enamorado de una mujer perfecta, a mis ojos, pero que se acostaba con todo el pueblo, por dinero.
N º 59 PLAZA DE ABASTOS
Siento predilección, cuando visito un pueblo o ciudad, por conocer sus mercados, sus plazas
de abastos. En ellos late, o latía, el pulso del lugar. Hoy, los Mercadonas, Carrefour y demás
supercherías invasoras, están acabando con ellos. Ellos formaban parte intrínseca de la
idiosincrasia de nuestros pueblos. Cuando los paseo, me gusta saborear los olores de las
frutas, reír con los pregones de los tenderos, dibujar en mi mente las sierras y colinas que
forman las verduras y hortalizas, prados de colores, tomates, apios y coles.
Esperaba encontrar todo esto y más en Moguer, pero me desilusioné. Su plaza es breve en
productos y callejones. No sé si será por esas supercherías, no sé si será que siempre fue así.
Vaya para ellos este recuerdo, para los que son y para los que se fueron.
Nº 60 Britania
– Conozco un bar buenísimo a donde podemos ir a tomarnos una copa– me dijo Grilo.
Así que acepté. No sé si con poco entusiasmo, pero sí con menos energías que las de él. Su carácter era así, impulsivo, aunque no siempre cediera a los impulsos. Bailaba como un péndulo entre una timidez anuladora y un frenesí repentino, a veces frenético. Era como si en su interior se librara una batalla extendida, y, cuando el estallido ganaba a la mesura, de la nada soltaba una idea, una propuesta. Pero aunque sus proposiciones reales eran siempre menos ampulosas que la forma en que las anunciaba, confieso que encontraba cierto disfrute en aguarle la fiesta en cada nuevo plan que me soltaba.
– Vamos – le respondí – sorpréndeme.
Llevábamos dos semanas de novios. Es, sin duda, la mejor época que puede existir. Se vive una prolongación de la temporada de cortejo, hay todavía una ilusión por romper el hielo, por seguir impresionando al otro, por actuar, simplemente actuar, sin dar por sentado que el otro es una presa segura. Y a mí me gustaba desvanecer sus ímpetus esporádicos, (que tanto esfuerzo le debían costar) tan solo para sentirme un poco una mujer difícil, un poco una reina, un poco una diosa. De ese modo él seguía buscando lugares y situaciones que pudieran impresionarme.
Llegamos. Bajamos del coche. Yo le sonreía mientras él me tomaba de la mano. Al cruzar la puerta, que se abrió automáticamente apenas nos acercamos, él se dirigió a un recepcionista que estaba tras una barra.
– El bar abre días de semana, también ¿cierto? – le preguntó Grilo.
Entonces caí en cuenta de que el muy perro me había traído a un hotel. A un ridículo y escondido hotel con bar incluido en el sótano. Un hotel de choque y fuga, como les dicen, de nombre Britania. Tamaño mamón, en plano San Isidro y con dos semanas de noviazgo este imbécil creía que ya podía emborracharme para luego subirme derechito a la habitación. Le pegué una cachetada ahí, en frente de ese recepcionista cómplice y un botones que apareció del supuesto bar. Salí a calle a buscar un taxi. Lo grité que no me siguiera, que se fuera al infierno si creía que era una mujer tan fácil como todas esas a las que seguro frecuentaba él. No pudo impedir que me subiera al taxi y felizmente no insistió porque el chofer hizo fuerza común conmigo y le advirtió que no subiera. Pero me siguió en su coche, sí, me siguió hasta mi casa y cuando le estrellé la puerta en la cara siguió con el timbre. Tuve que contarle la historia a mi hermano y fue él quien salió a largarlo a patadas y decirle que yo no era ninguna putanilla de a medio (¿implicaba que sí lo era a secas?) y que no volviera jamás a buscarme.
Y Grilo nunca volvió, desafortunadamente.
Han pasado diez años desde aquella vez y ahora, que sueño con que algún hombre me lleve de frente a las camas de cualquier hotel aún más cutre que el Britania (sin siquiera insinuarle que nos detengamos en un bar) he vuelto a este hotel, que milagrosamente sigue en pie. He venido con una amiga que me ha propuesto tomarnos la última copa de la noche “en el bar hundido de un hotel”. He recordado la noche de Grilo y le he contado la historia, sintiéndome un poco culpable, un poco estúpida, pues quizá él de verdad, tan solo quería una copa. Mi amiga dice que así somos todas las mujeres en esta ciudad, cándidas y puritanas en la adolescencia y unas putas de alto tránsito al pasar los treinta para recuperar el tiempo perdido. Que ahora las nuevas generaciones, en cambio, han invertido el orden, primero de revuelcan hasta consumirse y luego se la pasan inventariando arrugas, bebiendo como nosotras y rememorando tiempos pretéritos con la esperanza de que algún volante les haga el honor de un choque y fuga.
Nos hemos parado para marcharnos y he visto a Grilo en la mesa de la esquina con una copa en la mano y otro hombre enfrente. He pensado por un segundo que ahora Grilo es gay, pero me ha abordado la idea de que, quizá, efectivamente, el bar y el hotel sean dos universos aislados, tanto para los dueños como para sus clientes. Le he visto unas cuantas canas sobre la oreja y una barba de pocos días que me obligan a acercarme. Tiene una camisa de seda, gualda, cara, suelta. Desearía arrancársela con los dientes pero lo único que me queda es actuar con mesura. Después de todo, en actos violentos estoy al debe con él.
Me he acercado a su mesa y me ha reconocido sin ocultar su estupor. Le he dicho, sin intimidarme por el amigo, que desearía invitarle una copa, pero que, dado nuestro prontuario, para resarcirme, solo puedo invitarle de frente una noche en el Britania, aquí, en los altos de este bar. Grilo ha aceptado, raudo y sin dramas, pero me ha exigido que antes, nos tomemos una copa.
Nº 61 ——————– Espectáculo incluido
Me disponía a tomar mi caña cuando el borracho empezó discernir sobre el servicio militar obligatorio y las graves consecuencias de su ausencia en el proyecto vital de cualquier persona que se precie. Unos maricones son todos, decía. El bar estaba abarrotado. En la barra se acumulaban los clientes sedientos. Yo pude sentarme en un taburete y escuchaba atentamente el relato de lo que parecía el borracho oficial del establecimiento. Siempre me han interesado las historias militares. Suargumentación sólida y profunda me fascinaba. El borracho tiró varias veces un taburete al suelo y de vez en cuando escupía horrendos tacos que en ocasiones impactaban en alguna moral reprimida de algún cliente. De repente, el camarero, harto del discurso militarista y de la inevitable lluvia de improperios, saltó al ruedo y empezó a empujar al sujeto hacia la puerta.
—Venga a la puta calle, que me tienes harto.
— ¡Eh, eh, eh! — No te metas con él, ¡hombre!, que está ido —dije.
No me hizo caso. El camarero arrastró al borracho hacia la puerta, pero éste se aferró al marco para evitar la expulsión del local. Desesperado el camarero le dio una patada seca y certera en el estomago en forma de gancho. El borracho cayó bruscamente gritando de dolor. Los de la barra observaban el espectáculo sin intervenir. La tensión se mezclaba con el olor rancio de vino y madera de las barricas de vino. Una mujer salió de la cocina con una gran sartén grasienta y le dio al borracho en la cabeza que quedó inerte en el suelo. Un cliente con boina, alzó su chato de vino hacia la luz buscando imperfecciones en el caldo y afirmó gritando que el borracho seguramente era ya fiambre y que daba muy mala imagen ver el cuerpo de un desgraciado en la entrada de un bar de esa categoría. Entre el camarero, su mujer y yo arrastramos el cuerpo hacia la calle y lo dejamos en la esquina junto al contenedor de basura. Algunos clientes se asomaron a la calle para observar la reacción del alcohólico, pero éste se levantó del suelo y desapareció en la oscuridad. Horas más tarde, Carlos el borracho y yo cenábamos con el dueño del bar. Minutos antes le pasé la factura de nuestra actuación y él nos invitó a cenar agradeciendo nuestra profesionalidad. El dueño nos comentó que desde que contrató nuestras actuaciones costumbristas su clientela había
aumentado. Teníamos un repertorio extenso: borrachos, discusiones deportivas, políticas, gritos,peleas, canciones, reclamaciones, todo tipo de situaciones que daban vida y distracción a la clientela.Algunos sabían que éramos actores y aún así no les importaba, pero la mayoría lo desconocía. Se decía que siempre había mucho ambiente en ese bar, un bar como los de antes, como los de siempre, un bar humilde con espectáculo incluido.
Nº 62 EN EL HOSTAL
He decidido viajar con poco equipaje, quiero escapar de las grandes dificultades que actualmente tengo. Salí del hogar sin rumbo y al atardecer me alojé en un hostal, la habitación que me asignaron era cálida, sencilla, silenciosa, casi podía identificarla como el ambiente que necesita mi alma en este momento.
El silencio de la habitación me permite notar que una de mis complacencias, al igual que para otros seres humanos son las historietas mentales, nacidas y crecidas en los problemas de la vida y con un final modelado según la imaginación del autor.
Todos somos autores y espectadores de historietas mentales creadas con nuestras vivencias, en las que infantilmente asignamos el final que quisiéramos. Pero el final puede no coincidir con nuestras expectativas, en cuyo caso la historieta mental es un fracaso inicial, que promueve al fracaso real en que podría terminar nuestro problema.
La habitación vacía, las personas ajenas con las que me crucé al llegar, raptaron el tiempo que había sido propiedad de las historietas. La soledad que brinda este hostal me hace notar que ese tiempo tuvo un sabor dulce, me hizo sentir exitosa, en mi historieta yo fui una heroína o una víctima, pero no solo interpreté el guión, sino que mi mente parecía no distinguir lo que es real de lo que es imaginario, es como una niña golosa, para quien las interpretaciones de héroe o victima son el más delicioso manjar que se niega a soltar.
Salí a cenar y sonreí a varias personas que no conocía, todo en el hostal a mi alrededor constituye una nueva vida, al fin puedo respirar, descansar, no voy a pensar en el mañana que me devolverá la vida que quedó pendiente.
En esa vida fueron incontables las veces que imaginé a mis problemas con un final anhelado, cada historieta fue una compensación a la insatisfacción y a la impotencia por solucionar los casos y una vez construida la historieta, como creyente empiezo a exigir a Dios el cumplimiento del fin imaginado, otorgándole un pequeño margen de flexibilidad, siempre a mi favor. Así es como he podido obtener fracaso tras fracaso.
En la cena puedo ver rostros sonrientes de personas que por ahora no deben estar afectadas por grandes problemas inmediatos, no es que no los tengan, sino que están viviendo un “STOP”. Eso es lo que necesito ahora establecer un límite a mi mente, un pequeño tap con un dedo sobre mi frente puede ser suficiente para frenar una historieta.
Una imagen religiosa sobre el mostrador del administrador del hostal, me invita a revisar las bases de mi creencia, la oración que Jesús nos enseñó me es de gran utilidad, sobretodo dos frases que dicen: “Venga a nosotros tu reino y Hágase tu voluntad”
En “Venga a nosotros tu reino” estamos pidiendo todo lo que el reino de los cielos puede ofrecer: felicidad, paz y solución a todos los problemas, y en “Hágase tu voluntad” estamos desechando el final soñado de nuestra historieta y confiando ciegamente en la paternidad de Dios.
Que irónico es que cuanto mas desesperados estamos con un problema que tuvo su origen en nosotros, mas exigentes somos con Dios afectado por nuestras ofensas. Es necesario volver a la oración de Jesús, con la frase “Perdónanos nuestras deudas”.
De regreso a la soledad de mi habitación y cierro los ojos para desechar el fin que he creado en mis historietas, nuevamente cierro con más fuerza los ojos, confiando en el reino de soluciones que pedimos en oración, y finalmente desarmo mi papel de heroína y desecho mi guión de víctima. Las hago a un lado, para dar paso a la voluntad de Dios, y con un sincero desarme llega la paz.
Mañana será un nuevo día, me despediré agradecida por la soledad del hostal, rezaré sin exigir, los problemas que me esperan son los mismos de ayer, pero yo soy diferente. No necesito guiones, historietas ni finales, solo confianza y el desarme en busca de paz.
Nº 63 ( SIN TITULO )
La disolución de café con leche daba vueltas en el mismo sentido que las aguas del reloj al compás de la pequeña cucharilla de plata que las dirigía, mientras que el director, yo, me distraía aburrido mirando aquel curioso movimiento circular, que daba vueltas y vueltas.
La explicación de esta situación tan previsiblemente normal y rutinaria sin embargo tiene una resolución de lo más curiosa e interesante.
Recordaba el día en el que entré en el café por primera vez. Su sonrisa agarró a mi mente por la espalda, embotellándola para el final de sus días, o eso creía entonces, de tal forma que no fui capaz de pronunciar palabra cuando su voz melodiosa sonó en mis oídos.
– ¿Señor? ¿Desea tomar algo?
“Vuelve, estúpido” Me grité a voces sordas en mi cabeza.
– Un café con leche. – Dije aparentando normalidad. La chica desvió su mirada para apuntar en la pequeña libretilla, por lo que dejé de tener la perspectiva de sus preciosos ojos al alcance de los míos. Y, después de esto, deslizó su pelirroja melena para volverse sobre sí y marcharse.
Así, la misma escena se repitió un día sí y otro también. Todos los días me quedaba perdido en su mirada intensa hasta que esta desviaba su atención de la mía para atender a otras mesas, o simplemente para no mirarme más.
Supuse que era normal enamorarse de una camarera, además siendo un hombre soltero, de treinta y tres años, sin ninguna otra inspiración más que tocar la trompeta en la calle para ganar el dinero suficiente como para poder completar la entonces tan cara tarifa del apestoso casero.
Sin embargo no vi lo que en mi cabeza se fue dibujando a medida que el tiempo pasaba. Sentía como la profundidad de su mirada verde manipulaba cada fibra de mi cuerpo con sus manos, blancas y pálidas, haciendo que mi comportamiento cambiase de forma radical. Por primera vez en mi vida, dejé de tocar la trompeta sin más, y pasaba el día durmiendo, esperando que llegasen las seis de la tarde para poder llegar a las y media en punto a la cafetería y poder observar la mirada de mis sueños una vez más… El encaprichamiento derivó en una obsesión que bailaba entre la frontera de lo cuerdo y lo loco.
Pero como todo en este mundo, mi idílica situación rompió con su rutina de forma estrepitosa. El jueves, quince de enero de 1923, volví a entrar a las seis y media en punto en la cafetería. No hizo falta mirar a la barra, ni buscarla con la mirada, ni preguntarme por qué. Simplemente faltaba la felicidad, la luz, el motivo de mi existencia…. Porque no me hizo falta buscarla para saber que en aquel sitio, ella ya no estaba.
Volví una y otra vez, sin atreverme a preguntar. El cruel café con leche caía desafiante desde las manos de una nueva mujer, unas manos oscuras y ásperas a la vista, totalmente diferentes a la de mi idílica camarera.
Ya no pude contemplar la extensa cabellera pelirroja bailar al compás de sus andares mientras le acariciaba la parte trasera de la camisa blanca, cuando se alejaba de mi mesa. No pude contemplar entonces sus manos depositar cuidadosamente el tan delicioso café con leche que ella me dejaba como un regalo, un epílogo de una obra que jamás se llegó a escribir, de un mentiroso continuará, de la falsa esperanza disfrazada. Ese café que esperaba que algún día tomase sentado a mi lado.
Y como todos los días, introducía la cuchara de plata en la taza de café para darle vueltas y vueltas y mirar absorto como el café no paraba de girar, perdido en los pensamientos que me traían una y otra tarde allí, frente aquella taza de café, asqueroso y amargo, que solamente daba vueltas y vueltas al son de mi cucharilla.
Nº 64 LA GATA Y EL RATON
Apoyado sobre mi brazo izquierdo bebo tragos del tirón y te imagino rondándome como les rondas,abrazándome como les abrazas, besando mi boca como besas las suyas. Puede que sea el efecto de esta espiritosa que nubla mis percepciones, pero todas las noches acabo de igual forma, tirado sobre el colchón de mi apartamento, con un insoportable dolor de cabeza cuando la habitación deja de dar vueltas. No sé por qué regreso a este antro. No sé qué me ata a él. No sé por qué sigo bebiendo esa mierda que acabará matándome un día de éstos. Sí, lo sé. Pero no quiero escuchar la explicación que bien podría darme. No quiero saber que
eres tú la que me hace acudir hasta allí. Tendría excusa si pensase que el antro está en mi barrio. Pero no lo está. Tendría excusa si creyese que el antro queda en algún punto del camino de regreso a casa. Pero se encuentra en el extremo opuesto a la ciudad. Eres tú, sólo tú, la que me hace llegar hasta aquí, la que me mata con cada uno de sus desplantes y me revive con su sola presencia. ¡Ponme otra Sam, y a ella también!
Y ahí estás de nuevo, sorbiéndole los sesos a ese estúpido con ojos de vaca, tristemente distanciados el uno del otro, como si de tan mal avenidos hubiesen puesto piel de por medio. Esos ojos que te observan sin miramientos, que se adentran en las profundidades de tu escote generoso y corruptor mientras tú plantas tus senos delante de su cara, uno a cada lado de sus belfos, a la vez que él trata de respirar con los ojos aturdidos
y desencajados, a punto de saltarle de las cuencas y adentrarse en el olvido de tu cuerpo. Tu boca llena de caricias su oído inquieto y tu aliento eriza su piel, su boca traza gestos de placer contenido y su cuerpo se estremece, consecuencia de tus palabras de embauco y del deslizar de tus dedos, finos y alargados,recorriéndole la espalda bajo la camisa. Devoras su boca con celo, sus labios desaparecen entre los tuyos para aparecer brillantes y salivados, sin importarte lo que yo piense, o lo que sienta, o lo que sufra, o lo que duela. Ahora, simplemente, me miras mientras te lo comes, y ese mirar tuyo, me enloquece y me excita. Sin dejar de observarme, tomas su mano, velluda y nudosa, y la llevas a tu pecho, apretándola contra el incipiente
pezón que se abre paso en la tela del vestido para que él se desinhiba. El tipo tiene los ojos cerrados, como si soñase, y apenas sabe hacer lo que debería. ¡Estúpido con suerte! ¡Desgraciado ñurdo! Os levantáis y marcháis directos al baño mientras yo me quedo desmadejado sobre la silla, encallado en la barra, con la cabeza apoyada sobre el brazo izquierdo, mirando al fondo del vaso de esta ginebra que me mata casi tanto como tú, deseando tener la suerte del ojos de vaca, porque así podría tenerte a ti. Percibo, aletargado en mi ensimismamiento, tu voz cercana y melosa. Un sombrero tejano. Puede que sea lo único que has podido ver en él que te haya hecho sentarte junto a ese don nadie y no junto a mí. ¡Ponme otra Sam, y a ella también!
No es más joven que yo, ni más guapo que yo, ni más limpio que yo, ni más… Pero estás con él y no conmigo.
Y me siento frustrado y sucio, me pregunto una y otra vez por qué cualquiera y no yo. Siento ganas de vomitar al ver cómo tu mano, morena y ágil, avanza desde su rodilla hacia su entrepierna, decidida. Ya de rodillas frente a la letrina, apoyo mis manos a ambos lados y la cena avanza a bocanadas con virulencia, invirtiendo elcamino andado, cayendo sobre el agua del fondo sin formar figuras que traigan buenas nuevas como hace el café. Simplemente los grumos se arremolinan en una de las paredes laterales, uniéndose emparejados. Hasta
ellos tienen pareja… Alguien golpea la puerta del baño. ¡Ya salgo joder! Mientras me incorporo y me limpio la boca de los últimos restos, el metálico sonido de unas hebillas desenhebrándose capta mi atención. A continuación, unos jadeos y el peor de mis temores acechando a mis deseos. Atravieso la puerta casi sin mirar pero, de soslayo, te encuentro mirándome con lascivia, uno de tus senos rebrotándose por el hueco del escote mientras él, agachado entre tus piernas, que descansan sobre la pila del lavabo, busca con su boca el fruto de
mi perdición… Desaparezco de allí con los ojos dolidos de tanto apretar por no seguir mirando. El humo del tabaco y los punteos de una guitarra desafinada me devuelven a la barra. ¡Ponme otra Sam!
Ya nada me importa. Mis ojos vidriosos buscan a Sam. Pagarle las copas e irme a mi casa. Ese es mi objetivo.
Otra noche que no volveré a ver, una paletada más a mi sepelio. Sin nada. Sin nadie. Mis ilusiones se arrojan por el desagüe de una realidad a la que no le caigo demasiado bien, que ceba mis sueños de ti y te coloca cerca, tal vez demasiado, para arrebatarte siempre y alejarte de mi cuerpo. Yo soy el hombre que tú necesitas pero tú no serás, a buen seguro, la mujer que yo merezco. Y sin embargo, ahora que te acercas a mí, cuando ya todo el mundo se marchó a encamarse, le pido a Sam que anote en mi cuenta la copa que consumes porque me miras con ese deseo que me cautiva. Y aunque es el mismo con que me observas cuando te lo montas con otros, nada me hace mayor bien que creer que te satisfago, aunque sea dilapidando mi dinero en tus tequilas salados con un punto de limón. Y cuando me dispongo a abandonar la barra finiquito el último trago y dejo el vaso sobre la piedra, y tu mano entonces alcanza la mía y detiene mi ser y hasta los latidos de mi corazón. Esa misma mano recorre mi brazo en ascenso hasta mi cuello y luego viaja sobre el contorno de mis labios, y de seguido tu boca se funde con la mía para despertar en mí lo frustrado y lo adormecido. Mis manos despiertan y buscan tu cuerpo pero tú las tomas con mando y las separas de tus curvas. Es suficiente
por hoy, arrojan tus labios en un siseo. Y yo, tonto de mí, lo asumo como un soldado raso, recojo mi cazadora y mientras camino hacia la salida, engarzo la cremallera y tiro de ella. Afuera hace frío, mi aliento se convierte en vaho blanquecino elevándose por encima de mi cabeza. En ella, tu cuerpo y tu boca, tus curvas y el deseo que encierran tus ojos. Se que es una táctica, que sabes mover tus fichas con maestría y que mantendrás el cabo que nos une lo suficientemente tenso para que penda de tí y lo suficientemente distendido como para
que no me ahogue y desfallezca. Es tu juego. Soy tu presa. Y a pesar de darme cuenta, quiero participar de ello y disfrutar de cada momento que me entregas. Dentro de dos horas el despertador me anunciará que tengo que acudir al trabajo en media hora. Apresuro mis pasos, la casa se encuentra todavía distante, a varias manzanas en línea recta. Necesito el dinero. Me permite continuar la partida.
Nº 65 AMOR DE HOTEL
Estaba en medio de un gran chapuzón, el transito estaba horrible y como es de costumbre ninguna taxi disponible y creo que ningún taxista me hubiera recogido por que estaba empapado asta los calzoncillos, no me importo mojarme más, es mas creo que disfrutaba, sentir la lluvia, se me venían gratos recuerdos de mi niñez, realmente estaba disfrutando la lluvia a si que decidí ir caminando a mi departamento.
En medio de recuerdos y más recuerdos, sentí un pequeño golpe, me había topado con una mujer, era la mujer más bella que había visto, la lluvia rosaba todo su rostro era como ver mil ángeles danzando solo para mi, mi nerviosismo se noto de inmediato, trataba de disculparme por el tropiezo, ella se disculpo primero, yo no sabia que decir estaba muy hermosa, me hubiera quedado viéndola toda mi vida.
Me di cuenta que ella tenia un poco frio aun que no le importaba mucho, creo que estaba disfrutando la lluvia como yo, quería invitarle a tomar un café o algo por el estilo pero ningún local nos hubiera recibido ambos estábamos muy empapados, fue cuando me di cuenta que estábamos parados frente de un hotel, quería invitarle a pasar pero pensé, tal vez se moleste o lo tome como un insulto, tenia que elegir las palabras adecuadas, cuando ella se adelanto de nuevo, me dijo que pasemos, esperemos que pase un poco la lluvia, de ninguna manera rechazaría su invitación.
Pasamos al hotel era uno sencillo, tenia unos sofás antiguos pero muy conservados, salió de un cuarto un señor de caballera muy blanca de apariencia chistosa, tenia la nariz muy pronunciada, tenia el asentó francés, nos vio y nos dijo sí deseábamos un cuarto, me puse muy nervioso, ella contesto que no, solo nos estamos refugiándonos de la lluvia, el señor muy serio nos dijo que no podíamos quedarnos, la única forma que podíamos quedarnos era hospedándonos, mientras afuera los rayos seguían gritando que la lluvia aun tiene para más, esta vez me adelante le mire los ojos a la dama y le dije que si podíamos hospedarnos asta que pase la lluvia total ya estamos aquí, ella sonrió un poco y acepto la invitación, me acerque al hombre que nos recepción para darles mi datos y hospedarnos, ella pregunto si tenia algo de beber un café o algo, el viejo señor le dijo solo tenemos vinos pero vinos de muy buena calidad, ella me miro y dijo tu pagas el hospedaje y yo invito el vino. Era la mejor noche me preguntaba si estaba pasando o no, o era un simple sueño.
Pasamos a la habitación, eran habitaciones decorados con cosas antiguas, tenia veleros antiguos, cuadros antiguas, y algunas fotografías también antiguas, el piso era alfombrado se sentía muy cálido en el cuarto, también tenia una ventana muy grande empezaba desde el piso asta el techo con una gran cortina, la ventana tenia vista a la autopista. Estábamos muy empapados ella me pregunto mi nombre y yo pregunte lo mismo ella sonrió era tan bella, que su sonrisa me desorbitaba me ponía muy nervioso, le pregunte el motivo de su sonrisa me dijo: “no te conozco y ya estoy en un cuarto contigo”, yo también sonríe un poco no supe que decir, ella se metió al baño se seco y salió con una bata, ella me dijo cequeta, hay otra bata en el baño.
Después descorche la botella de vino, nos sentamos en la alfombre frente a la ventana corrimos la cortina y nos pasamos viendo la autopista y los diversos carros que pasaban, hablamos de todo desde nuestra niñez, asta nuestros trabajos, lo que pensamos, nuestras metas, era una noche estupenda, seguíamos conversando, esperando que la lluvia pase. Rezaba y pedía a Dios que nunca acabara de llover, pero lo más seguro era que nuestra botella de vino se acabara antes de que acabe de llover. Estaba enamorado de aquella mujer tenia tanto miedo decirle, que la amaba y quisiera pasar toda mi vida a su lado, tenia que hacerlo nunca me perdonaría si dejaba pasar esta oportunidad, estaba enamorado con un adolescente, cuando estuve apunto de decírselo, hubo un apagón en la ciudad y sentí el paraíso en mis labios ella me había besado.
Esa noche siempre estará en corazón y lo recuerdo cada vez que veo a la mujer que duerme a mi lado. Éramos dos gitanos siguiendo el flujo de la naturaleza, éramos dos gitanos cómplices del destino.
Nº 66 EN LA PLAZA DEL ÚNICO BAR
La canción de Sabina sonaba machaconamente en el coche. La había venido escuchando todo el camino hasta Córdoba. Diría que la sabía de memoria de tanto oírla. Por fin, después de dar muchas vueltas, logré aparcar. Arrastrando la maleta me dirigí hacia una placita cercana. Me encaminé al único bar que vi abierto. Mientras me aproximaba, iba tarareando la canción de Sabina: ”Fue en un pueblo con bar…”
En la barra pedí un café solo. Al levantar la cabeza la vi: era una chiquilla bellísima. Me miró desde la profundidad de sus hermosos ojos verdes. Sentí deseos de tenerla. Pero sólo se me ocurrió decir:
─Oye, necesito alojarme por dos noches, ¿hay una habitación en este hostal?
─Creo que sí. Pasa a recepción ─dijo señalando a la izquierda─. Mi tío te atenderá.
Mentalmente me dije que Córdoba no tenía mar ni, yo había asistido anoche a un concierto. Y la sugerente letra no dejaba de martillearme en el cerebro: tú reinabas detrás de la barra del único bar…
Sin pensármelo un segundo le espeté que me gustaría dar un paseo con ella, así me enseñaba su ciudad. Me dijo que tenía que atender la barra hasta las doce. Te esperaré hasta esa hora, le dije.
La reunión comercial resultó un éxito. Esto significaba viajar a Córdoba bastante a menudo.
Después de la comida de trabajo recorrí algunos lugares típicos y ya oscurecido, me dirigí al hostal. Allí estaba ella. Tenía el pelo recogido en una coleta. Vino hacia mí. Le pedí un cubata, como en la canción.
Se fue a atender a unos clientes. A los cinco minutos regresó y me pidió que le cantara la canción. Lo haré, pero deberás dejar abierto el balcón, le dije. Respondió sonriendo que estaba loco y se fue.
Esperé impaciente. Pasadas las doce apareció con un vestido azul, corto, y la cabellera negra suelta. Sus grandes ojos brillaban en la oscuridad. Le dije que me encantaba esta ciudad y me llevó a unos rincones inexplorados por los turistas. Terminamos en una calle típica por sus bares y mucho ambiente joven. En el pub pedimos dos cubatas, y me pidió que se la cantara de nuevo. Me aproximé a ella, le pasé la mano por el hombro y le canté el estribillo. Luego le hablé de mi vida, de mi trabajo en el Norte. Ella sólo contó que vivía con sus tíos, que era de un pueblo con mar, en el Sur.
De vuelta hacia el bar la cogí de la mano, y ella se estremeció. La acaricié. La besé en la cara. Y nos abrazamos. Aquello pasó de repente, como en la canción.
─Estamos llegando a la Plaza del bar ─dijo ella zafándose de mis brazos.
─¿Por qué la llamas la Plaza del bar?
─Porque el bar de mi tío, es el único que hay en la plaza. Había otro en la parte de abajo, pero cerró, por la crisis, ya sabes. En su lugar han abierto una tienda de telefonía móvil.
Bajo una farola le sellé la boca con un beso. No dejé de besarla hasta llegar a la puerta del bar.
Le pedí que durmiera conmigo. Me dijo que ella iría a mi cuarto, que dejara la puerta abierta.
Al día siguiente estaba deseando terminar mis compromisos para llegarme junto a ella. Era lo mejor que me había sucedido. Y no quería perderla. Por la noche le hice una seña. Ella entendió que la esperaba en mi cuarto. Le ofrecí una copa de cava. Brindamos. Me miré en sus ojos verdes con rabiosa tristeza. Por la mañana yo me iría lejos. “…Y desnudos al anochecer nos encontró la luna…”
Al bajar a desayunar ella no estaba tras la barra. No querría despedirse. Lo entendí.
Llegó el otoño. Me sentía deprimido, con un poso de melancolía. El invierno fue anodino, eterno. No volví a Córdoba hasta principios de junio. Como el año anterior, aparqué cerca del hostal y, temblando como un adolescente, me encaminé hacia mi amada “plaza del bar” del pasado verano.
Lo mismo que en la canción, ya no existía nuestro bar. La única diferencia era que en vez de una sucursal del Hispanoamericano, había una tienda de «Compro oro». En el otro extremo de la plaza, vi un rótulo con grandes letras se leía HOSTAL. Entré en él. El bar estaba vacío.
Pregunté por muchacha morena, de ojos verdes, que servía en el otro bar el año pasado.No sabía su nombre, nunca se lo pregunté: me bastaba con estar junto a ella, con sentirla y amarla.
Mi historia fue real. La conocí en este lugar y aquí la amé. En recepción pedí el mismo número de habitación que hacía un año. En mi soledad, rememoré todo lo vivido el pasado verano. Encendí mi MP3. La voz aguardentosa de Sabina desgranaba los versos que me sabía de memoria.
Me volví. Noté que unas lágrimas rodaban por mi cara. Con el pensamiento puesto en aquella muchacha, abrí de nuevo la botella y me serví otro cubata. Luego bajé a la calle. Cogí unos adoquines. Y los arrojé con rabia. No tardaron en llegar los municipales. No me defendí. Me subieron al coche policial y me encontré en la comisaría.
Y en la sala donde me metieron para tomarme la declaración, allí estaba ella. Quedé impactado. Me miró sin extrañarse. Estábamos solos en la sala. Le pregunté qué hacía allí.
─Esperarte ─respondió sin dejar de mirarme.
Me dijo que esperaba que, si la amaba, vendría algún día, como en la balada y por eso sabía que mi destino final era terminar allí, en la Policía; y por eso se preparó, opositó a policía y solicitó ese puesto.
Le sonreí, me sonrió: se nos iluminaron las caras. Le tarareé nuestra canción.
Y nunca un preso estuvo tan feliz de que lo llevaran a la cárcel.
Nombre del relato: EN LA PLAZA DEL ÚNICO BAR
Nº 67 «Encuentros del destino»
Al empujar la puerta, me encontré una cervecería de estilo country, que siempre había provocado mi curiosidad. Toda entablillada desde el techo abovedado hasta el suelo, la madera crujía bajo mis tacones. Como por inercia, empecé a caminar de puntillas, serpenteando entre la multitud que se había congregado en ese local de culto. Abarrotada de punta a punta, busqué una mesa vacía. Había quedado sobre las siete y aunque me había adelantado más de media hora, ese tiempo me serviría para disfrutar más de aquel rincón.
Vi que arriba había otra planta, así que subí, cogiendo la baranda barnizada en color caoba, y escalé suavemente cada peldaño, despacio, apoyando mis pies esta vez, sobre una moqueta.
Ya arriba, eché un vistazo amplio, más mesas desocupadas, y hasta la música, que provenía de una colorida y antiquísima gramola; advertí, sonaba más suave.
Escogí sentarme en una mesa que daba a una ventana, las puertas de ésta tenían una pintura ya corroída, pero que le daban un aire al entorno, más auténtico, dándole mayor carácter a todo el mobiliario de la cervecería.
Ya sentada, a los cinco minutos se acercó un camarero a tomar nota de lo que iba a pedir. Nada más cruzar nuestras miradas, provocó que la bandeja que sostenía con soltura en su mano se le cayese de golpe. Ruborizado la recogió, mientras yo intentaba ayudarle, recogiendo su bolígrafo negro y su blog de notas. Todo el mundo nos estaba mirando, pensé que al levantarse su rostro se habría quedado serio; sin embargo, sus primeras palabras me hicieron sonreír sin esperarlo.
-¿Tú ves lo que hay que hacer para llamar la atención de los demás? –respondió, mientras dejaba asomar una preciosa sonrisa que me dejó temblorosa.
-Sí –sólo supe responderle, a lo que él, notando mi timidez y mi escasa recurrente respuesta, con todo el descaro del mundo, separó la silla de enfrente mío, y se sentó como si fuese a él a quien estaba esperando.
-Perdona, pero es que estoy esperando a alguien, no quisiera parecer grosera, y lamento mucho la escena anterior con la bandeja, pero creo que lo más seguro es que alguien te esté echando de menos, ¿tu jefe, por ejemplo? –Mis palabras no debieron parecerle convincentes, porque nada más acabar mi frase, me estampó un beso en los labios y me dijo:
-Eres la muchacha más tozuda que me he encontrado jamás, deja de fingir que no me quieres y deseas, y por una vez en tu vida, déjate llevar –y acto seguido, se levantó y se fue como si no hubiese pasado nada, a servir una mesa, no sin antes girarse hacia mí y guiñarme el ojo de manera cómplice.
Con los nervios a flor de piel, casi se me olvida el porqué de estar allí sentada, mi cita. Había quedado con mi buena amiga Aitana y ya eran las siete y cuarto. La llamé pero su móvil no daba señal, cosa extraña, así que le dejé un mensaje diciéndole que la estaba esperando y que tenía una extraña anécdota que contarle, poniéndole entre comillas, “he encontrado el amor de mi vida”.
Pasaron unos veinte minutos más antes de que volviese, trayendo en su bandeja, esta vez con mayor equilibrio, un par de cocteles, adornado uno de ellos con una sombrilla de color naranja.
Sin dejar de mirarme, me sirvió la copa dejando la otra en el que se había asignado como su asiento, sentándose después. Levantando su copa en señal de brindis, me sonrío instándome a hacer lo mismo.
-Por nosotros, porque a partir de ahora nuestros caminos no se separen, y aunque hayamos tardado una eternidad en encontrarnos, por fin estamos juntos y éste será el comienzo de la más bella historia de amor –Sin levantar mi mirada de la suya, y como llevada por un cuento con el que había soñado toda la vida, elevé mi copa, brindando con aquél desconocido que había recorrido mis entrañas y mi corazón de una manera desbocada y nada usual.
-¡Por nosotros! –añadí, y con el más natural gesto, me levanté y lo besé durante un largo rato que se hizo corto y frenó, tras el inesperado sonido de dos móviles sonando al mismo tiempo.
Sin darme cuenta de que el mío también sonaba, me quedé observando como su rostro palidecía por momentos tras haber cogido la llamada de su teléfono. Su expresión amorosa había desaparecido, y yo sentí una opresión en el corazón, provocando que me abalanzara sobre mi móvil antes de que desapareciera el último tono de llamada. La voz del interlocutor me resultó familiar, y tras prestar la máxima atención a las palabras que escuchaba, mi rostro también acabó desencajándose.
A los dos días nos encontramos de nuevo, esta vez en un cementerio; yo, asistiendo al entierro de mi gran amiga Aitana, él, al de su hermana…Aitana también.
Aquella tarde, el encuentro con mi amiga, tenía como propósito, presentarme a su hermano Alejandro, camarero de aquella cervecería.
Nº 68 SOLO FUE UN ROCE
Sólo fue un roce. Un simple roce de la punta de sus dedos en su hombro desnudo y la chispa saltó. ¿Bailas?, oyó a su espalda, y se giró lentamente para confirmar con sus propios ojos lo que su instinto le había anticipado. Era él. Las rodillas le traicionaron y aceptó la mano que le ofrecía más por accidente que por voluntad propia. Él la atrajo hacia sí con un hábil movimiento y la rodeó por la cintura hasta que la tuvo firmemente pegada a él. Atrapada en su abrazo dio rienda suelta a lo que había estado tratando de ocultar durante toda la fiesta. Deseaba a ese hombre.
Él jamás se había sentido tan dominado por un impulso. En cuanto entró en el pub y la vio supo que estaba perdido. Un sexto sentido le había llevado a acudir a la fiesta de cumpleaños de un compañero de trabajo, aunque a sí mismo se había dicho que lo hacía por ser educado. Lo que no esperaba era encontrarla a ella allí. Y a pesar de tratar de evitarla durante más de dos horas, mirara hacia donde mirara, allí la veía. Así que dejó de escabullirse de lo que el destino parecía depararle y fue a por ella sin pensar.
Sólo fue un roce. Ella estaba frente a la barra y él rozó su hombro ligeramente para no sobresaltarla. Pero el chispazo que le provocó su cremosa y delicada piel le hizo hervir la sangre con un único mensaje. Mía. Sus brazos fueron los primeros en demostrar la excitación de todo su cuerpo cuando la atrajeron hacia él sin darle pie a declinar su oferta. Sus labios habían pronunciado una sola invitación, pero los movimientos que la llevaron a la pista insinuaban la propuesta de otro tipo de danza.
Ella no sabía dónde poner las manos. ¡Dios bendito! ¡Aún le temblaban! Había tirado al menos cuatro vasos desde que lo había visto entrar por la puerta. Su primer impulso había sido esconderse. Cobarde. Pero como no podía hacerlo se había limitado a esquivarlo. Parecía mentira que ahora sus temblorosas manos decidieran ir por libre y estuvieran recorriéndole la espalda, recreándose en ella al ritmo de la música. Pero aún más increíble era que el hombre del metro, el más sexy que había visto en su vida, la hubiera sacado a bailar y la estuviera mirando con aquellos traviesos ojos verdes como si no llevara ropa. Por el momento, sus manos se habían deslizado por el interior de su camiseta a la altura de la cintura, y prometían ascender con cada nota. Se aferró a sus hombros cuando las rodillas volvieron a fallarle. ¿Se podía tener un orgasmo con tan solo un baile? ¿Y con un hombre al que apenas conoces de verlo los veinte minutos que coincides con él en un vagón?
Se respondió a sí misma cuando en un cambio de canción él la hizo girar. Besó, y casi mordió, el dorso de su mano mirándole hambriento la jadeante boca y la volvió a pegar contra su cuerpo, demostrando en el impacto que estaba tan excitado como ella.
Hernán se quedó sin aliento. La mujer más sensual que había visto en su vida parecía estar derritiéndose entre sus brazos o, más concretamente, contra un punto entre sus piernas. La tenía tan cerca que podía percibir su aroma. Oh sí, era la misma fragancia afrutada que desprendía aquella tarde que se permitió la licencia de situarse justo tras ella cuando llegaban a su parada. Ese día tenía el pelo mojado, y no pudo evitar imaginársela en la ducha, y a la noche, soñar con ella por primera vez. Él volvía de trabajar y, para su suerte, habían vuelto a coincidir. Supuso que a esa hora ella iría su trabajo, y recordar ese detalle hizo que, por fin, pudiera pensar en algo que no fuera ese impresionante cuerpo.
¿Estás trabajando?, le preguntó apartándola ligeramente para poder verla. Iba con pantalón y camiseta de tirantes negros, y como no había ni punto de comparación entre cómo le sentaban a ella y al resto de las camareras, ni se había parado a pensar que pudiera ser un uniforme.
Sí, respondió ella alejándose de pronto de él. Y de hecho, debería seguir haciéndolo.
Selena volvió a la barra. Se puso a recoger los primeros vasos que encontró. El tercero se le escurrió entre las manos cuando aquellos pecaminosos dedos se posaron sobre sus hombros de nuevo.
¿A qué hora sales?, susurró en su oído, pero a ella le sonó más bien como voy a devorarte.
A las 3, dijo en un suspiro, queriendo decir soy tuya a partir de esa hora y para siempre.
La camarera de la barra salió en ese instante y le quitó de las manos una bayeta que apretaba con excesiva fuerza. Yo salgo a las 3. Tú sales a las 12, y son menos cinco, dijo con una sonrisa.
Para cuando Selena entendió el capote que le acababa de echar, la camarera ya le había puesto en las manos la chaqueta y el bolso. Así que, o bien tenía una muy patética impresión sobre su vida sexual, o bien era la mejor jefa del mundo.
Hernán y Selena se dirigieron a la puerta del pub con repentina timidez, lentamente y cogidos de la mano. Pero en cuanto la cruzaron, sus bocas se colmaron con una desbocada avidez que era el preámbulo de otro baile mucho más íntimo.
N º69 MECÁNICA DINÁMICA
Alongado en la balaustrada superior del café Manhattan, a cuatro metros de altura, recordé al majareta de Alfred Jarry, pistola en mano, disparando contra los espejos de los cafés parisinos, hechos que provocaban, normalmente, el pánico y la precipitada huida de buena parte de la clientela. Eso y como, en una ocasión, tras el tiroteo y ya más tranquilo, se volvió hacia una mujer sentada a su lado y le dijo: «Ahora que hemos roto el hielo, charlemos».
Desde niño, asomado a ventanas y balcones, desarrollé cierta afición por las alturas. Me subía, me alongaba y captaba o creía captar ideas propias, nuevas perspectivas. Me resultaba relativamente fácil elucubrar sobre los pormenores del vuelo libre, analizar y predecir la naturaleza de los movimientos que resultaban de las diferentes interacciones posibles: el momento, la fuerza y la energía, fundamentos de corte escolar bajo nombres interiorizados a base de muchas horas y un cuidadoso método de repetición. Newton y Galileo, nada menos. De igual forma, justo es reconocerlo, mi afición concitaba también una particular atención publica y/o privada muy definida: «¡baja de ahí, niño!»
De esa guisa, en un equilibrio imperfecto pero útil sobre la balaustrada del café Manhattan, observé los movimientos acompasados y vibrantes de doña Malena, aplicada sobre la máquina de café, y a dos clientes y medio inmersos en sus pistas diarias. O despistados. O un poco de todo. O yo qué sé. Pintxo de tortilla, café muy cargado y Montecristo del cinco.
Mis circunstancias y mis propósitos no fueron descubiertos de inmediato, así que volví los ojos hacia el medio cliente que fumaba junto a la puerta, mitad dentro, mitad fuera, ladeando un poco la cabeza para cruzar nuestras miradas. De aspecto inanimado, aparentemente limpio pero profundamente sucio, de sus labios y de sus dedos surgía un hilo continuo de humo que, por la leyes de la Física y de la Teoría Cinética de Gases, ascendía y se mezclaba con el vapor de agua de la vieja cafetera Saeco, cuatro servicios, dieciséis tazas sobre las carcasa y un trapo a juego.
«Otro maldito fumador», pensé. Y así lo dije, alto y claro, como un disparo, desde arriba, a cuatro metros de altura, alongado en la balaustrada del café Manhattan y pretendiendo emular, convenientemente actualizado, al patafísico Alfred Jarry, cuya afición a desenfundar la pistola y disparar le había causado mas de un disgusto -aunque ningún herido- y, concretamente, que buena parte de la gente huyera precipitadamente ante cualquier movimiento extraño.
En mi caso, la primera consecuencia fue otra. Apenas un «Hostia, ¿qué haces ahí?» resueltamente ejecutado por parte de doña Malena mientras equilibraba dos tazas de café en una sola mano. Eso y la media sonrisa del medio cliente que, simuladamente distraído, preparaba un nuevo homenaje a su Montecristo del cinco, un cuarto de pierna fuera, un cuarto de pierna dentro del, en aquel instante, surrealista café Manhattan.
Se trataba, consecuentemente, de ser más claro. Se trataba, en definitiva, de exponenciar la táctica de Alfred Jarry. Aprovechar las prácticas mentales interiorizadas desde niño e invocar un trinomio perfecto. Jarry, Newton y Galileo. Momento, fuerza y energía. Si resulta que el momento, la fuerza y la energía se conocen, y se ponen en práctica de una forma expresa, es posible establecer reglas mediante las cuales predecir los movimientos resultantes. Partir de un punto A, la balaustrada superior del café Manhattan, y llegar a un punto B, el piso inferior, para, como resultado, dejar claro un punto de vista, se presentaba bastante fácil a base de tanta práctica teórica.
Así que me lancé. A por él. Y, en este tipo de lanzamientos, el cuerpo está sometido simultáneamente a la acción de dos variables: un movimiento horizontal con velocidad constante, y un movimiento vertical y uniformemente acelerado, variables que produjeron que mi desplazamiento resultante fuera el predicho, un premio a la lógica: la trayectoria parabólica. De la balaustrada superior, al piso inferior. Lanzamiento, fuerzas en juego, tiempo de vuelo y, como resultado, posición final. Un pequeño estruendo, caras de estupor y un conato de huida precipitada . Por fin, las mismas consecuencias que provocaba la extraña afición de Alfred Jarry complementadas con los efectismos típicos de la mecánica dinámica.
Ya en el suelo, más tranquilo, no pude más que sonreír satisfecho: «Ahora que hemos roto el hielo, charlemos de la Ley Antitabaco».
Nº 70
MIENTRAS ESPERO
Apoyé los codos sobre la barra, consciente de que las mangas de la camisa estaban absorbiendo los restos de cerveza. Acomodé mi cabeza entre los brazos y vacilé la complicada posibilidad de encontrarme al lado a algún desconocido interesante en cuanto regresara a mi posición normal.
Mi pareja no tardaría en llegar. Su turno acababa en diez minutos y la oficina estaba cerca del bar. No obstante, estaba dispuesta a arriesgar por satisfacer mi placer libertino. Al fin y al cabo, él era consciente de mi debilidad e incluso la compartía conmigo, lo cual me enorgullecía. A nadie le amarga un dulce, y nos convencimos de que sólo es prohibido cuando se pierde el control.
Mientras procuraba apaciguarme, me sedujo una voz susurrante gradualmente más intensa cuanto más se acercaba. Percibí el vapor de su aliento empañando mi oído y produciendo un gracioso hormigueo. Me conmovió hasta el punto de erguirme con un ritmo pausado, como si le buscara guiándome por el olfato.
– Sssssh. Finge que no me esperabas, así será más excitante.
– ¿Al menos puedo mirarte?
– No es necesario cuando existe el poder de la descripción.
– Entonces, preséntate –sugerí atrevida, y continué: voy a atender con los cinco sentidos.
– Será suficiente con menos.
– Vaya, demuestras ser vanidoso.
– No lo creas. Me sonrojo con facilidad, hasta el punto de adoptar un color rojo cereza.
– Sí que es exagerado. Resultas pasional, fulgurante, maduro.
– Desprendo un aroma frutal. Utilizo el mismo perfume desde que tengo uso de razón, aunque disfrutarás más si te acercas a mi cuello –y así lo hice, fingiendo mi interés por estimular el olfato, pese a que prefería deleitar mi imaginación acortando distancias–. Es evidente también el olor a regaliz.
– Atrayente… Sin embargo, eso ya he podido deducirlo. Me he tapado los ojos, no la nariz.
– Eres avispada. ¿Deseas probarme?
La conversación empezaba a subir de tono. Sinceramente, estaba dispuesta a ponerme a la altura de la situación, pues empezaba a desearlo con ansias. Titubeé para simular recato, aunque sólo se trataba de una estrategia femenina. No obstante, pronto empecé a olvidar comedimientos ávida de placer.
El tumulto no impidió nuestra aventura atrevida, pues ignoramos a todos los presentes. Nos fundimos desde la comisura de los labios y aguanté la agitación para disfrutar hasta el culmen. Lo definí como un beso pasional, explosivo, persistente,… No quise desprenderme de él, me amarré con fuerzas a su cuerpo hasta extinguir su rojez y estiré la mano en busca de prolongar la experiencia.
– Te ha gustado, ¿eh?
– Mucho más de lo que pude imaginar. Nunca había sido mejor. Y créeme que yo de esto sé mucho –contesté a la nueva voz que irrumpía en mi cometido placentero.
– Estoy de acuerdo contigo. Es un vino con mucha vida.
– Y que lo digas…