VOTA y PARTICIPA en 3ºCONCURSO RELATOS LaVisita y Larruzz. ( Del 1º al 33º)

VOTA y PARTICIPA en 3ºCONCURSO RELATOS LaVisita y Larruzz. ( Del 1º al 33º)

RELATOS desde el 1º al 33ºFachada-Larruzz
Entre todos los que están llegando, aquí tenemos los primeros relatos seleccionados.
Puedes votar enviando SOLO desde la Web de www.lavisita.com en la sección CONTACTO, poniendo claramente NOMBRE y APELLIDOS, MAIL, en ASUNTO: 3º CONSURSO de RELATOS y en MENSAJE la valoración de 1 a 3.
Los criterios, será:
Relación con el Tema: Hosteleria, Cafés, Bares, Restaurantes…
Originalidad del relato
Estilo Gramatical y Ortográfico.
Esperamos vuestros votos, por que entre todos los recibidos, sortearemos un lote de libro, invitación a la cena para dos personas en Larruzz Bilbao, en la entrega de premios y un lote de Vino.
Solo será valido una votación por dirección de correo electrónico, no pudiendo coincidir direcciones distintas con un mismo nombre.
Nº 1 UN ALMUERZO EN EL CENTRO VASCO
Mi relación con los restaurantes se fue formando desde muy pequeña. Todos los fines de semana, mi mamá me llevaba a un teatro a ver alguna función de títeres y después a almorzar en un restaurante. Mi preferido era el Centro Vasco, un pequeño lugar cerca del mar, en el Vedado.
Las paredes del Centro Vasco estaban adornadas con grandes cuadros referidos a la vida en la región vasca. Recuerdo los hombres vestidos de blanco, empuñando una raqueta; los toros; las mujeres bailando. También había una pecera grande donde unos peces rosados se movían con suavidad haciendo flotar sus velos de novia. Un día llevamos a mi hermana de tres años. Nada de lo que le pedimos para comer la sedujo. Solo quería estar al lado de la pecera, mirando la danza de aquellos animales. Terminé dándole cucharadas de paella allí mismo, mientras pegaba su naricita al frío cristal.
Entre los platos del menú del Centro Vasco, yo prefería las fabadas asturianas, la tortilla vasca, la natilla acaramelada. Por lo visto, en materia de paladar, la parte española que hay en mi mezcla cubana, es la que más influye.
Sin embargo, sé que en algún lugar comí una misteriosa sopa tártara, y que en otro apagaron las luces y le prendieron fuego a un dulce. También, en un sofisticado restaurante, me llevaron a la cocina para que leyera el menú en voz alta, delante de un grupo de cocineros asombrados. Yo en ese entonces era muy pequeña, pero leía muy bien.
Mi madre era profesora, vivía de su sueldo. No tenía negocios extras, ni algún pariente en el extranjero que le enviara remesas de dinero. Con lo que ganaba bastaba para mantenernos y darnos ese pequeño lujo dominical.
Todavía en mi adolescencia y juventud, los restaurantes siguieron siendo algo normal.
Mi papá acostumbraba salir a almorzar todos los domingos. Siempre me traía el plato fuerte envuelto en servilletas de papel. Él era fanático a comer en esos lugares. Por fin de año reservaba y nos íbamos a cenar para esperar el año nuevo. Otras veces me invitaba, a mí y al novio de turno, para que compartiéramos un almuerzo en familia. A mi padre le fascinaba descubrir un lugar nuevo. Comió en todos los restaurantes de la ciudad, dejaba buenas propinas y la gente lo conocía.
Pero las cosas en Cuba han cambiado mucho. De un tiempo a esta parte, para el cubano promedio solo queda la opción de una pizza comida de pie o caminando. Si acaso, cuando se tiene un poco más de dinero, puedes comprar una cajita de cartón donde se mezcla el congrí, el bistec de cerdo, la vianda frita y la ensalada de vegetales. La cajita te la podrás comer sentado en un banco o en el contén de una acera. Aunque muchos la comen de pie.
Los restaurantes están ahí. No han cerrado. Son los mismos donde celebré mi graduación como Licenciada en Matemática, donde le regalé a mi mamá una cena por su cumple años, donde terminaron muchos paseos románticos en una mesa para dos, compartiendo una excelente comida.
Solo que ahora son, para casi todo el mundo, una opción de lujo.
Yo trabajo como escritora de radio. Soy payasa de fiestas infantiles. Tengo una hermana en Italia que me envía dinero, y sin embargo, comer en un restaurante sola o en familia, es algo impensable.
A mis hijos, cuando eran niños, los pude llevar al teatro los fines de semana, a ver funciones de títeres, pero el famoso almuerzo en el restaurante de mi niñez siempre estuvo prohibido. En una bolsa cargaba la merienda preparada en la casa: unos panes con algo, un pomo de refresco. Todavía me río cuando recuerdo que en el intermedio de una función de ballet merendamos huevos duros.
La experiencia de almorzar en un restaurante ellos no la podrán recordar. No forma parte de su imaginario infantil. Nunca podrán escribir un relato como éste.
Soy yo la que les proporciono en mi casa comidas de fiesta los momentos que normalmente se celebran comiendo afuera: fines de años, fines de cursos, onomásticos, Día de los Enamorados, y demás.
El Centro Vasco existe todavía. Solo que ahora, como muchos otros, es un restaurante donde se paga con una moneda cubana equivalente al dólar, que no es con la que me pagan por mi trabajo.
Hace más de veinte años de la última vez que entré en ese lugar. No sé si todavía en las paredes los hombres juegan pelota vasca, ni si conservan la pecera, ni si siguen cocinando aquella fabada asturiana cuyo olor y sabor está tan ligado a mi infancia.
Nº 2 Relato
Vaya problema, escribir un relato.¡Mira que es sencillo narrar lo que conoces!
Mariano es un barman de una cafetería de Bilbao, sí, de Bilbao “de toda la vida”.
Cuántos hechos sabe, pero no los cuenta. El mismo vivió uno que le cambió radicalmente de la noche a la mañana:
Un día de invierno, ya de madrugada, se despedía de sus compañeros de trabajo hasta la próxima jornada cuando a la entrada del establecimiento estaban reunidas un grupo de chicas que portaban instrumentos musicales. Le preguntaron directamente:
Tú tienes buena planta. ¿Cantas o tocas algún instrumento?
Se quedó perplejo, pero respondió: ¿Me podéis explicar, por favor, el motivo de vuestra pregunta?
María le miró a los ojos y le dijo: Hasta hoy tenía un novio que era el vocalista de nuestro grupo musical “Los Salvadores Insurgentes”, de la que nosotras cuatro somos las instrumentistas. Te oí entonar una canción un día y no lo hacías mal. No queremos deshacer el conjunto por ningún motivo y mañana tenemos que actuar en un local de Getxo. Te proponemos ensayar hoy y valorar si nos sirves o no.
Mariano es de los que piensa que no hay que dejar pasar ninguna oportunidad. Las chicas le parecían majas y una de sus pasiones era cantar rancheras. No se lo pensó dos veces y les contestó: Decidme cuando está previsto lo que pretendéis ensayar para poder cambiar el día de trabajo a un compañero.
María le comentó: Vete a descansar y mañana a las diez quedamos en la dirección que figura en el papel que te facilito. Si damos el nivel como conjunto comeremos un menú los cinco para conocernos mejor, y si estamos de acuerdo tendremos nuestra primera actuación a la ocho de la noche. ¿Vale?
Que podía decir si los retos para él son opciones que desea afrontar: Probemos.
Lo cierto es que apenas durmió. Después de asearse y desayunar, metió un pantalón negro, una camisa blanca y un pequeño sombrero mexicano en una bolsa y salio de casa en vaqueros, botas de media caña y ropa deportiva. Le movía la ilusión.
Llego al lugar acordado y no había nadie. ¡Maldita sea! Esperó impaciente más de 10 minutos. Cuando parecía que se iba a marchar aparecieron las cuatro mujeres juntas, (le habían estado observando para analizarle). Se saludaron, para de inmediato ir a un bar a tomar café y cambiar impresiones. Emplearon veinte minutos en ello antes de acercarse a la lonja. Estaban todos nerviosos y María comenzó diciendo: Hoy puede ser un gran día para el grupo. Veamos qué posibilidades reales tenemos.
Mariano, espontáneamente, propuso cantar “Allá en el Rancho Grande”.
Le precisaron que el grupo pretendía otra cosa. O sea, continuar en su línea de siempre.
Mariano estuvo a punto de decir “ahí os quedáis”, pero pensó “ya que estoy aquí probaré”. Hizo de tripas corazón y aguantó el tipo.
Dieron comienzo al ensayo y, la verdad, parecía que no conjuntaban nada de nada.
Al de dos horas de insistir y persistir fueron mejorando. Por lo tanto se marcharon a comer los cinco, tal como habían acordado. Percibieron tener bastantes cosas en común. Siguieron ensayando por la tarde y, por fin, fue el debut ante un escaso público que les aplaudió con agrado, aceptando bien el cambio del solista.
Progresaron paulatinamente con esfuerzo y hoy son un grupo de reconocido prestigio a nivel nacional, que se divierten con sus actuaciones y les permite vivir de sus contratos.
Por otra parte Mariano y María comparten vida, con sus más y sus menos. Como casi todo el mundo.
Cambiaron de nombre al grupo y se preocupan de agradar a sus seguidores, e incluso se atreven tocando otros instrumentos en sus nuevas canciones, además de gestionar convenientemente el grupo y su promoción.
Por precisar, el trabajo de camarero quedó en el olvido y su vida cambió para bien.
La aventura continúa por los senderos erráticos del destino.
Nº 3 Viajar
Hay quien afirma que para ser un buen gourmet es preciso viajar constantemente por el mundo, lo que obliga a un doble compromiso, localizar los manjares y desplazarse hasta el lugar.
Con mi buena amiga Juana Mari viajo con relativa frecuencia con este mismo fin. Os lo cuento para que juzguéis algunos de los realizados el presente año.
Podéis coincidir con mi apreciación o tal vez no. Bajo mi criterio viajar es un alejamiento del duro trabajo y descansar, ver otros ambientes, degustar sus comidas, bailar, hacer excursiones, conocer a otras personas y así podemos continuar con otras consideraciones en las que probablemente coincidamos. En una forma abreviada de decirlo: disfrutar y conocer.
El primer viaje ha sido a China, en donde degusté tallarines con langostinos, cofre oriental de gambas, arroz chino tres delicias, pollo al limón, fideos fritos con cerdo y verduras, fideos vermicelli con gambas y un sinfín de otros condimentos deliciosos. Por otra parte podemos hablar de lugares, monumentos y otras cosas.
Como nos gusta el arroz, el segundo fue a Valencia. ¿Qué os parece lo que comimos con agrado?, coca crujiente de escalibada con anchoas, ensalada de pulpo, crujiente de verduras asadas con bonito y boquerón, ragu de boquerones y alcachofas, fidegua campellera con atún y langostinos, arroz con magro y verduras y otros platos verdaderamente deliciosos. De monumentos y costumbres podemos hablar mucho.
En el tercer viaje nos pareció oportuno pensar en Italia. Saboreamos spaguetti frutti di mare, risotto funghi de la nona, insalata de bacalá, inalada nicoletta, y podemos enumerar otros muchos platos. Respecto a lo que se puede ver, hablaríamos largo tiempo.
Respecto a Galicia, coincidimos las dos como un destino interesante, y así resulto.´ Nosotras le damos un gran valor a la cocina, por lo tanto degustamos una mariscada para dos personas, brocheta de rape con langostinos, chuleta de buey, pulpo y una innumerable lista de otras delicias. Siempre regado con los vinos adecuados. Como decimos, tenemos amplios conocimientos de su cultura y costumbres, que en ocasiones nos amplían datos los propios camareros o algún comensal de mesa cercana.
En el siguiente destino probamos verduras wok, arroz en hoja de loto, gohan, udon con gambas, tallarines de té verde con marisco,…
Podemos seguir relatando todo el resto de experiencias, pero creo es mejor conozcáis algunos pormenores de nuestra actuación real y rentable.
Sin precisar los lugares en donde hemos comido o bailado hasta rendirnos, las personas que nos han conocido e incluso algunas se han convertido en amigas, los sucesos acontecidos y un dilatado bagaje para narrar, lo importante ha sido la salsa aportada a nuestra vida.
Casi estoy segura habéis pensado que somos muy afortunadas por el tiempo que disponemos para poder saborear los manjares dichos y saber de lugares alejados, además de derrochar sumas importantes de dinero, saber idiomas y lo osadas que somos. Pues lo siento, eso es un error de apreciación. Nosotras lo que hacemos es informamos de los lugares vía Internet y adquirimos algunas guías turísticas. Nuestra principal inversión son las comidas, todas ellas realizadas en restaurantes de Bilbao, ya que el alojamiento se encuentra en nuestro hogar y el trayecto lo hacemos paseando y sin ningún riesgo en la aventura del transporte o enlaces de vuelos. Ni siquiera tenemos pasaporte.
Creemos no merece la pena afrontar peligros innecesarios ni tener gastos desmesurados para ser lo suficientemente dichosas disfrutando de nuestra vida cotidiana
Nº 4 Olor, sabor,…
Así como sabemos que a los expertos en vino se les conoce por sommelieres, yo no sé la denominación que se nos puede aplicar a los que evaluamos los alimentos elaborados.
Recuerdo que al alcanzar la edad de catorce años me dí cuenta que además de percibir si la comida estaba cruda o pasada, fría o caliente, salada o…, también veía un halo alrededor del alimento. Observaba un grano de arroz y por el color del aura, apreciando entre las variantes de azul y verde, sabía si se encontraba en malas condiciones. Después, con los labios, podía concretar otros aspectos, siempre y cuando sólo bebiera agua sin gas. Tampoco debía tomar chocolate, caramelos u otro producto azucarado en las tres horas anteriores, ni fumar.
A la edad de 19 años me sucedió un hecho curioso, ya que mientras leía un libro y escuchaba música sonó el timbre del teléfono y al descolgar oí “ven, por favor, sube al quinto b. Soy Azucena y mi primo Alberto no se encuentra nada bien. Necesito ayuda”.
De inmediato subí y no hizo falta llamar a la puerta, ya que se encontraba abierta, permitiendo oír claramente gritos de dolor “ay, ay, ay,..”
Pregunté “¿qué sucede exactamente? y la vecina me mostró un plato que contenía lasaña. Lo detecté por el color del aura: “carne que no se encuentra en buenas condiciones”.
Me miró y pese a mi edad preguntó: “¿qué hacemos?”
Respondí:”debe ser atendido por un médico, con urgencia”
Por medio del teléfono móvil conseguimos llegara antes de diez minutos. Confirmó que la actuación había sido la correcta y él también lo hizo con acierto, provocando el vómito y le recetó lo adecuado.
Como al médico le sorprendió la seguridad de mi proceder y mi carencia de formación sanitaria hablamos lo necesario para continuar al día siguiente la conversación.
Llegó el día y en el lugar convenido me esperaba el doctor, de 53 años, con una amplia experiencia médica.
Me hizo muchas preguntas hasta que le expliqué la forma de percepción:
“coloco el alimento presionado por mis labios al mismo tiempo que la punta de la lengua contacta también por lo menos once segundos. Entonces puedo determinar por cada ingrediente el óptimo estado de calidad o el nivel que corresponda. Viene a ser como si en un extremo de una varilla imaginaria se encontrase el blanco puro, definiendo la calidad suprema, y en el otro el negro máximo, como pésima calidad. El posicionamiento en un punto intermedio precisa la realidad.
El olor se valora entre el rojo y el blanco, de forma similar.
Los microsonidos se interpretan entre el amarillo y el blanco. En cada caso es posible puntualizar otros matices de orden práctico, que por complejo y extenso no comento. Además puedo hacer una determinación global imposible de interpretar por los humanos considerados normales.”
Me puso a prueba seguidamente en el mismo restaurante en donde nos encontrábamos, del que era propietario un amigo suyo. Dado que era la hora de la comida convino separar una minúscula parte de los platos antes de servirlos a los comensales.
Comenzamos: “lechuga de invernadero, recogida ayer,… correcto. Aceite de oliva de segunda presión, grado de acidez 1, variante picual,…correcto. Vinagre de jerez, tiene aditivos no naturales,… correcto.”
Así continuamos hasta que llegó la lubina de piscifactoría. “Producto no adecuado para el consumo. Cadena de frío interrumpida, contaminación por…”
Habían preparado el plato para comprobar la fiabilidad de lo dicho por mí.
En los dos días siguientes nos convertimos en socios de un restaurante que actualmente es prestigioso, en el que son clientes personalidades destacadas del mundo empresarial y político. Aunque no he de abonar dinero alguno, participo en el accionariado con el cuarenta y cinco por ciento, al igual que el propietario del otro establecimiento hotelero, y con un diez el médico. Sé que me utilizan como argumento de venta, pero no me importa. El negocio va cada día mejor, si cabe. Es una forma de ganarme el sustento económico para vivir.
Si mis socios conocieran mi poder real creo que nos dedicaríamos a otras actividades. Nunca se lo daré a conocer ni, espero, ponerlo en práctica.
Nº 5 El BARMAN
Jaime se detuvo ante el cartel lumínico del bar donde trabajaba. Bastaba pasar por el lugar para ser atrapado por la curiosidad de lo nuevo y atractivo. Se sintió feliz.
Tres meses atrás había llegado allí una noche calurosa frustrado y a punto de dar gritos, cuando aquella cueva, eso era lo que parecía, reflejaba oscuridad y tristeza. Para colmo vio entrar a un vagabundo.
Jaime era un barman y necesitaba urgentemente trabajar. Había caminado mucho en vano y meditó en su mala suerte antes de dirigir sus pasos a aquel antro.
— ¿Qué deseas a esta hora?—dijo una rugiente voz desde el mostrador rompiendo el tintineo de acceso.
El rostro de aquel colega era de pocos amigos
—Una cerveza…si fuera posible—quedó recostado a la puerta. La luz era pálida.
— ¿Sólo eso?… Venga
Dicho con mirada cortante. El hombre tenía puesto un delantal blanco.
El salón era pequeño con pocas mesas; una de ella ocupada por un bulto al final, alguien dormitando entre ronquidos, aquel vejete quizás, pensó Jaime; y un par de compartimientos privados al fondo, evidente nido de parejas de adolescentes.
Cuando la mitad de la jarra fue devuelta después del primer gran sorbo se oyeron quejidos.
— ¿Quién es?
—Un puerco con barba—. Dijo el cantinero juntando las cejas mirando los vasos al trasluz. Era calvo. Rondaba los 50 años; tenía cutis agujereado y nariz estirada—. Viene de vez en vez, y se tira ahí a pedir cosas…es un borrachín protegido por el dueño
— ¿Es de por aquí?
— Ni sé. Ha venido… tres veces. La gente se burla de él
Jaime se llevó de nuevo la jarra a la boca. Intentó hallar lo que él denominaba el gusto tardío, pero en vano. Por mucho que afinó el paladar aquello sabía a agua sucia. La cerveza no era más que un olor disperso en el líquido.
— ¿Qué haces por acá? No eres una cara conocida
—Soy como tú, pero no encuentro nada—suspiró—. ¡En esta ciudad no me necesitan!!—exclamó Jaime con tristeza disfrazada de tenue sonrisa.
—Es difícil. Por aquí han pasado varios. Aquí estoy en este chinchal de mala muerte con un amo pedante. Pretende que seamos mejor, que seamos atentos. ¡Equivocado!
Con la campanilla entró una pareja de jóvenes enamorados.
—Pueden ir saliendo, cerramos casi ya—refunfuñó el cantinero—.Total—añadió cuando el tintineo anunció la retirada—, para lo poco que consumen no vale la pena…después hay que limpiarle sus cochinadas
Los quejidos fueron en aumento y Jaime fue hasta aquella sombra.
—Es lo mismo de siempre. Ahora te pedirá algo; déjalo, huele a oso
—Señor—dijo Jaime al llegar.
— ¡Ay, mi hijo! ¿Puedes darme un poco de agua? Me muero de sed
La mano temblorosa se posó en su brazo y Jaime la tomó.
— ¿Qué le pasa?
— Estoy…falta de todo, hijo…gracias al patrón de aquí que me deja descansar, porque si fuera por…. ¿me das agua?
Tenía el aspecto de un anciano abandonado.
Jaime retornó, buscó su jarra de cerveza y se la puso delante.
—Beba, está fría… ¿no ha comido hoy?
— ¡Oiga, ese miserable se burlará de UD.!—se oyó desde el mostrador.
El hombre bebió con desesperación.
—…Gracias, hijo—dijo limpiándose la boca—. Tenía sed. No le creas
—Debe ir a su casa…y alimentarse, señor. O lo puedo llevar…
La carcajada del cantinero fue estruendosa. Jaime miró atrás molesto.
— ¿Es Ud. un barman?—dijo el hombre—…Tuvo que hallar aguada entonces la cerveza
— No sirve…y sí lo soy—dijo Jaime—.Pero no me quieren, como a Ud.
—Siempre aparece algo. Mire a Vd., conmigo. Tendrá éxito
—Gracias—.Jaime se levantó sonriente—. Me voy. Debo seguir buscando
—Mañana será un gran día para Vd., y la cerveza aquí estará buena; venga, lo espero
—Gracias—Jaime se le acercó—. ¿Cómo mejorará la cerveza?—le murmuró.
—Lo haré posible yo, amigo—dijo el hombre quitándose la barba y la peluca—.Soy el dueño
Nº 6 DE AQUÍ NO SALGO
Llegué pronto. La entrevista iba a ser en un bar, el Bar Tucasa. Una taberna que hacía esquina en una de las plazas del casco histórico, tradicional y conocida por todos los lugareños y turistas amantes de las buenas tapas. Estaba nervioso. Me había concedido una entrevista uno de los mejores despachos de abogados del país y esa noche no había podido pegar ojo. Una semana antes había dejado mi trabajo en una oficina con lamparitas de luz cegadora, secretarias gordas y olor a papel y a comida en tupper. Sinceramente, lo dejé porque estoy convencido de que valgo para algo más que redactar informes, idénticos los unos de los otros, y porque mi forma de hablar, más educada y de amplio vocabulario, contrastaba mucho con la manera de comunicarse de aquellos seres que tenía por compañeros de trabajo. Chicos y chicas de necesidades básicas, no les importaba rascarse el culo en medio de la calle o escupir el chicle directamente de la boca al suelo, y si se lo pegaban a alguien en el pelo, mejor que mejor. Hablaban a gritos chapurreando palabras y sé de buena tinta que se reían de mí o me levantaban el dedo del medio en cuanto me daba la vuelta. Pobres bestias. Los feos del mundo se saben mayoría y actúan con la seguridad de que sea cual sea la guerra que les toque afrontar la ganarán sólo por eso, porque son más.
Me fui porque tenía ganas de trabajar con personas.
Allí estaba, sentado en una mesa de dos, pasándome una y otra vez la mano por la nariz y por la boca. Pedí una tila. Y luego otra.
– ¡Otra tilita para el caballero de la siete!
– ¿Qué le pasa a ese? ¿Una cita a ciegas? ¡Oído maitre!
– Pues como no se ponga un girasol en el ojal no le va a reconocer ni su madre, ¡que como tú hay doscientos paseando por esta plaza, chaval! ¡Si al menos lucieras un piercing en la nuez…!
– Que estamos de broma, anda, toma unas aceitunas, ¡recién traiditas de Jaén!
Los camareros del Tucasa no paraban de reír y de pasárselo en grande a costa de mi cara de desesperado. Vestidos con chaleco azul y pajarita, me miraban con sorna mientras pasaban un trapo limpio por un vaso o ponían a punto la cafetera.
– ¡Prepara un cortao, corto de café, que viene la sueca! Madre mía, qué caderas.
– ¿Y el orujo de hierbas?
– El orujo déjalo que la sueca hoy viene sola. O pónselo al de la mesa siete, que se lo eche directamente a la cara que le sudan hasta los ojos… es broma chaval, ¿estaban buenas las aceitunas?
Yo miraba a la puerta y de todos los que entraban nadie parecía buscarme, nadie aparecía sujetando mi currículum con mi foto bajo la axila.
– Pásate a la cerveza que hoy no mojas, guapetón- el camarero más viejo de los dos, el de las olivitas, me guiñó un ojo.
– Dejad en pas al sico, no le degáis leerr el perico…- intervino la sueca, que acababa de sentarse en un taburete tan bajito que parecía hablar desde el suelo.
Pensándolo bien, no era muy corriente que uno de los despachos de abogados con más prestigio del país concertara una entrevista en un bar, por muy buenas que fueran sus tapas.
– ¡Una de mollejitas de cordero para la mesa dos! ¡Ración de ajoarriero a la tres! ¡Bravas uno!
– ¡Oído cocina!
– ¿Y el niño qué quiere?- el de las aceitunas me miró con los brazos cruzados en la barra y con el labio de abajo colgando- “una tila más y te saco una hamaca para que te eches un ratito”- si no me dijo eso seguro que lo pensó.
– Póngame una caña- y en ese momento supe que no iba a haber ninguna entrevista de trabajo, que no iba a entrar por la puerta nadie interesado en mí, que ningún despacho de abogados sabía que yo existía. Dejé de esperar. No sé si fue por el efecto de la tila o por el escalofrío que me produjo advertir durante un instante la cara de una de las administrativas que había trabajado conmigo asomándose por una esquina de la ventana. Fueron unos segundos, suficientes para recordar una boca abierta llena de dientes que reía con algún cómplice.
– Y una de calamares…ese cartel de “se necesita camarero”… ¿es muy antiguo?
– Chaval, estás en tu casa- el de las olivitas me sonrió y me sirvió una caña.
Nº 7 CUENTAS PENDIENTES
Bueno, esto no funciona, las facturas, el tráfico, los telediarios a la hora de comer, la vecina de al lado; y de alguna manera están los bares, donde es fácil desgastarse, que el tiempo pase sin que te importe lo de fuera, aceptarlo sin más y regresar a casa. Un bar tiene sus taburetes, gente desconocida que te conoce, gente conocida a la que no conoces y pretendes olvidar… este caso es ese último; Edna, un literato manantial tintado por tantas batallas perdidas, un deseo primitivo que a los hombres hace disfrazar de dioses y desnudar su condición vulgar, resumiendo una zorra, de nuevo escribía sobre ella. El bar uno de esos, ya sabes, una barra y un viejo camarero, cristaleras con botellas polvorientas para ver quien se sienta a tu lado y mesas oscuras al fondo para no ver quien se sienta a tu lado, gente bebiendo y de vez en cuando música; No era la primera vez que iba, tampoco era cliente asiduo, ese día me encontraba allí con la esperanza de que el mundo se olvidara de mi y la muerte me invitara a un trago, no tenía trabajo, no tenía dinero, no tenía ganas de escribir; el bar era el único de la calle y hacía también las veces de tienda de licores, restaurante y farmacia.
Recuerdo la mirada estúpida del camarero, cuando entró, el pelo rubio y ondulado lo llevaba suelto y le caía entre los hombros, la luz del día la acompañaba; Venía de nuevo hacia mí, la situación se repetía, y como la primera vez, su seguridad en el destino confirmaba que allí estaba yo solo para esperarla. Miré mi vaso buscando hielos. Llevaba un vestido blanco ajustado y con cada paso que daba al andar el vestido iba remangándose un poco dejando ver sus poderosos muslos, las piernas llegaban antes que ella; Todo en ella eran piernas en ese momento, ese justo momento cuando se pararon y rozándome la pantorrilla me dijeron , y todo comenzó de nuevo.
– ¿Que estas bebiendo Dan?
– A todos los hombres del mundo.
Yo sabía el juego; el camarero vino y saludó a Edna, viejos socios, le sirvió un Martini seco, muy seco y sin aceituna. Luego se fue a la otra esquina a seguir secando vasos.
– ¿Aún sigues escribiendo sobre mi?
– No lo hago sobre ti.
Edna cogió su copa y le dio un sorbito, creo que no bebió. Rodeó mi taburete y con un susurro me dijo que la acompañara. Nos sentamos en las mesas del fondo, sonaba en el tocadiscos Alabama Song, era la voz de Jim. Al sentarme frente a ella fue la primera vez que la miré a los ojos desde la última vez que la vi. Y ellos seguían ahí con la misma fuerza y belleza, sus ojos verdes eran los de un asesino. No decían nada, no es que estuvieran vacíos, es que no los comprendía. Su piel blanca, y sus pómulos, un fino sendero que daba a sus labios, rojos como el infierno donde ardían los hombres; labios que se estaban moviendo; yo seguía justo ahí, mirando a mi asesino.
– ¿Cómo te encuentras Dan, cariño?
– no empieces…
– Escúchame nene, estoy harta de todo esto. Vayámonos juntos tu y yo. No quiero ver más a esta panda de viejos borrachos y derrotados, me están contagiando, huyamos- Edna me peinaba.
– Son tu público, la gente viene aquí por ti, para verte.
Edna sacó de su bolso una pitillera de plata, pude ver una pequeña pistola allí dentro, sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca, al tiempo que le daba fuego cruzó las piernas.
– Te he dicho que estoy harta, si no eres tú, será con otro- y miró hacia otro lado. El humo del cigarro en cambio vino directo hacia mi, consumido. De pronto me vi conduciendo un Ford en una recta muy larga y a Edna apoyada en mi hombro con gafas de sol y un pañuelo liado en lacabeza. Estaba dispuesto a morir por ella, era o eso o pagar la cuenta del bar, y tenía mas costillas que monedas en los bolsillos.
– ¿Que hacemos con tu amigo el de fuera? , el gorila.
– De eso te tienes que encargar Dan, cariño- y abrió de nuevo el bolso dejándome ver lo que había dentro.
– ¿ESTÀS LOCA?, ¿QUIÉN TE CREES QUE SOY?, ¡YA, FÁCIL…POOM POOM Y SE ACABÓ!, ¡ZORRA DEBERÍAN RAJARTE Y VER LO QUE TIENES AHÍ D…! No me dejo acabar la frase, me dio una bofetada que me cruzó la cara de izquierda a derecha, de sus ojos caían lágrimas. Nadie nos miraba y era normal.
– No me hables así por favor…estoy harta de todos, quiero escapar, comenzar una vida, tener hijos y hacer una familia, un hogar con jardín, por favor Dan cariño eres el único hombre bueno que conozco, ayúdame, ¿Crees que yo elegí esta vida?
Ella era otra, no era más que otra víctima de nuestra generación. Fui a la barra a pedir otro whisky con agua. Allí estaba sentado el gorila de Edna, había entrado, pesaría unos 100 kilos, llevaba un chándal morado y azul que dejaba ver su pecho lleno de pelos, llevaba también una gran cruz de oro y tres anillos, se estaba quedando medio calvo, su piel era morena, era mas alto que yo y todo en su cara era redondo. Fumaba un gran puro cubano, nada en él merecía la pena.
– ¿Que tal chico?, ¿de nuevo por aquí?
– ehh… si, ya ves, de nuevo aquí- no es fácil hablarle a un fiambre.
– Bien, espero que no me guardes rencor por lo de la última vez, los negocios son los negocios chico – dijo zarandeándome el hombro.
– si tranquilo, no te preocupes Vito ya pasó.
– Bien – Siempre daba su maldita aprobación para todo.- ahora vete muchacho. A ésta te invito yo, no hagas esperar mas a la señorita o se olvidará a quién se la tiene que chupar esta noche jajajaja- y se metió el puro cubano de nuevo en su apestosa boca.
La música había cambiado, sonaba Freddie freeloader, sentada en su silla Edna me esperaba, su hermoso culo trepaba por la silla.
-Cuéntame nena, ¿que has pensado?
Era un tipo afortunado, finalmente la muerte me había invitado a un trago.
Nº 8 Café, solo
Un remolino marrón, una tormenta de azúcar. Mario menea la cucharilla, cabizbajo, mientras remueve sus pensamientos. A su lado, un grupo de jóvenes demasiado animados comparte chismes a voz en grito, y él se lleva de regalo algún que otro codazo involuntario.
Deja escapar un gruñido, que queda entre él y la barra de aquel bar. Cierra los ojos.
—¿Vale la pena el café de este sitio? —pregunta una voz a su espalda.
—Los he probado peores —responde Mario.
No se sobresalta; conoce esa voz demasiado bien. Lleva rato esperándola.
—Qué curioso —dice ella, juguetona—. Mira que hace años que te conozco, y nunca te he visto con una tacita de esas en la mano.
—Será la edad. Las personas cambian.
—Mentira. Aprenden a disimular.
—Lo que tú digas.
Da un sorbo tímido a su café. Se quema los dedos.
—Mario, Mario… ¿Y qué te ha traído a un antro como este, después de tanto tiempo?
—Trabajo.
—Ya. —La voz se hace un suspiro, cada vez más cerca de su oído—. Yo prefiero pensar que me echabas de menos.
—Tengo que cerrar un trato con un cliente —dice Mario, incómodo.
—Reconócelo, te morías por encontrarte conmigo…
—El tipo se ha empeñado en que fuese aquí, y ahora.
—… y seguro que en cuanto escuchaste la palabra «bar» empezaste a salivar.
—Pero tras las prisas, va el cretino y llega tarde.
Mario termina con su bebida, de una vez. El calor le reconforta.
—¿Piensas a menudo en lo nuestro? —dice la voz.
—No.
—¿Porque no quieres, o porque no te dejan?
—Porque no mereces la pena —contesta Mario, tajante.
—¿Tu mujer te da un caramelito cada vez que dices eso?
Hay un silencio, de varios segundos, que coincide con un cambio en el hilo musical. Clásicos marchitos del pop-rock nacional invaden la estancia.
—Supongo que ahora estará requetecontenta —continúa ella—. Pero claro, luego llega la navidad, o una boda… y entonces vuelve a mirarte de reojo, porque en el fondo no confía en ti.
—Y lo entiendo —afirma Mario—. Yo tampoco lo haría.
—Te aburres. Como una ostra. Y en cuanto surjan los primeros problemas, toda esa farsa del buen marido y de jugar a hacer lo correcto se irá a pique. Lo sabes. Porque, por mucho que lo intentes, no puedes olvidarme.
—Te lo tienes muy creído, ¿No?
Ella se ríe. Es una risa que flota a su alrededor, que retumba en su pecho y le araña el alma. Pero Mario es el único que puede escucharla.
—¿Recuerdas esas juergas de madrugada? —insiste la voz—. ¿Ese fuego recorriéndote las entrañas? Te mueres por ponerme los labios encima.
—Camarero, otro café —dice Mario, haciéndole señas al hombre que hay al otro lado de la barra.
—Volverás, cariño. Todos lo hacen. ¿Cuánto tiempo piensas seguir evitándome?
Mario echa un vistazo a su reloj y resopla. Se entretiene haciendo trizas el envoltorio de un sobre de azúcar usado, hasta que el camarero se acerca con otra taza humeante. Le da las gracias.
Hinca un codo sobre la barra, y casi sin querer vuelve a mirar a los jóvenes que hay a su derecha. Sus ojos se clavan en el vaso de whisky que sostiene uno de ellos.
Los cubitos de hielo, bailando en su fondo. El brillo anaranjado y seductor que le reclama.
—Un día más —susurra Mario, para sí mismo—. Al menos un día más.
Aparta la mirada de forma brusca, y coge de nuevo la cucharilla. Agita su café, con desgana.
Otro remolino marrón. Otra tormenta de azúcar.
Nº 9 ¿Dónde está txomin?
Durante años, y cada domingo, la abuela Herminia tuvo que soportar las ausencias repetidas de su marido. La mujer, muy paciente ella, esperaba siempre sentada en el sofá a que éste se dignase en aparecer a la hora de comer.
El caso, es que al poco tiempo de que Txomin (su hijo) se casara con Maite, empezó a hacer exactamente lo mismo, algo que hizo que Herminia se preocupase por su nuera. Tras media hora de conversación, lloros y sollozos, Herminia se puso sería con su nuera y comenzó a hacerle alguna preguntilla para tratar de entender mejor porqué estaba tan desconsolada.
– Pero Maite querida ¿No se te ha ocurrido nunca acompañarle?
– Pues mira, no. Es que no quiero que piense que dudo de el.
– Claro, pero entonces ¿no sabes donde esta?
– No. Aunque una cosa te digo. Siempre llega muy contento a casa. Y por las noches, cuando duerme, sueña, que toca un culo.
– Un culo dices ¿eh?
– ¿Y por casualidad, suele llegar cantando Bilbainadas?
– Sí, ¿como lo sabes?
– Porque su padre hacía lo mismo ¿Te ha dicho alguna vez por donde suele andar?
– Dice que por el barrio. Calle arriba, calle abajo.
– ¿Y tu Maite, qué crees que está haciendo?
– Me imagino que me esta siendo infiel.
– No pienses eso Maite, que no es verdad.
– Ah ¿no? ¿Entonces qué es?
– Pues algo más sencillo. Que está con los amigos.
– Ja, Ja… y yo que me lo creo.
– Que sí mujer, que está de poteo.
Nº 10 PUERTA 2356
La puerta de la habitación 2356 se encontraba cerrada a cal y canto y el señor de mantenimiento del hotel, ni con toda su maña y, posteriormente, ni haciendo acopio de su fuerza, pudo abrir el cerrojo. Difícil tarea estaba siendo aquella. Parecía increíble que una simple tarjeta de apertura de una puerta estuviera sacando de quicio al desesperante y sudoroso empleado con destornillador en mano y gordura bien asentada en los costillares bajeros. Ni que hubiera sido obra del maligno enclaustrar eternamente la puerta abrazada de exageradas bisagras amordazadoras. Finalmente, el pestillo cedió dejando escapar un nauseabundo olor que llenó de pestilencias varias los pulmones de los presentes. El encargado se abrió paso a través de los reveses que gesticulaba el desfallecido cerrajero y empujó sin más la puerta. Cualquiera se podía esperar una dantesca escena, un matadero humano o incluso un nuevo registro de arte ensangrentado en las empapeladas paredes de la habitación, pero todo fue una simple y fatídica broma de los pensamientos que jugaban alborotados. La habitación se hallaba ordenada, perfecta, inmácula, impoluta. La cama hecha con sábanas aún sin dormitar, el baño limpio y con los precintos higiénicos sin rasgar. Dudosas miradas se entrecruzaron los presentes preguntando sin hablar de dónde demonios había salido tan repugnante olor. Con un imperativo movimiento manual, el encargado mandó a la doncella que revisase los cajones de todos los armarios, mesillas y demás escondites. Todo inútil. Él mismo descorrió las cortinas invadiendo la estancia una espléndida llamarada de luz. Retiraron cuadros, camas, el televisor, la nevera, abrieron la caja fuerte, levantaron el colchón y ahuecaron las alfombras. Imposible de encontrar nada. El encargado, furioso quizás de su incapacidad de resolver un estúpido problema de olores, agarró con ímpetu una de las sillas y calzando sus carísimos zapatos sobre el grisáceo tapizado, creció hasta la lámpara dejando balancear su mano entre el vacío del gran plafón de cristal. Y derrotado por las adversidades del nauseabundo olor que estaba acomodándose entre su brillantina y ahogando aún más si cabe, su cuello gracias a la inestimable ayuda que le prestaba la exquisita corbata, se dejó bajar de la silla y miró al empleado negándose a sí mismo y creyéndose una batalla perdida que culminaba un currículum de perfecto trabajador. El de mantenimiento no había conseguido atravesar el umbral, bien por cobardía, bien porque su trabajo estaba finiquitado al dejar resquebrajado el mecanismo de cierre de aquella puerta. Al recibir la vencida mirada del encargado sintió compasión de aquél hombrecillo en el que se estaba convirtiendo por momentos y supo perfectamente cómo se le habían caído todos los valores de golpe al no haber podido dar con el problema. Y encomendándose a su ostentosa medalla, dio un paso al frente y avanzó sin pausa. El hombrecillo sentó su arruinada moral en la misma silla tapizada donde estuvo subido y percibió muy leve la mano del cerrajero sobre su hombro posiblemente para darle algún que otro ánimo perdido. La doncella, dándose por vencida también, se unió al grupo y exclamaron al unísono un suspiro de fracaso confesado. Y dejando la silla en su sitio, y como muñecos de avanzada mecánica generacional, se aproximaron a las grandes cristaleras del balcón, abriéndolas de par en par. Una fuerte ventisca que entró a codazos en la estancia hizo que el fotograma de aquella habitación quedara nuevamente dibujado y tres inauditos personajes sin atreverse a cruzar el umbral de la puerta de la habitación 2356 al contemplar una dantesca escena, un matadero humano o incluso un nuevo registro de arte ensangrentado en las empapeladas paredes de la habitación.
Nº 11 Buena voluntad
Si, yo tuve un hotelito de nombre “El Espléndido”, de dos estrellas, situado cerca del mar. Me permitió ganarme la vida a base de sacrificios continuados. Ahora lo añoro.
Estoy retirado desde hace siete meses y he dejado la gestión del negocio a mi hijo Carlos. No sé lo que durará. Los tiempos actuales no son los mejores para mantener la actividad.
Hace unos 27 años llegó al hotel una exuberante brasileña con visado de turista, llamada Daniela, pero con intención de encontrar trabajo en el mundo del espectáculo. Se movió mucho para que la contrataran. No tuvo éxito en lograrlo. Llego el momento en el que su dinero se agotaba y carecía de ingresos. Entonces me propuso actuar en el hotel como animadora de actividades con los niños, profesora de baile, juegos para los adultos, cuenta chistes, prestidigitadora, camarera,… y lo que hiciese falta para ganar dinero y no la devolvieran a su país. Acepte para ayudarla. Por ello mi hijo debía consensuar las actividades consideradas adecuadas para el negocio. El roce hace el cariño y… hasta se casaron. Una vez producido este hecho, celebrado por toda la familia y amigos, la mujer se tomó con mayor relajo las anteriores dedicaciones. Tuvieron pronto dos hijos, llamados Cosme y Damian, que ahora tienen 23 y 25 años. Mi hijo actualmente no coincide con los valores que yo defiendo, y de mis nietos difiero mucho. ¿Quien me iba a decir que para esto he dejado mi vida de continuo esfuerzo y dedicación?
Mi nuera es una bruja o algo similar. Ofrece ritos de animales y hace conjuros.
Recibe unas hierbas de Brasil, las cuales macera y hace bebedizos. Ha ido sola a su país tres veces en los últimos cinco años. Cada vez que regresa conoce nuevos cánticos y trae muchos tipos de hierbas y flores para sus actuaciones brujas. Tiene reservados ciertos vestidos para días concretos, en los que deja oír una música grabada estremecedora cuando habla a una piedra roja, que tiene extraños dibujos en bajo relieve, y que calienta con una pequeña bombona de gas, al mismo tiempo que danza y le tiemblan las manos sudorosas. Eso dura unos 35 minutos. Después se duerme y despierta calmada. Se ducha, cambiándose a una vestimenta normal, para ir a continuación a cenar al restaurante brasileño de sus amigos Rafaela y Eduardo, a los que también considero brujos o algo parecido. Al ser conocidos estos hechos por las gentes del lugar al hotel le llaman “el hechizo brasileiro”. El día 3 de octubre de cada año Daniela ofrece en nuestro restaurante una comida a unos 20 amigos y a la familia. Después de los postres nos sorprende con una danza, que acompaña con cánticos raros, para finalizar con la quema de una bola –del tamaño de una pelota de tenis- recubierta de una cera rojiza bañada en alcohol, diciendo en voz alta unas palabras incomprensibles para nosotros. Cada año ocurre algo similar.
En ocasiones he comentado estos hechos con mis dos nietos y ellos me dicen:
Son cosas de mi madre que nosotros respetamos sin preguntar.
Mi preocupación es cuanto durará mi querido hotel antes de que lo debamos vender por no rentable o si por la forma de ser de Daniela consiga un tipo de clientes que llenen casi el 100% y se convierta en un semillero de brujería o algo similar.
Mucho me temo que, o tomo las riendas de la gestión del establecimiento y lo canalizo por los tour operadores ingleses o alemanes, o desaparece el hotel de nuestras manos por incapacidad de la 2ª o 3ª generación.
Estudiaré la situación hasta el 3 de octubre próximo, para dejarlo ir como va, actuar como siento actualmente, pedirles un plan de explotación a mi hijo y nuera, ver la alternativa de mis nietos, valorar una posible venta o hacerme brujo como Daniela y utilizar el establecimiento como lugar de reunión de personas imbuidas por el mismo pensamiento para alcanzar el conocimiento adecuado para el bien perseguido por el grupo. El cual desconozco en la actualidad. Tal vez alcance a comprenderlo.
No quiero que nadie piense que no pongo buena voluntad.
Nº 12 MADAME MALBEC
Charles cierra los ojos mientras la radio expulsa un tango, reclinada la cabeza, la boca entreabierta y un vaso de vino, en la mano izquierda. Suena la puerta de su cuarto de hotel a destiempo y en un tono que no encuentra lugar en la melodía del tema, es Clarisse. La puerta se abre, se desgarra el telón para que uno y otro puedan observarse: ella el rostro bendito de Charles, éste la botella en su cónica mano.
“Una morocha y una botella de vino… ¿Qué más podría pedir?” piensa el borracho… “¡Una o dos botellas más! Contesta una voz vibrando tras sus ojos negros.
– ¿Qué tal Clarisse? Vení, vení pasá. ¿Cómo andás? ¿El laburo? ¿Los chicos? ¿Qué fue de tu vida estos días? ¿Y tu marido… cómo se llamaba? Ah sí, sí, Ernesto… ¿Cómo anda? ¿Ya mejoró de ese “cierto problema”? Ay disculpame, que descortés soy… ¿un poco de vino?
– Y sí –contesta a esta ultima pregunta la mujer. Las palabras fueron devoradas en ocho o diez minutos por el tiempo, todas las formalidades fueron respectivamente representadas. Fue entonces cuando empezó el drama.
A la mañana, con aguda resaca y oliendo a tabaco, Charles estira el brazo para sentir el calor de Clarisse, pero en su lugar no encuentra más que a madame Malbec desparramada sobre las pálidas sábanas.
Nº 13 TOMANDO UN CAFE
Oyendo por allá y escuchando por aquí…, un día estaba tomando un café en la barra de un bar y, en la mesa de enfrente dos ejecutivos, con dos cervezas heladas, le decía uno al otro:
– La verdadera felicidad está en las pequeñas cosas: una pequeña mansión, un peque-ño yate, una pequeña fortuna… El otro le respondió:
– Hay todavía un mundo mejor… pero es carísimo…El dinero no hace la felicidad… la compra hecha.
Y seguí escuchando:
– ¿Sabes porque mi mujer siempre se ríe la última?… Porque piensa más lenta. Decía el primero.
– La mía no se ríe, -le contestó el otro-, pero cuando todo le está saliendo mal, son-ríe… es porque ya tiene pensado a quien echarle la culpa: ¡A mí, que estoy a su lado!.
– Es que la esposa, es la mujer que está a nuestro lado para ayudarnos a resolver los problemas… que no tendríamos si no estuviésemos casados…Y es que el amor eterno, dura tres meses… o cuatro, como mucho.
Cambiaron de tema:
– ¡Esta cerveza, está congelada¡
– ¿Sabes en que se parece esta cerveza congelada, a la mujer embarazada y a un pas-tel quemado?: Es simple. ¡Que si la hubieras sacado a tiempo no habría ocurrido.!
La señora de la limpieza, que pasa por su lado les dice:
– Perdón señores… ¡Levanten un poco los pies, que tengo que barrer todo esto!. Yo sola no puedo con todo… si busco una mano dispuesta a ayudarme…, solo la encuentro al final de mi brazo…
Uno de ellos, le respondió: No faltaría más. Pero piense que… “Pez que lucha contra la corriente… muere electrocutado”…
La pobre mujer se quedó con cara de pez…
En la misma barra, otros dos decían:
– A veces se me ocurren cosas “razonables”…, pero no se las cuento a nadie, por si son ”tonterías” o, se ríen de mí…
– ¿Por ejemplo?.
– ¡La solución al problema de la crisis!…,- Se trata de ahorrar gastando: Al ahorrar… disminuye la deuda externa y, gastando… mantienes el crecimiento económico: Si aplicas esta regla, a un paquete de café, -por ejemplo-, dejas de comprar la marca de café de toda la vida, -que te gusta y has tomado siempre- y, te pasas a una “marca blanca”: Te ahorras 1 Eu-ro por paquete.
– ¡No me jodas! …
– Mi mujer va a la pescadería: “¡Oferta: Langostas frescas!”: Y ni tu ni yo, que no compramos marisco de esta categoría…, ¿disfrutas chupando patas, pensando en cuanto te habría costado, en el restaurante de enfrente? : Estás comprando algo que no es barato y, ¡Té estas ahorrando una pasta! …
– ¡Acabarás por hundir el Euro! …
– ¡No te rías de mí!. Nos estamos tomando estos dos cafés… Si nos los hubiéramos tomado en casa, antes de salir, con este paquete “marca blanca”… ¿cuánto crees que nos hu-biéramos ahorrado? …
– No lo sé. ¡Te arruinarás de tanto ahorrar…, ya pago yo los cafés! …
– Deja, deja… ¡pago yo!. Tu piensa, que si los hubiéramos tomado, ahí fuera en la te-rraza, en lugar de la barra, nos habrían salido más caros. Y en la cafetería de al lado, cuestan veinte céntimos más caros. Suma la diferencia con la terraza y los veinte céntimos y, verás que nos hemos ahorrado cincuenta céntimos cada uno. ¡Pago yo y, así gano un Euro!.
– Tienes razón, paga, paga…
Nº 14 El café del escritor maldito
Todas las tardes se sienta en la mesa del rincón del café. Lo sé porque yo también estoy allí. Llega con su aire cansado y se desploma sobre una de las sillas. Hace a un lado su roñoso maletín y pide con desgana una cerveza. Siempre lleva una gabardina, da igual que llueva o no, siempre lleva una gabardina llena de lamparones. El camarero le sirve la cerveza y comienza el show del escritor maldito.
—Ay, Manuel, cualquier día de estos no aparezco —le dice al camarero.
Pero él siempre aparece.
—¡Qué malo estoy, Manuel! Son estos ratos con mi cerveza y mis relatos incomprendidos por la masa deseosa de best-sellers los que dan un poco de alegría a mi insulsa existencia.
Pero no se muere, no. Lo sé porque le veo todos los días. El camarero también le ve y aguanta estoicamente su discurso.
—Tú eres el único que me comprende, Manuel. Tú y estos papeles en blanco sobre los que vomito mis sentimientos y pesares sin más deseos que pasar un buen rato. Sin ánimo de obtener el reconocimiento que merezco.
Ya, claro. Él quiere triunfar, como todos. Lo sé, le conozco muy bien.
Cuando el camarero se marcha, Ángel, así se llama este escritor de medio pelo, da un sorbo a la cerveza y suspira como quien no tiene nada más en el mundo. Después saca un bolígrafo de plástico y comienza a escribir. Entre aspavientos y poses de autor de segunda clase escribe. Escribe, tacha, gruñe y vuelve a escribir. Siempre es lo mismo. Hay días que llena las páginas de borrones y otros en los que consigue escribir algo. Pero nunca nada bueno. Lo sé porque cuando se va al baño aprovecho para leer sus papeles. Historias inconexas, personajes planos, finales predecibles. Nada, nada bueno. Aún así, memorizo lo que escribe y lo copio en servilletas de papel, por si pudiera salvarse algo. Después me las llevo a casa y les doy un estilo propio.
Ángel pide su segunda cerveza y se queja.
—Ay, Manuel, si esta salud mía me diera tan sólo un respiro qué genial escritor sería.
Él se queja, pero somos otros los que sufrimos grandes males y, a pesar de eso, nos arrastramos cada tarde a este café en busca de una buena historia. Luchando contra nuestro oscuro sino.
—Ay, Manuel, si algún día muero que estos textos no se queden sin ver la luz.
Que esos textos se queden en el fondo de una papelera es lo mejor que les puede pasar. Por culpa de escritores como éste los verdaderos artistas tenemos mala fama. Una fama que nos acompañará por siempre como negra sombra.
Se pide una cerveza, todas las tardes pide tres, y aumenta la gravedad de su discurso.
—Yo creo, Manuel, que lo mejor es que me suicide. Me pegaré un tiro frente al espejo como Larra. Sólo así se apreciará la valía de mis escritos. Porque la masa es ignorante y sólo ante una tragedia, como puede ser mi muerte, reaccionará y verá la luz.
La pena es que no se lo pegue de verdad, que tarde tras tarde aparezca aquí para enturbiar el ambiente cultural del café. Si no fuera porque siempre se sienta a dos mesas de mí yo estaría más concentrado y mis palabras fluirían sobre el papel como un río de tinta.
Tras terminar la cerveza, recoge sus papeles, su andrajosa gabardina y se marcha entre lamentos y con la cabeza gacha. Nada más cerrar la puerta me levanto y busco entre los papeles que ha arrojado buscando alguna idea digna de ser salvada. A veces encuentro algo, pero es difícil reciclar semejantes ideas. Incluso para mí.
Llamo a Manuel y le pido la cuenta. Estoy agotado, si no fuera por tal canalla yo sería un excelente escritor. El mundo de las letras apreciaría mi arte. Pero mi estado de salud y este psicópata literario están acabando conmigo. Algunos luchamos contra viento y marea, mientras otros se limitan a sentarse y a quejarse. ¡Dios, cuánto odio la autocompasión!
Nº 15 CASA FLORIAN
El partido estaba candente. Hervía el ambiente con la tensión acumulada tras ciento veinte minutos de juego y Florián no paraba de servir cañas y chatos a diestro y siniestro. Parecía mentira que en el último minuto del tiempo reglamentario aquel delantero de nombre impronunciable hubiese sido capaz de marcarnos semejante gol, un escorzo inconcebible que llevaba el partido a la tanda de penaltis y a los parroquianos a la desesperación. Este sentimiento crecía hasta límites insospechados al tener a un grupito de hinchas del equipo contrario en Casa Florián. Hasta aquel día, el bar había sido un fortín para nosotros cuando había partido, la cuadrilla gritaba y porfiaba mucho más que en nuestros propios hogares, coartados por nuestras mujeres o madres, e incluso que en el estadio, limitados por nuestro pudor ante las masas. Quizás fuese por el alcohol o tal vez por la compañía, ninguno de nosotros nos poníamos a analizar esos extremos tan teóricos, simplemente aullábamos como locos cada vez que el árbitro hacía sonar su silbato, y con razón o sin ella, todos le espetábamos alguna lindeza tan malsonante como éramos capaces. El experto en estos menesteres era Gerardo, capaz de hacer estremecer a un bigotudo sargento chusquero con su repertorio. Se sabía importante por esta cualidad y cada semana nos deleitaba con un par de novedades que ninguno sabía a cierta ciencia de donde conseguía sacar.
Pero aquel día, la cuadrilla no gritaba como siempre, incluso Gerardo mantenía el mutismo más absoluto, aquellos extranjeros nacidos en algún país que no existía cuando estudiábamos geografía, nos tenían achantados. Tenía bemoles que nos callasen en nuestro propio hogar pero es que eran ¡todo chicas! Ninguno del grupo recordaba cuando había entrado en el bar una mujer de menos de cuarenta años y que encima fuese guapa. Aquello nos superaba ampliamente y sólo podíamos actuar como hacen los hombres de verdad: bebiendo y comentando por lo bajo lo buenas mozas que eran aquellas mujeres de más allá de los pirineos. Nunca le habíamos hecho menos caso a un partido de fútbol que a aquél y eso que nos jugábamos el pasar a unas semifinales europeas por primera vez en la historia de nuestro modesto club. Sólo en la prorroga el fútbol había podido más que las hormonas y habíamos centrado nuestra atención en la pantalla grasienta de Casa Florián.
Melitón siempre acudía a la taberna en traje y corbata, se las gastaba de galán, animaba los días grises en el que balón no iluminaba nuestra vida con pícaras historias sobre flirteos de todo tipo y textura. Yo nunca di un euro porque alguna de aquellas historias fuese verdad, pero aquel día, mi idea sobre él cambió cuando le vi acercarse a nuestras enemigas e invitarlas a un vino de nuestra tierra. Nunca entenderé cómo consiguió que aquellas chicas comprendiesen sus intenciones, pero el caso fue que lo logró. Cuando los jugadores empezaron a tirar los penaltis ya estábamos mezclados los unos con los otros. Se nos olvidó rápido que nuestro equipo desperdició la tanda de penas máximas debido al resbalón de nuestro amado capitán al chutar el último penalti, ya que las aficionadas rivales nos abrazaban y nos llenaban de besos, pletóricas por su épica victoria.
Melitón puso rápidamente en práctica aquel dicho de “cuando una puerta se cierra, otra se abre” e invitó a todos a una ronda de chupitos de orujo del terruño bien cargados. Florián cerró esa noche tan tarde como nunca antes lo había hecho y siempre nos echa en cara la multa que le pusieron los urbanos. Sucedieron muchas cosas entre los dos grupos de hinchas, que no pueden ser contadas aquí, no sabrían igual que escuchándolas con una cerveza en la mano, apoyados en la barra de Casa Florián.
Nº 16 LA ALMOHADA
Aunque nadie pueda ver qué llevo dentro de la maleta siempre he tenido un reparo en no cargar con cosas que los escaners de los aeropuertos identifiquen como peligrosas. Ese gusto, sí, porque es un gusto por evitar momentos incómodos, me llevó a tener que llenar mis maletas únicamente con mi ropa y algunas cosas de trabajo. Llevar mi almohada, la que está sobre la cama de mi casa, esa que siento tan cómoda, la que tiene la forma de mi perfil, la que guarda mis sueños nunca me pudo acompañar a ningún viaje. Tal vez por eso la paso tan mal en las reuniones de trabajo, porque llego al hotel y tengo que apoyar la cabeza sobre una almohada que ya recibió el peso de otras cientos de cabezas, y las almohadas se cargan de los sueños, todas las almohadas están sucias de residuos de sueños que tengo que fumarme sin querer hacerlo. Esto yo lo sé muy bien, pero no se lo digo a nadie porque como médico auditor de prestaciones de salud de una empresa de medicina prepaga nacional y con sucursales en todo el país, sucursales que me obligan a visitar, tengo que mantener un perfil y una actitud seria, totalmente científica y equitativa. Pero tengo este don, sí, podríamos llamarlo don, de recuperar y soñar los sueños que quedaron en las almohadas ajenas. Entonces en los hoteles la paso mal, tengo cientos de sueños al mismo tiempo, con caras nuevas, con sueños que son anhelos o recuerdos pero que se sueñan de la misma manera, sea un beso a una mujer hermosa o sea un asesinato.
Por ese motivo estoy escapando de esta ciudad.
Llegué al hotel de madrugada y me dieron la tarjeta de la habitación número 121. Yo tendría que haber pedido otra habitación, pero no podía justificar mi pedido. No podía decir, como respetable médico auditor que soy, que los números capicúas me traen mala suerte.
Me metí en la cama, apoyé mi cabeza y cerré los ojos.
Muy bien, dije yo, ahora que está claro que todo el dinero ya lo has gastado y que nos debes una suma que no puedes pagar voy a darte el privilegio de darte la oportunidad de formar parte de unos de mis mayores pasatiempos. Caminé hasta una mesa torpemente, porque ahora soy un gordo de traje, ya no soy el médico auditor. No te das una idea, dije mientras tomaba el arma que encontré sobre la mesa, de lo mucho que me gusta practicar puntería, de meter un balazo justo entre las cejas. Y disparé.
Se me acercó un muchachito que me dijo que teníamos que irnos. Me dijo “Jefe”. Muy bien, respondí yo, por suerte este momento lo voy a soñar muchas veces. Sí, sabemos bien jefe. Perfecto, dije mientras me marchaba del lugar –que parecía un galpón abandonado. Vamos al hotel, voy a soñar con esto y quiero que traigan la almohada de la cama donde duerma, de esa manera voy a poder repetirlo todas las noches, no vayan a olvidarla porque si no vamos a tener que ir a buscarla… hay mucha gente que puede soñar los sueños ajenos.
Desperté. No sé si lo hice porque entendí en ese mismo momento que no era la única persona del mundo que puede soñar los sueños que quedan en las almohadas o si fue por el estrépito que vino del piso de arriba. Ruidos de peleas, de gritos y finalmente un disparo. Un segundo de silencio y la voz, esa voz familiar que preguntaba: “¿El jefe dijo ciento doce o doscientos doce?”
Nº 17 Restaurante bar Santafé
La vieja casa donde funciona el restaurante bar Santafé fue en su momento cárcel secreta del Departamento Nacional de Inteligencia, sucursal del Banco de Crédito, academia de danza clásica, cine de reestreno y quién sabe qué más cosas perdidas y olvidadas de la memoria colectivade mi ciudad.Cenar allí es como asistir a una presentación de gala de un teatro mágico. No es para nada extraño contemplar, mientras se saborea un ajiaco o un pucheroo se bebe una copa de vinoo una cerveza fría,a un viejito que reclama su pensión de veterano de la Primera Guerra Mundial justo en el mismo espacio donde se encuentralamesaque nos acoge, o un opositor del régimen de 1904 siendo torturado hasta la muerte por matones de la policía secreta justo en nuestras propias nariceso un trompetista de jazz tocando encima del mostrador o una ballena MobiDickdando la tabarraen la cocina y en el baño de damas.
Hay fantasmas y apariciones para todos los gustos. Sin embargo, la estrella rutilante del restaurante es un fotógrafo anónimo más viejo que la sarna que, cuando está en vena, se pasea de mesa en mesa tomandoa los comensales una placa en su cámara fotográficadel siglo XIX y luegode tomada, como si tal cosa, se evapora en el puchero o en la copa de vino provocando entre losclientes risas nerviosas, erizamientos de piel, tosecitas secasy cruces de dedos.Nadie acierta a esgrimir una teoría más o menos sensata acerca de las tretas de las cuales se valen en el restaurante para recrear tamaño espectáculo y causar tal asombro. Lo cierto es que indefectiblemente, pocas semanas más tarde, el daguerrotipo tomado por el fantasma o por el fotógrafo o por quien quiera que sea el malandrín le llega a cada comensal, bien a su casa, bien a su sitio de trabajopara que tosa y cruce sus dedos y se le erice la piel nuevamentey corra a la iglesia más cercana a confesarsus pecadosy a comulgar.
La primera vez que recibí el daguerrotipo, entre asombrado y admirado, sin darme tiempo para reflexionar me dirigí al restauranteSantafé dispuesto a develar la clave del misterio. Don Jorge, su dueño, con esa flema propia de quien se sabe libre de pecados, me dijo como dice siempre que se le indaga al respecto, que nada tiene que ver con el asunto y esgrimióen su defensa que su margen de ganancia noes tan amplio como para darse el lujo de andar contratando fotógrafos antediluvianos,imprimiendo fotografías de colección y entregándolas por correo certificado a sus clientes,a direcciones que además desconoce.
«En todo caso, al margen de sus objeciones, aquí hay gato encerrado», afirméen voz alta, como si hubiera descubierto el eslabón perdido y, resignado a permaneceren la ignorancia y en la oscuridad, me dispuse a despachar una sopa de mondongo. Un señor sentado en mi silla, que ocupabael mismo lugar que ocupabayo, sin que tuviera velas en el entierro, me respaldóen mi aserto y añadió…«Claro que hay gato encerrado. Nuestro Jorge es bien tunante y bien candongo. Pero no es hora de resolver misterios sino de contemplar una buena película».Y en diciéndolo, apagólas luces, encendióunapantalla ubicada en el sitio preferido del trompetista de jazz y proyectó“La Ventana Indiscreta”de Alfred Hitchcock”.«Qué linda chica», suspiróel fotógrafo al ver a Grace Kelly en acción. «Un bizcochito que bien vale una guerra», masculló por su parteel veterano de la Primera Guerra Mundial.
Tres semanas después recibíelconsabido daguerrotipoen un hotel de París donde me hallabapor cuestionesde trabajo.En la fotografíano estoysolo. A uno y otro lado de mi mesa, toman vino y observan extasiados “La Ventana Indiscreta”una bailarina escapada de un cuadro de Degas, elviejo que reclama su pensión de veteranoy un tipo pintiparado a Humphrey Bogart.
«Lo que pueden hacer el Photoshop y los demonios del infierno», pensé sin atarugarmemucho la sesera mientras salíadel hotel a buscar en Île-de-Franceun restaurante similar a mi viejo y adorado Santafédonde tomar la cena.
Nº 18 El dolor del éxtasis
Fue en Navidad, el primer Diciembre que me consideraba libre, cuando después de diez años de no saber nada el uno del otro, me llamó. Apareció en el lugar de la cita un poco después que yo, habíamos quedado en “el Trina”, como en los años jóvenes, el Trina es una cafetería en medio de una pequeña alameda, donde sabes que vayas cuando vayas, te encontrarás con alguien conocido, le llamábamos así porque el anuncio de Trinaranjus era tan grande que nunca llegamos a saber el nombre de la cafetería. Sospecho que ya llevaba unos minutos allí pero no se dejó ver porque prefirió observarme mientras llegaba. Llevaba su traje de aguas rojo, el pelo largo y su boca de luna. Yo iba vestida entre moderada y sosa, con una mancha en el pantalón granate que confiaba no descubriera (sin éxito); además le atosigué con unas fotos del viaje que acababa de hacer y me reí mucho cuando no tocaba, de los nervios. Estaba desacostumbrada a citas de este tipo y menos con él.
Nos contamos que estábamos solos y quedamos para salir otra noche. En esta ocasión y para contrarrestar me vestí tan seductora que a las dos horas de estar juntos estaba muerta de frío y me tuvo que dejar su jersey y su olor. Constaté mi desentrenamiento en salidas nocturnas urbanas. Bebimos y hablamos de la vida. Entrañable. Él pasaría la noche de fin de año en su velero rumbo a Columbretes. A la vuelta me llamaría. Yo, pendiente del teléfono como una niña y el alma temblando, imaginando…
– Dime algo, amor,…
-¿Qué necesitas escuchar, además de mi pecho rozándote y las razones de mis manos
acariciándote?
-Que no se acabe
Teníamos nuestras vidas ante nosotros, la ciudad a oscuras y mojada en la que nuestros pies descalzos hacían un recorrido medieval de amor y muerte. Descuidado y tierno, apasionado y necesitado, indiferente e irreal. Nos gustaba sentirnos así, transgrediendo en el silencio, en la sombra. Callejones peatonales entre edificios de más de doscientos años, la historia expectante ante nuestro recorrido, ante nuestros impulsos, mirada de cristal y piedra. Protagonistas de una ciudad sorprendida, la oscuridad sudaba, mezclada en nuestros ardores, la luna en nuestras palabras se volvía mujer amada. Caminábamos rozándonos o al revés. Cualquier alféizar, una y otra vez.
Se le despertaba a menudo el mar que llevaba dentro, me envolvía en su marea y yo me quedaba entre el susto y la sorpresa. Su razón de haber nacido, decía. Eso me tenía seducida y él lo sabía. Me hervían sus frases, hacía cualquier cosa para provocar ese torrente desvergonzado y sincero, esas frases sin filtro, sin época. Frases de los amantes de todos los tiempos, reconfortantes verbos que me hacían vivir en un poema eterno donde el mundo quedaba ingenuo y pequeño. ¿Qué sabía nadie de las cruzadas de nuestros cuerpos?
-Me ha vuelto a sorprender el amanecer, húmedo de haber estado contigo.
-Así resbalaran mejor mis besos, mis miedos y mis dudas.
Dudas ninguna. Así estaría siempre, paseando por la tarde de sus ojos, sintiendo la eternidad que me rodea con la forma de sus brazos, atreviéndome a esa percepción que me libera, durmiendo en el pozo de su pecho. La mañana insistió, la luz nos hizo compactos y reales. El resto fue hacer compatible el dolor del éxtasis con el dolor del mundo.
Nº 19 La pera
Las cortinas de color naranja filtraban la luz solar, que a esa hora golpeaba la esquina donde estaba situado el local, y provocaban una luminosidad tan apagada como acogedora. Dos enormes pantallas de televisión rompían la antigüedad del resto del mobiliario, pero para ignorarlas bastaba con no levantar la cabeza, porque estaban colocadas a gran altura. Además, su sonido había sido eliminado, sustituido por subtítulos.
Entré en ese restaurante por casualidad. Acababa de realizar una gestión en un lugar cercano y preferí comer antes de volver a mi domicilio, en el extrarradio. No conocía la zona. Como siempre, mi elección se basó en el menú expuesto en la puerta de entrada. Le daba más importancia al contenido que al precio, aunque jamás me permitiría una comida de lujo para disfrutarla solo.
Casi todas las mesas estaban ocupadas y me sorprendió agradablemente, además de la luz, el silencio. Sólo se escuchaba un fondo de conversaciones en voz baja. Eso, y el intercambio de frases entre el personal, que iba a constituir mi entretenimiento durante la comida.
Ocupé la única mesa libre, desde la que podía ver parte de la cocina y de la barra. Enseguida llamó mi atención el contraste entre el camarero cincuentón, bajo y medio calvo, y a todas luces veterano, y la principiante joven, estilizada y de melena rubia, con acento del este europeo. Entre los dos se mantenía un coqueteo evidentemente inocente, por lo desproporcionado y absurdo, y porque se manifestaba a la vista y el oído de los presentes, incluyendo a la cocinera, que bien podría ser la mujer del aspirante a conquistador. Los dos disfrutaban de su trabajo. Él, por la compañía. Ella, por disponer de un empleo.
No recuerdo qué comí. Sólo la guinda de aquel rato tan agradable. Hasta ese momento, todas las peras al vino que había probado me habían parecido peras con agua. Pero me arriesgué a pedirla de postre. El vino era consistente, cargado de azúcar y canela. Me lo acabé a cucharadas. Me provocó una sonrisa tonta y un ligero mareo, que apenas duró unos minutos. Pero aún hay ocasiones en que lo noto en mi boca.
Nº 20 REFLEXION EN LA BODEGA
– Tú sabes Miguel como yo, que aquí vienen a descargar adrenalina y a olvidar sus penas. Esta gente está cansada de tanto trabajar , y de los abusos de sus patrones , necesitan estos momentos para evadirse un poco, por eso les ves contentos. Con su paquete de manises y el porrón de clarete, pasan un rato distraídos y relajados.
Mira Miguel, aquel de pelo cano y jersey de cuadros perdió a su mujer hace un año y tiene que atender a sus cuatro hijos y a su suegro que vive con ellos. Aunque le ayuda mucho su hija mayor, él desea estar cuanto antes con su familia, pero se pasa todas las tardes un rato por aquí antes de llegar a su casa. Mira, el que habla con él, el calvo, sin embargo, no tiene prisa por marchar, dicen que no se lleva bien con su mujer, discuten mucho y llega siempre colocado a su casa, quizá por no oír los gritos de su señora, que siempre le está recriminando el poco dinero que trae a casa y las horas que pasa en la bodeguilla con los amigotes. Ella le domina y hasta en algún momento le ha tirado algún objeto a la cabeza, con esto no le estoy defendiendo, pero le comprendo en cierto modo y por eso llega justo para la cena y seguido se va a dormir, ya que con los efluvios del alcohol no tiene que pensar.
– Alberto ¿sabes que yo de pequeño venía a esta bodega a hacer los deberes después de la escuela?
– Y cómo, ¿no hacías las tereas en casa?
– En mi casa, a esas horas no había nadie, y en algún lugar tenía que ponerme a trabajar. Hasta he tenido que hacer las tareas, en alguna ocasión, en el descansillo de la escalera del portal de enfrente, aprovechando la luz de la claraboya, en fin que el que desea estudiar, lo hace en cualquier sitio.
– Tienes razón Miguel, ahora nuestros hijos tienen todos los adelantos y no valoran lo que hacemos por ellos. Disponen de una mesa propia, ordenador y toda clase de libros para cumplimentar sus trabajos y sin embargo, parece que no son felices.
– ¡Hay, cómo ha cambiado la vida!, antes nos entreteníamos con cualquier cosa, jugábamos al pañuelito, al salto del oso y hacíamos juegos en plena calle. Los iturris y hacer rabiar a las chicas, era nuestro mejor pasatiempo.
– Mira, en aquella mesa discuten muy acaloradamente, espero que no lleguen a las manos.
– Será que alguno no sabe perder o que el clarete le ha subido a la cabeza.
– ¡Eh! Dejen ya sus disputas y tranquilícense amigos…
– “Vd. No se meta, que es cosa nuestra, así que cállese y siéntese”…
– Déjalo, que diriman sus discrepancias ellos solos y venga, voy a pedir más cacahuetes y otro porrón.
– No Alberto, que ya es tarde y mi mujer me está esperando y creo que tú también deberías ir a casa, que por hoy estamos servidos.
– Tienes toda la razón, vamos.
Nº 21 LA SEMANA DEL PINCHO
La semana del pincho en Pamplona es mágica. El año pasado elegí un viernes y me quiso acompañar un peregrino de la provincia de Valladolid que conocí a la mañana en el voluntariado que hago en un albergue de valientes que hacen el Camino de Santiago.
Eran las ocho de la tarde cuando nos juntamos Andrés y yo para iniciar una ruta que empezaría en la larga y animada calle de la Estafeta y acabaría en la iluminada Plaza del Castillo.
Comenzamos el recorrido mientras me comentaba lo que estaba significando para él el camino y sus experiencias, y me encontré con Javier. Un artista que vivía de tocar la guitarra conociendo todos los días todo tipo de gente que a veces le miraban con pena, por estar allí sentado esperando a que le echarían alguna moneda. Pero es la persona más grande que he conocido en riqueza personal ya que él hace lo que le gusta y disfruta con ello. No es más feliz el que más tiene sino el que menos necesita.
El caso es que fue una tarde inolvidable. En el primer restaurante que entramos deleitamos un buen vino tinto acompañado de un exquisito pincho que costaba elegir, ya que todos llamaban la atención por su excelente dedicación en apariencia e ingredientes que cualquier paladar estaría dispuesto a degustar.
Las conversaciones que iban surgiendo con mi buena compañía me hicieron recordar ese día para toda mi vida, y cuando ya llegamos a la Plaza del Castillo, llevábamos los tres una borrachera de la que nos tuvimos que despedir porque al día siguiente a Javier le esperaba un día soleado de música y terrazas, a Andrés unos cuantos kilómetros hasta Puente la Reina y a mí madrugar para recibir a los siguientes peregrinos que llegaban de todas partes del mundo.
Nº 22 MI CAMARERA FAVORITA
Hoy he vuelto a parar el camión en el mismo hostal de las últimas semanas. Tengo que ver de nuevo a Sofía. Ella es la nueva camarera que sirve las comidas a cuantos conductores llegamos con la hora justa para comer, hambrientos y cansados de conducir tantas horas seguidas.
La contrataron hace un par de semanas y en cuanto la vi me hice el firme propósito de no cambiar de restaurante para comer, ya que en mi trabajo, siempre hago la misma ruta.
Sofía no es una belleza, ni alta ni baja, tiene un cuerpo bien proporcionado; pecho firme, talle fino, redondas caderas y unas bonitas piernas aunque algo rellenitas. Tampoco es joven, le calculo entre treinta y cinco y cuarenta años, tiene el pelo castaño con unos mechones cobrizos que le iluminan la cara. Lo lleva recogido en un moño alto, con unos rizos sueltos a los lados dándole un aspecto juvenil. Se mueve con soltura de mesa en mesa, aireando la falda de seda negra que apenas le cubre las rodillas, adornada con un impecable delantalito blanco bordeado de encaje y prendido en el pecho con un gracioso broche en forma de gato de ojos verdes, como los suyos, que consiguen que muchos otros la persigan. La blusa, negra como la falda y con unas discretas manguitas cortas, se ciñe a su cuerpo resaltando la firmeza de sus generosos senos. Sofía representa el oasis deseado en el que descansar tras una travesía por el desierto.
Nunca sonríe pero su profunda mirada, dulce y soñadora le da un aire místico y encantador.
Desde que la vi, tuve la impresión de que un halo de misterio la rodeaba, nunca se detenía con los clientes mas de lo imprescindible para recoger los pedidos, con amabilidad si, pero siempre sin sonreír.
Cuando se ha acercado a mi mesa, he observado que lleva un medallón en el cuello, de esos que se abren y suelen contener una fotografía dentro. He sentido unos enormes deseos de preguntarle a quien llevaba, ella me contestaría que era un ser querido a quien había perdido y que lo llevaba para no sentirse tan sola, yo entonces, le pediría que me permitiera esperarla al terminar su trabajo para acompañarla e iniciar una amistad que tal vez podría terminar en algo mas sólido, ella emocionada y con los ojos anegados por la emoción me respondería: — “Gracias, no sabes bien cómo te lo agradezco, me siento tan sola… termino a las doce de la noche, ¿será demasiado tarde para ti?”…
¡De pronto mi corazón comenzó a palpitar incontroladamente! ¡Me estaba hablando! Sus ojos me miraban con insistencia y en sus labios de pétalos de rosa se dibujaba una leve sonrisa. Presté atención a sus palabras mientras mi corazón latía con emoción y escuché su melodiosa voz… –“Señor, esta usted distraído, le repito de nuevo el menú del día…”
– Perdona Sofía, respondí retraídamente, estaba distraído… (¡Maldita timidez!)

Nº 23 Café Pasado
Sonó el despertador y abrió su mundo. Lentamente dirigió sus marchitas manos a la rutina de una mañana de sábado mientras su rostro rejuvenecía tras una sonrisa de aprobación en el espejo. En él veía a un chiquillo ilusionado y nervioso en su primera cita. Se acomodó la corbata y con ella sus setenta años, sus callos, sus ilusiones. Lanzó una última mirada satisfecha al espejo y su reflejo le devolvió la imagen de María. Desde la cama le observaba y Pedro pensó que a sus ochenta años seguía tan bella como siempre. Llevaba un camisón rosa, a juego con su sonrisa y su melena blanca encuadraba unos ojos color miel, un alma color olivo.

-Hoy estás especialmente guapa.
-…
-Sí, te pondré el vestido verde, es una buena elección.
-…
-Y yo a ti.
Entonces se dirigió al armario, y tras vestir costosamente a su inmóvil esposa y sentarla en la silla de ruedas, se aventuró a empujar su silla en su viaje en el tiempo. Habían hecho tantas veces ese recorrido juntos que Pedro juraba haberla besado bajo todos los árboles que bordeaban el camino al Café Pasado.
Las pequeñas puertas del Pasado impedían la entrada de la silla de María que desde fuera, observaba el amor con el que Pedro depositaba a su dueña en la mesa del fondo, besaba su mano y esperaba paciente el aroma de los dos cafés en los que mojarían recuerdos, con los que se trasportarían a su ritual semanal con destino recuerdo, con sabor a primer beso.
Y así pasaban la mañana, sentados junto al ventanal del Café Recuerdo, siendo espectáculo dantesco de apresurados transeúntes ciegos, asustados por las arrugas de aquel hombre que alimenta a un saco raído de huesos, inconscientes de la juventud de esas dos almas que, entre cafés, se evaden cada sábado a una realidad atemporal, paralela, en la que vuelven a tener quince años y él le tira de las trenzas, como el sábado que se conocieron en ese mismo café, como el resto de sábados de sus vidas.
Por eso él jamás entendió por qué los médicos se empeñaban en calificar de muerta en vida a María. Es cierto que hacía años que no se movía, pero con sus sonrisas era capaz de parar el mundo de Pedro y también es cierto que ya casi no recordaba su voz, pero era poetisa de miradas, filóloga de almas. Por eso los transeúntes jamás entendieron sus sábados, por eso los médicos jamás entendieron sus vidas.

Nº 24 EL REPARTIDOR DE COCA-COLA

Todos los días me pego el gran madrugón. Mi trabajo lo requiere y yo lo hago de buena gana, porque mi trabajo me gusta. Soy el repartidor de Coca-Cola del barrio de Deusto de Bilbao. Parece un trabajo estúpido, pero no lo es. Coca-Cola es la segunda bebida más consumida del mundo, en teoría después del agua, pero habría que ver qué pasaría si el agua no fuese gratuita… Mi trabajo es importante. Debe haber Coca-Cola en todos los rincones del planeta en cualquier momento, para que todo aquél al que le apetezca beber una botella pueda hacerlo. Y siempre hay alguien, puedo asegurároslo. Si no, que levante la mano el primero que no haya bebido al menos una vez en su vida una Coca-Cola. Yo me encargo de que en este rincón del planeta llamado Deusto nunca falte Coca-Cola. Para hacer bien mi trabajo, como os decía, me levanto muy temprano. De ese modo, de seis a seis y media puedo tener cargado mi camión en la factoría del polígono industrial de Zamudio. De camino a mi recorrido diario que comienza en San Inazio, paro a desayunar en el bar de la gasolinera del Alto de Enekuri. La camarera del turno de mañana es guapísima. Le he escrito una canción que le cantaré algún día, cuando deje al imbécil de su novio. Ella siempre me sonríe cuando me sirve el café y en el fondo creo que le gusto. Con el reparto hago un circuito distinto según los días: los lunes y jueves, la Universidad y los bares o restaurantes del centro de Deusto. Los martes y viernes, los locales de la periferia y las expendedoras automáticas. Los miércoles y sábados, las tiendas del barrio y el centro comercial Zubiarte. El centro comercial es mi punto de reparto preferido. Me gusta ver la cara de los niños que me miran fascinados y celosos como si yo fuera el propietario de toda la Coca-Cola del mundo. Además, allí puedo charlar con Estíbaliz, la cajera del Ercoreca. Cuando ella encuentra un hueco, los dos nos tomamos un par de botellas que luego justifico dentro del dos por ciento de pérdidas y roturas en el transporte con las que ya cuentan mis jefes. Hablamos de cómo nos trata la vida, de cuáles son nuestros sueños y nos reímos de nuestros respectivos encargados. Estíbaliz es divertida y atenta pero también es un poco bizca y rechoncha. Por eso nunca le he escrito ninguna canción de amor. El sitio donde menos me gusta hacer el reparto es la Universidad. Allí los jóvenes que regirán el futuro del país me miran con aire de desprecio porque en cierto modo yo represento lo que ellos están luchando por no ser. Supongo que me ven como un símbolo del fracaso. Muchos de ellos ignoran que, a pesar de su título, acabarán como yo o quizás en un McDonalds. Pese a su aire de superioridad, los estudiantes beben muchísima Coca-Cola, sobre todo cuando hay fiestas y la mezclan con todo tipo de licores. La comida suelo hacerla en alguno de los restaurantes a los que suministro. Odio comer solo, así que si veo a alguien que va a comer solo como yo, le pregunto si le importa que comamos juntos. La mayoría dice que no, pero algunas veces hay suerte y aceptan. Así he conocido a gente muy interesante y he aprendido muchísimo. Mi padre decía que la gente es la enciclopedia de la que más se aprende y tenía razón. Dialogar con un desconocido es como abrir un nuevo libro lleno de ideas por descubrir. A mí me encanta escuchar y eso la gente lo valora. Cuando la gente habla conmigo suele sincerarse porque les presto atención. Cuando me cuentan un problema o expresan un punto de vista intento entenderles y ponerme en su pellejo. Si escuchas así a las personas, te das cuenta de que la mayoría tiene buenas intenciones, lo que ocurre es que a veces las circunstancias son difíciles. Termino mi jornada a eso de las seis de la tarde y entonces me gusta encerrarme en casa, cocinarme una copiosa cena y sentarme en el sofá para ver el partido del Athletic o una película de las de antes, me encanta el cine en blanco y negro. Si me siento inspirado, algunas noches compongo canciones para un grupo de rock que he formado con un par de amigos. Actuamos en algunos bares de Deusto a los que hago el reparto, aunque una vez llegamos a actuar en la Semana Grande. Fue un subidón de adrenalina. Antes de acostarme suelo asomarme como hipnotizado a ver pasar el Nervión al otro lado de mi ventana. Muchos días pienso en una cita que me soltó una vez alguien con el que compartí mesa. Creo que me dijo que era de un griego, un tal Heráclito, y venía a decir que en el río no podemos bañarnos dos veces en el mismo agua. Creo que yo no estoy muy de acuerdo. Para mí lo más probable es que, a lo largo de toda la historia de la tierra, al menos una gota pase dos veces por el mismo sitio.
Nº 25 HOSTELERÍA

Había un hotel en la cima, de paredes de vidrio desde las cuáles, se podían ver el interior y el exterior. Tenía una vista privilegiada y podía ver a todos sus huéspedes. El hotel estaba a expensas de sus visitantes, convirtiéndolos en habitantes, pues el que llegaba, no se quería ir. Al mismo tiempo, cada habitante, quería salir para volver, y se sorprendido en el acogimiento por dicho hotel. Cada vez que salían sus alojados, el hotel los observaba desde el lugar prodigioso del que disponía. Cuando llovía el restaurante los esperaba con té calentito y tortas recién horneadas. Al hacer calor, piscina y helado los aguardaban. Ante días estresantes, un masaje estaba incluido.
El lugar era mágico, cada visita era atendida con, justamente lo que necesitaba. El que pareja, conocía a la persona indicada. El que descanso, lo hallaba. Hasta al que le faltaba dinero, allí lo conseguía. Este lugar fue considerado milagroso y se acudió a él, como si fuera un Lugar Santo.
Cuando los medios entrevistaron al dueño, él dijo que el secreto estaba en las paredes de vidrio, en que no sólo se veían las vidas, sino también los milagros.
Era un lugar donde todos podían ver a los demás. Si estaban arriba, miraban para abajo y a los que estaban. Si estaban abajo, miraban para arriba, sabiendo que allí tenían un lugar.

Mirar para arriba y para abajo te hace cumplir tus sueños y los de los demás.

Ese hotel hacía cambiar la visión.
Nº 26 La esperada cita

Por fin había llegado el gran día. Iban a enfrentar sus rostros cara a cara tras más de veinte años esperando una señal de aquella mujer y miles de horas de chateo por la red. La larga espera, sin embargo, no le impidió conocer otras personas, desear otros cuerpos y besar alguna que otra boca, pero siempre había un hueco por donde el rostro impenitente de su amada se le inmiscuía y le impedía olvidarla. Aunque ella jamás respondió a sus cartas. Ahora, al filo de los cincuenta, volvía a verla, casada con tres hijos y la misma sonrisa que mostraba en el mundo virtual. Al desplegar la carta del exquisito restaurante donde se citaron la noche de San Juan, se hizo el silencio. Duró una eternidad, pero al fin se atrevieron a dar el paso. Una pidió carne, la otra pescado. No esperaron a los postres.

Nº 27 El Bolso de Pandora

Esto que voy a contar lo escuché en una cafetería hace tiempo, cuando aún podía reír a carcajadas. Ahora tengo que rebuscar entre las cenizas de mi cerebro las imágenes que una tarde lo cambiaron todo, las palabras que me provocaron aquella sacudida interna que todavía hoy no logro entender.
La calle estaba tomada por una niebla rala poco común pero nada parecía diferente en el bar de Glorio. El sonido invariable del chascar de los vasos y el murmullo de las tertulias lo inundaba, sólo la atmósfera se percibía más densa, ligeramente viscosa. Me esfuerzo en hacer memoria y recuerdo dos cosas: la luz mortecina de la tarde invernal y la expresión grave y absorta de Glorio secando una copa. El robusto camarero frotaba mecánicamente el cristal contra el trapo escuchando ensimismado la monótona charla de un cliente ebrio. No atendió a mi petición de café, hizo un ademán rápido indicándome que no molestara y siguió con su tarea absorto. Mi brebaje llegó de la mano de uno de sus chavales y antes de que el terrón de azúcar se disolviera en él, yo había caído en el mismo estado hipnótico que abstraía al dueño del bar.
El hombre que hablaba perseguía el rastro de una mujer; era del norte y la humedad filtrada en el ambiente no le afectaba, la suya era tierra de fantasmas y él tenía uno arañándole la piel de la nuca constantemente. Su nombre era Carla y unos minutos los culpables de que sus vidas nunca llegaran a cruzarse. Las palabras turbias del borracho hablaban de una joven anacrónica, maquillada con esmero y subida a unos tacones imposibles que engalanaba sus pantorrillas con medias negras de red y su cintura con cadenas doradas. En su mano, una cartera de charol guardaba la llave.
Además, el bolso contenía otras cosas. Como un sherpa equipado para una ascensión de alto riesgo, escondía allí la sabiduría de la gran pirámide, tres kilos de frustraciones y un caramelo de fresa. Porque era joven sólo en apariencia. Para ella cada día transcurrió por un camino pedregoso que multiplicaba los minutos y hacía tambalear sus finos tobillos. No eligió la fortuna que salió a su encuentro y vivió acumulando historias crueles en su bombonera de piel falsa; también guardaba la llave que abría su caja de Pandora particular.
Unos pocos minutos más y hubiera podido abandonar el bolso en la papelera de la terminal de autobuses. Estuvo esperando hasta el último instante para llevarse a la boca el caramelo de fresa y paladearlo mientras escudriñara su equipaje abandonado entre los restos de una salchicha mordisqueada. Quizá aquel que lo cogiera tuviera la suerte de no entender los vestigios invisibles del miedo que contenía y creyera que se trataba de un vulgar robo.
Le esperó hasta el último instante y no llegó. El hombre del norte debió tomar su mano para hacerla volar lejos pero no lo hizo y ahora derramaba lágrimas de alcohol. Un estúpido incidente le impidió recoger la llave que abría la esperanza de Carla y firmar los documentos de su liberación. El autobús partió al tintineo de las cadenas de su cintura llevándose a una mujer de zapatos deslucidos que agarraba su cartera de charol engrosada por un fracaso más, defraudada por una traición esperada.
Dentro de la cafetería, Carla comenzó a formarse por condensación del vapor de agua, moldeándose a partir del humo de los cigarros. Cuando la vi, comprendí al cliente borracho. Aprecié su melena rubia recogida en base del cuello y su falda estrecha ceñida por grilletes brillantes. Entonces comencé a morir hundido en aquellos ojos que ocultaban la existencia de varias vidas.
Sé que Glorio también la percibía porque su rostro estaba lívido. Carla se reflejaba en cada superficie pulida, en el espejo colgado tras el mostrador, en las cristaleras de la entrada o deformada en el vidrio cóncavo de los vasos. Escuché su llamada para entregarme el bolso. Sonreía levemente y con un movimiento de mano me invitaba a seguirla. Y lo hice. Atravesé tras ella la puerta giratoria del establecimiento hasta que se difuminó por completo en el exterior, incapaz de mantenerse intacta en la brisa gélida del invierno.
Estaba en la calle solo y con la misión de destruir su bolso. Ella me lo susurró mientras su última imagen se diluía. El hombre del norte había fallado; era mi turno y no podía fracasar.
Pero no soy capaz de encontrarla. La ciudad es demasiado grande para mí.
Y el bar de Glorio ha cerrado.
Y La obsesión me mata.
Nº 28 Café solo (2) por exitir uno ya con el mismo titulo
Cada tarde, en la mesa del fondo, el viejo profesor se sienta a suspirar. Solemne, saca su cuaderno, se coloca sus lentes, pide un café solo y espera. “Es extraño”, comentan los camareros”. No entienden tanta ceremonia para quedarse, como quien dice, mirando al techo, los ojos muertos tras las gafas, las piernas cruzadas, las manos mudas, aquella página en blanco a la espera de un verso. Pero, fuera de eso, nada pasa. Consumido el café, y las horas, e incluso la paciencia de quien se atreve a observarlo buscando un movimiento que indique que aún respira, cuando ya las farolas esparcen su triste luz sobre los charcos, el hombre deja unas monedas sobre el mármol, se coloca el sombrero y se marcha sin adioses. Si uno no está atento, es difícil calibrar el momento en que salió. Ni siquiera se puede estar seguro de que esa tarde en concreto alguien lo haya visto, tan arraigada está su imagen al local, su sombra a los rincones. Pero seguro que sí, que ha venido. No tiene sentido, a estas alturas, romper con la costumbre.
Pero aquel día la lluvia persiste tras los cristales y el anciano no se anima a salir, y cambia de repente su actitud pensativa y, contra todo pronóstico, empieza a garabatear algunas palabras. Cualquiera podía haber cronometrado y establecido el ritmo exacto de miradas, versos y ausencias. Cuando dio por concluida la escritura, y a pesar de la lluvia, el anciano pagó, se colocó el sombrero y se echó a la calle con paso corto y orgulloso.
Desde entonces, luciera el sol o venteara, el anciano repetía el rito de siempre, de sacar su cuaderno, colocarse las gafas y pedir el café solo, y ahora añadía la vigilancia atenta del entorno a la espera de lo que algunos llaman genio y otros inspiración, y que había de desembocar indefectiblemente en el esbozo perpetuo de un poema. “Ya decía yo que ese hombre era un artista”.
En agosto el café cierra sus puertas. El calor invade Madrid, el dueño se marcha al norte, de donde quizás nunca hubo de partir, con esa clientela de pobretones que lo frecuenta. “Tanto sacrificio para nada”. Porque, además, el Café Tortoni, que tomó su nombre del célebre porteño para seguirlo en fama, nada tiene que ver con aquel, y solo lo visitan unos viejos decrépitos a punto de espicharla en el momento más inoportuno. Quién sabe si cualquier tarde, delante del resto de clientes. “Con la mala impresión que eso puede causar”.
Por eso, el 1 de septiembre, no se extraña lo más mínimo cuando el viejo profesor no aparece. “Habrá sido un golpe de calor. Pobre”.
La mesa del fondo queda, por respeto, unas semanas desocupada, hasta que todo vuelve a su cauce y algún intrépido se atreve a ocuparla. No tiene sentido. “El muerto al hoyo…”.
Justo el 1 de noviembre empiezan las lluvias. Este año con retraso. Los cristales se empañan y el suelo se siembra de serrín, y el cinc de la barra se enfría y los clientes piden chocolate en lugar de cerveza. Al volver de la trastienda, el camarero más antiguo se para en seco. “No puede ser”, porque en la mesa del fondo se sienta al anciano profesor, que ya no suspira. En su lugar luce una sonrisa impropia de su edad y su talento. “Me alegro de verle. Hace tiempo que no viene”. En realidad anda pensando “ya lo dábamos por muerto”.
El anciano pide el café solo, se quita el sombrero, se coloca las lentes y saca algo que no es un cuaderno ni una pluma con que sembrarlo de deseos. En su lugar, como por arte de magia, el hombre ha dejado, a la vista de todos, un libro de fondo negro y letras doradas con una ilustración al centro donde todos distinguen la puerta batiente del Café Tortoni. Versos solos se llama el poemario. Recién salido del horno una tarde de lluvia.

Nº 29 El hechizo de todos los besos

El hechizo de todos los besos que se han lanzado al aire, eso era lo que tenía, y de sobra, el restaurante de aquel hotel. Sin duda, el lugar perfecto para escribir un romance que tuviera el aroma suave de la lluvia que cae, o una escena de pasión entre dos amantes que se conocen en un tren, o algunas otras escenas de la novela que aquel hombre escribe a diario, desde el inicio de la primavera, en ese lugar que, con cierta frecuencia, las personas suelen escoger para empezara amar.

Pero lo que verdaderamente llamó la atención de aquel escritor, en aquel lugar, fue una chica muy hermosa cuyos ojos comenzaron a rondar su cabeza como el rumor de una anhelada pasión. Todo comenzó cierto día en el cual él bajó muy temprano a desayunar, tras saludar a los meseros y demás empleados del hotel, que para la fecha ya lo conocían como se puede conocer a un miembro de la familia que se hospeda frecuentemente en casa. Ella estaba en la mesa de al lado y, de un momento a otro, se acercó a él preguntándole si sabía acaso, cómo marcar de un costoso y ultramoderno móvil que hacía poco había comprado y aún no conocía muy bien. La única verdad fue que él no supo cómo ayudarle, porque no suele estar al tanto de las sutilezas de las máquinas que día a día salen al mercado. Ella se marchó entonces con una rútila sonrisa en su rostro, mientras él sentía, sin saber muy bien por qué, que se alejaba de sí el aroma del amor.

Esa noche, en el cuarto 303 de aquel hotel en el que se hospedaba, aquel escritor soñó con el mundo de los ojos de avecilla curiosa y el universo húmedo de los labios de ella, y trató de adivinar el calor nocturno de su cuerpo. Él tenía la esperanza de volver a encontrarla, y por eso fue que desde el día siguiente decidió no sólo comer en aquel restaurante de aquel hotel, sino escribir entre comidas todos los besos que guardaba en su memoria. Todos los besos en la figura de un hombre que besaba a una mujer de ojos azabaches, grandes y soñadores, tomando como escenario el vagón de un tren que se enfilaba inevitablemente hacia un precipicio. Y en ésas estuvo aquel escritor hasta que cierta mañana el tren de sus anhelos tomó un rumbo inesperado.

Cuando volvió, distraído, su mirada, ella, es decir, la hermosa chica del móvil, se sentaba en la mesa de al lado. Ella lo miró fijamente y lo abrigó con la calidez de sus tiernos ojos. El tren del deseo, cómo no decirlo, seguía su curso. En cualquier momento podía desbocarse, o al menos eso pensaba él. Pero ella seguía allí, como un recuerdo precioso que se niega a desaparecer. Entretanto, ese tren imaginario que se rehusaba a abandonar la cabeza de aquel escritor, seguía su curso, sí, como una idea sin forma que agudiza el ingenio de un artista. ¿Se desbocaría acaso? ¿Caería en un inevitable precipicio? Lo único que se sabe, es que, tras tomar alguna que otra copa de vermut, él la invitó a ella a su mesa, y ella, que le dio a entender con su amigable saludo que lo reconocía de la otra vez, no se anduvo con remilgos. Aceptó enseguida, con una amplia y cálida sonrisa adornando su tez, y pronto ambos comenzaron a intercambiar leves e imprecisos momentos de sus vidas.

En cierto punto hablaron sobre el amor y concluyeron que en cualquier lugar, del vasto mundo, el amor podía cumplir su clásica tarea de cautivar los sentidos. Ella le preguntó entonces por las hojas sobre la mesa. Él le comentó que era una novela sobre un tren que en cualquier momento podía desbocarse. Ella la tomó sin esperar a que él le diera su correspondiente beneplácito y la leyó. De un momento a otro nuestro amigo escritor pudo adivinar en la expresión de ella un escalofrío de ternura, y fue entonces cuando supo que ella se había reconocido a sí misma en el personaje femenino principal de su novela. Fue entonces cuando ella cayó presa del hechizo de todos los besos, porque en ese momento él y ella le regalaron un beso más a ese lugar, mientras un rayo de luz de sol entraba al interior de aquel restaurante y bañaba con su calidez una sensación que caía por un precipicio, táctil y desbocada… como un tren.
Nº 30 LA CENA
Sábado noche; cenita, unas copas, buena compañía, echar unas risas y pasarlo bien. Éramos cuatro, dos parejas.
Mi amiga y yo nos habíamos pasado la tarde encerradas en el baño de mi casa depilándonos, atusándonos el pelo y acicalándonos para esos dos chicos que nos habían pedido salir y conocernos un poco más… y … quién sabe, si con el tiempo llegaríamos a algo más.
Al final, minifaldita, tacones de aguja, carmín en los labios y perfume en los puntos exactos para que durara toda la velada.
Los chicos, guapos, camisas bien planchadas, pantalón pitillo, gomina en el pelo, coche recién lavado. Maqueados a tope.
Así entre los cuatro decidimos ir a cenar a un restaurante que quedaba justo al otro lado de la ciudad, pero que quedaba cerca de una discoteca famosa, dónde pretendíamos acabar la noche bailando y tomando unas copas.
Llegamos al restaurante; el camarero nos acompaña a nuestra mesa dónde nos sentamos y cogimos las cartas para decidir el menú. Todos estábamos un poco nerviosos, ya que mi amiga y yo todavía no estábamos habituadas a cenar en restaurantes, si acaso en el barecillo del barrio tomábamos unas tapas o unos bocadillos, pero claro, esto era otra cosa, y había que estar a la altura de las circunstancias.
A los chicos no parecía que les importara demasiado, ni dónde estaban ni qué iban a pedir. Sus pensamientos, seguramente estaban intentando acelerar el rito de la cena, para pasar a las copas, y llegar a la discoteca y…
De nuevo se acerca el camarero, muy diligente a tomar nota del menú que habíamos elegido. Así pedimos unos aperitivos y cerveza para empezar. Seguidamente elegimos un vino que parecía que era lo que había que pedir, y el plato elegido por cada uno de nosotros. Nuestros atractivos acompañantes pidieron besugo y mi amiga y yo, no sabíamos si el besugo nos iba a gustar, pues nunca lo habíamos pedido, y nos decantamos por la merluza, que era más normal y allí la presentaban con una guarnición que no llevaba salsas ni nada raro a nuestros jóvenes paladares.
El camarero tomó nota, y muy serio y digno, repitió en voz alta le pedido que acabábamos de hacer:

– Muy bien. Entonces en la mesa doce tenemos DOS BESUGOS Y DOS MERLUZAS. Perfecto.

No supimos qué pensar. ¿Se nos notaría tanto lo ingenuos que éramos?
Nº 31 Que no pasen los días que sean un deleite recordar

Neón rosa: Club-Las Panteras-Club. Carretera X. Bar en planta baja, con escenario y espectáculo todas las noches. Piso primero y segundo: habitaciones; servicio de bar y restaurante. Señoritas selectas. Total discreción.
Al acabar de comer, Wilma quiere echarse un poco. “Dentro de una hora, te llamo.” ¿Una hora? La sobra con cerrar los ojos veinte minutos. Se va a la cama meneando en broma las caderas. Wilma, no me lo pongas difícil. Hemos estado hasta la madrugada bebiendo en el bar y luego subimos.
Llamo para que vengan a recoger la mesa. Me sirvo un café. Enciendo un cigarrillo. Pongo la televisión con el volumen a cero. En la pantalla, un tío mueve la boca. Subo el volumen de la radio. Suena John Coltrane. Llega el camarero. Recoge. Le doy una propina. Me pongo un ron de la botella de anoche.
Entro a la habitación, a ver a Wilma. Me siento en la cama. Ya está durmiendo. La he pagado para todo el día. Se me metió entre ceja y ceja la primera vez que estuve con ella. Pasaba el tiempo y no se me iba de la cabeza. La segunda vez que vine a verla, se marchaba en el coche de un cliente. La tercera, deseaba que me recordara. Si pasaban todos esos tíos entre sus piernas todos los días y era capaz de recordarme, sería una señal. Una señal de algo. Pero no me reconoció.
Qué silencio hay aquí por la tarde. Está anocheciendo. Es como estar en un santuario, a solas con Dios. Estás tentado a rezar. El silencio me pacifica. Pongo la mano sobre su cadera, mientras sorbo un poco de ron. Pobre Wilma, tan guapa, tan perfecta. Cuando pasen algunos años, cuando su belleza haya desaparecido, ¿quién la querrá? Ojalá encuentre un buen hombre. Ella no se acordó de mí.
Así, dormida, no parece tan guapa. Con la boca abierta es un poco desagradable. Es como una niña. ¿Dónde estás, Wilma? ¿Dónde estás ahora? ¿Sabes que estoy aquí, a tu lado? Ni te acuerdas de tu nombre. No sabes quién eres. Estás dormida, en otro mundo. ¿Hay sol en tu mundo, Wilma? ¿Has nacido en él, Wilma; allí tienes pasado? ¿Hay hambre allí, es necesario respirar? ¿Hay hombres en ese mundo? ¿Estoy yo en él? ¿Puedes recordarme ahora, Wilma? ¿Eres ahora tú un sueño? Mi mundo ha muerto para ti, querida Wilma. Si durmieras mil años; si yo te cuidara mientras, nadie más que yo sabría de ti. Al despertarte te diría: Todo lo conocido ha muerto; has estado dormida mil años. ¿Te acuerdas de mí?
«¡Cómo no voy a acordarme de ti! Dijiste que me llamarías en una hora y yo te dije que con veinte minutos era suficiente. Y ahora me dices que he dormido mil años. Dime, ¿cómo es el mundo de fuera? ¡Cómo que no lo sabes! ¿No saliste nunca en mil años? ¿No abriste el balcón? ¿No viste el cielo? ¡No me digas que no! ¡No digas que has estado aquí, sentado, esperándome en silencio, mil años!»
«Los primeros meses, los primero años, venían los camareros a traer comida. Por las mañanas limpiaban, pero no en la habitación; no dejaba que nadie entrase. Cuando se acabó el dinero, me fiaron; apuntaban los gastos en mi cuenta. En el siglo segundo, dejaron de venir. Luego debieron cerrar. Aquí siempre hay silencio, Wilma. El sonido de tu respiración me acompañaba. La radio se rompió. La televisión también. Hace siglos cortaron la luz. Y el agua. Ya no tengo necesidades. No tengo hambre: soy libre, Wilma, libre. Aquí dentro he estado bien, nunca hace frío ni calor. No he hecho nada, salvo mirarte, salvo acariciar tu pelo. Ya no me miro al espejo; como tú estabas dormida, no había razón para peinarme. O afeitarme. Ahora debo estar hecho un monstruo. Y viejo, debo estar. Pero tú me sabrás perdonar.»
«¿Y yo? ¿Cómo estoy yo? ¿Estoy guapa? ¿Sigo siendo guapa? »
“Wilma. Despierta. A trabajar. Ya son las 6.” “Mmm.” “Te has quedado como un tronco.” “Mmm. ¡Qué bien me encuentro!” “Lo sé, lo sé. Seguro que has dormido muy bien. ¡Menudos ronquidos pegabas!” “¡Yo no ronco!” “¿Ah, no?” “¡Yo no ronco!” “Que no; que es broma. De verdad que era una broma. De verdad.” “Vale. Que sepas que yo no ronco. ¡Aaaahhh!” “Como te sigas estirando así, te vas a desmembrar” “¿A qué?” “A nada.” “He tenido un sueño.” “¿Sí?”
–Sí. Ha sido un sueño muy raro. Iba por una carretera en un coche descapotable, por un desierto que tenía el cielo rojo. Va y se me estropea el coche. Me bajo y empieza a salir humo del capó. Me alejo y me siento en una piedra. Hay una serpiente, pero no me da miedo; la acaricio y se acerca y me la guardo en el bolso, de lo mucho que me ha gustado. A las horas, ya casi de noche, vienes tú. Llegas en un camión enorme. Te bajas; vas vestido con un mono de mecánico muy sucio, pero llevas las manos muy limpias. Me fijo en tus uñas, que las tienes… como de… Parecen como eso de… Esa cosa que brilla… Sí, hombre, esa cosa de las conchas, esa cosa de las caracolas del mar…
–Nácar.
–¡Eso: Nácar! Nácar… Bueno…, pues me gustan tanto tus uñas de nácar que te quiero dar un beso, ¿sabes? Me apetece. Te quiero dar un beso, ¿vale? Un beso. Y tú me rechazas. Crees que soy una… bueno… no sé como decir… una buscona. Eso, una buscona. Una buscona de esas de carretera, ¿sabes? Así que te das cuenta de que te quiero besar, pero tú no me quieres besar porque crees que soy una buscona. Entonces vas tú y me dices que si quiero que me arregles el coche te tengo que dar un beso primero. ¿Comprendes? ¡Ahora eres tú quien quiere besarme! En eso que saco la serpiente del bolso y te la tiro a los pies: esa es mi contestación. Tú la recoges, me la das y me dices: “esto no es un argumento”. Y entonces vas y te subes al camión y te vas. Y yo me quedo allí, toda la noche llorando y llorando, sin saber por qué no nos hemos besado, acariciando la serpiente, con el coche estropeado y sola. FIN
Nº 32 LA MIRADA
Me miraba con descaro. Me volví convencido de que no era a mi, pero nadie más había a mi espalda. Acababa de dejar las maletas en la habitación del hotel y quería relajarme en el bar de la terraza aprovechando el sol de primavera, que calienta pero no agobia. Mis amigos llegarían por la tarde y, mientras esperaba el encuentro, sentía la euforia del primer día libre del puente de Semana Santa.
Sin ningún disimulo me observaba con una seductora sonrisa dibujada en los labios y su falta de pudor no hacía sino realzar un conjunto de insultante perfección. Si ese iba a ser el preludio de mis cortas vacaciones, el asunto se presentaba excitante y prometedor. Soporté con gallardía el envite de unos ojos que auguraban complicidad, sin poder evitar algún desliz hacia los pechos que con firmeza sujetaban la parte superior de un vaporoso vestido blanco. Luchando contra unos nervios traicioneros, procuré mantener la calma y estar a la altura de las circunstancias. Giré en mi asiento para encarar ese inesperado desafío al tiempo que recogía, con estudiada parsimonia y la cabeza ligeramente ladeada, el “gin tónic” de la barra del bar. Cuando creí haber conseguido la postura seductoramente adecuada, la comisura de mis labios inició el lento camino hacia una sonrisa que encajara con la suya como la pieza de un puzzle. Nos hablábamos sin palabras: nunca antes me había comunicado tanto con otro ser, sin soltar una sola sílaba. El tiempo se detuvo y el ruido del ambiente se alejó de nosotros, al tiempo que mi mente fantaseaba con saborear esos labios grandes y rojos que rivalizaban con sus ojos verdes. Ya no echaba de menos a mis amigos e incluso sentía que su llegada podría desbaratar mi nueva situación.
De pronto hizo un leve movimiento para agacharse y, de forma extraña, sus ojos perdieron contacto con los míos. Había asido el arnés del perro lazarillo que, hasta ese momento, se había mantenido tumbado y oculto tras una jardinera. La sangre desapareció de mis venas mientras mis ojos, sin moverse un milímetro, escrutaban el entorno temerosos de que alguien hubiera captado la situación. Mi sonrisa, sin voluntad propia, se transformó en un rictus que definiría el concepto de imbecilidad. Caminando hacia la salida del bar, el perro y su dueña, con una sonrisa sin destinatario, pasaron por mi lado sin saber de mi existencia. Un ser patético quedó la silla vacía.

Nº 33 EL ANILLO
A través de los cristales, la suave luz del restaurante era como un faro surgido de la niebla, un destello de hogar en la noche salpicada de llovizna y viento de salitre. A la calle afloraban aromas a paellas, carnes al carbón o delicias horneadas con abundancia de cacao y paciencia, fragancias hechas para excitar los sentidos de los clientes, de los escasos viandantes encogidos bajo la protección incierta del paraguas, y de los dos encapuchados que, agazapados junto a la ventana, espiaban a la pareja que cenaba en una discreta esquina del local.

Habían seguido al hombre desde la lujosa joyería donde eligió, en oro cincelado de brillantes, una de las alianzas más caras del escaparate, un anillo cuyos destellos irisados iluminaron el rostro del comprador con algo semejante a la felicidad absoluta. Le vieron pagar, le vieron deslizar la cajita al bolsillo interior de su gabán, realizar una llamada y salir a la calle escudado tras una enorme sonrisa, como si el frío y la humedad perpetua de la villa fueran incapaces de traspasar su coraza de optimismo. Y siguieron sus pasos.

Dentro, arropados por el brillo de sus miradas, los enamorados esperaban el postre con los dedos enlazados sobre el mantel. Él guiaba la conversación por los senderos manidos de la rutina, disimulando torpemente su nerviosismo con el recuerdo de lejanos paseos por las playas, timideces hace tiempo superadas o bromas improvisadas en connivencia con sus futuros cuñados. Ella, con un mohín fingido de disgusto, le reprochaba esas payasadas de juventud mientras disimulaba el cansancio adherido a sus ojeras. Tras diez horas patrullando los regueros turbios de las calles, dejándose caer con disimulo en las esquinas preferidas de los camellos o pendiente de los ágiles movimientos de los carteristas, la inesperada invitación de su novio, el ambiente cálido del restaurante, la acidez del vino en su garganta y el deseo anidado en las pupilas del hombre tenían la virtud de transformar un triste martes rutinario en una jornada inolvidable. Si, al menos, hubiera tenido tiempo de pasarse por casa, cambiarse el calzado, ponerse tacones, quizá falda, librarse de la pistola que quemaba en su costado… Pero no importaba, porque el camarero se acercaba con los postres, porque el resplandor vivo de las velas dibujaba futuros anhelados, y porque él, con la expresión de quien no sabe guardar un secreto, buceaba en el bolsillo de la chaqueta.

Cuando, despacio, incapaz de controlar el temblor de los dedos, abrió la tapa de aquella cajita forrada en terciopelo y el fuego del anillo estalló en su mirada, olvidó el cansancio, olvidó las horas muertas arando las aceras con sus botas, olvidó el frío y el gesto aprobador del camarero. En aquel aro de metal y diamantes se resumía un porvenir esbozado entre besos y tardes de cine y cervezas. Sólo podía decir una cosa. Sólo podía decir “sí”. Entonces escuchó el golpe de la puerta y nada fue como pudo haber sido.

Dos encapuchados se abalanzaron sobre ellos encañonándoles con el arma. “El anillo” rugió el primero mientras el otro cubría sus espaldas. No pensó. Tal vez fuera el instinto, quizá el entrenamiento o el vino en exceso, pero no fue su mente quien tomó la decisión. Dejó que la joya cayera al suelo, donde repicó en una risita premonitoria y cuando, con demasiada torpeza, los ladrones siguieron la estela de su botín, desenfundó el revólver y apretó el gatillo.

El estruendo del disparo se mezcló con el grito, un aterrado “¡No!” vomitado al mismo tiempo por tres gargantas, por tres voces conocidas. No se había desplomado el agresor con el pecho destrozado, y ya era consciente de lo sucedido. Su novio y el segundo atacante se precipitaron a auxiliar al moribundo. Se hizo el silencio. No necesitó que le arrancaran la capucha, no necesitó que el agua resbalara inocente desde su pistola de plástico, ni ahogar sus lágrimas en el vacío de aquellos ojos vidriosos para comprender que se trataba de una nueva chiquillada, que sus hermanos, compinchados como siempre con el novio, le habían gastado la última de sus bromas pesadas.

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